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Minutos más tarde los invitados se sentaron en los bancos, y las voces se acallaron. La novia se preparaba para hacer su entrada. Mientras Maryann estiraba la cola del vestido de Lisa, Michael murmuró a Bess:

– Don y Barb están aquí.

La sorpresa y la alegría iluminaron el rostro de Bess, quien echó un vistazo a los presentes sin lograr localizarlos. Pronto empezaría la ceremonia. Los sacristanes extendieron la alfombra blanca en el pasillo. El sacerdote y los acólitos esperaban en el altar. El órgano comenzó a sonar, y los acordes de Lohengrin llenaron la nave. Bess y Michael, que flanqueaban a Lisa, observaron cómo Randy se dirigía a la nave central con Maryann cogida de su brazo.

Cuando les llegó el turno, avanzaron despacio por la blanca alfombra, embargados por la emoción. A Bess le flaqueaban las rodillas, Michael temblaba por dentro. No reconocieron ninguno de los rostros que se volvían para mirarlos. Lisa se situó junto al novio, y ellos permanecieron a su lado a la espera de que se formulara la pregunta tradicional.

– ¿Quién entrega a esta mujer?

– Su madre y yo -respondió Michael.

Entonces se encaminó con Bess hacia la primera fila de bancos, donde tomaron asiento.

En un día cargado de emociones intensas, esa hora fue la peor. El padre Moore sonrió a los novios y comenzó a hablar.

– Conozco a Lisa desde la noche en que llegó a este mundo. La bauticé cuando tenía dos semanas de vida, le impartí la primera comunión a los siete años y la confirmé cuando tenía doce. De manera que considero muy adecuado que sea yo quien conduzca hoy esta ceremonia. -El padre Moore hizo una pausa mientras miraba a los congregados-. Conozco a muchos de los que han venido hoy para ser testigos de estos votos. -A continuación posó la vista en los novios-. Yo os doy la bienvenida en nombre de Lisa y Mark y os agradezco que estéis aquí. Con vuestra presencia, no sólo honráis a esta joven pareja que se apresta a embarcarse en una vida de amor y fidelidad, sino que también expresáis vuestra fe en la institución del matrimonio y la familia, en la tradición, enriquecida por el tiempo, de un hombre y una mujer que se prometen fidelidad y amor hasta que la muerte los separe.

Mientras el sacerdote proseguía, Michael y Bess lo escuchaban con suma atención. El párroco contó la historia de un hombre rico que, en ocasión de su boda, sintió un deseo tan intenso de demostrar el amor que profesaba a su novia que adquirió cien mil gusanos de seda y, en la víspera de la ceremonia, los soltó en una alameda de moreras. En las horas previas al amanecer, los árboles estaban entrelazados como resultado del esforzado trabajo de las hilanderas nocturnas y, antes de que el rocío se secara sobre las fibras de seda, el novio ordenó esparcir polvo de oro sobre la arboleda. Allí, en esa glorieta dorada, con la cual el hombre rico pretendía manifestar su amor, él y su prometida pronunciaron los votos mientras el sol sonreía sobre el horizonte e iluminaba el lugar en un resplandeciente despliegue de magnificencia.

El sacerdote se dirigió entonces a la pareja nupcial.

– Un regalo adecuado, sin duda, éste que el hombre rico ofreció a su flamante desposada, pero el oro más precioso que un esposo puede dar a su esposa, y una esposa a su esposo, no es el que se esparce sobre fibras de seda, ni el comprado en una joyería, ni el que se luce en la mano. Es el amor y la fidelidad que se brindan mientras envejecen juntos.

Bess vio con el rabillo del ojo, que Michael volvía la cabeza para observarla. Al cabo de unos segundos se atrevió por fin a mirarlo. La expresión de Michael era solemne. Bess bajó la vista mientras él seguía escrutándola. Notó entonces que perdía la capacidad de concentración y que no prestaba la menor atención a las palabras del sacerdote.

Trató de dejar vagar la mirada, pero siempre volvía a Michael, a la costura lateral de su pantalón, que rozaba el borde de su falda; a los puños de la camisa y las manos, que reposaban sobre su regazo; esas manos, que la habían acariciado tantas veces, que habían sostenido a sus hijos recién nacidos, que habían abrazado a Lisa e intentado en varias ocasiones tocar a Randy. ¡Cuánto le gustaban todavía!

Salió de sus cavilaciones al darse cuenta de que todos se ponían en pie. Se levantó a su vez y su codo chocó con el de Michael cuando él se incorporó e hizo un ligero movimiento con la rodilla derecha para que la raya del pantalón cayera recta. Era uno de esos pequeños detalles que la conmovían, un gesto que él había realizado numerosas veces en el pasado, cuando un acto semejante no significaba nada. De pronto adquiría un significado desmedido.

Volvieron a sentarse y Bess percibió el brazo de Michael contra el suyo. Ninguno de los dos se apartó.

El padre Moore volvió a tomar la palabra al tiempo que miraba a su auditorio.

– Durante el intercambio de votos, la novia y el novio invitan a todos aquellos que están casados a tomarse de las manos y reafirmar sus promesas conyugales.

Lisa y Mark se miraron y unieron sus manos.

Mark habló con voz clara.

– Yo, Mark, te tomo, Lisa…

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Bess y formaron dos manchas oscuras sobre la chaqueta de su traje. Michael sacó un pañuelo y se lo tendió antes de buscar con disimulo la mano de Bess. Se la estrechó, y ella le devolvió el apretón.

– Yo, Lisa, te tomo, Mark…

Lisa, su primogénita, en quien habían depositado tantas esperanzas que se habían visto cumplidas y quien tan felices los había hecho mientras reinó como el centro de su mundo, había logrado que volvieran a cogerse de la mano.

– Por el poder que me es conferido por Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.

Mientras Lisa levantaba la cara radiante de felicidad, Michael apretó con tal fuerza la mano de Bess que ella temió que se le quebraran los huesos.

¿Para consolarla?

¿Arrepentido?

¿Con afecto?

No importaba mucho, ya que ella también le apretaba la mano, porque necesitaba ese vínculo, la firme presión de sus dedos entrelazados. Miró a Randy, de espaldas a ella, y rezó para que terminara de una vez su animosidad hacia Michael. Contempló cómo la cola del vestido de Lisa se deslizaba por tres escalones cuando junto con Mark se acercó al altar para encender la vela que simbolizaba la unión. Una voz clara de soprano cantaba Él te ha elegido para mí, y la mano de Michael todavía apretaba la de Bess, pero ahora su pulgar giraba sobre su palma.

El cántico acabó y el órgano siguió sonando en sordina mientras Lisa y Mark caminaban hacia sus madres, cada uno con una rosa roja de tallo largo en la mano. Mark se aproximó a Bess y Michael le soltó la mano. Mark la besó en la mejilla.

– Gracias por estar juntos aquí. Han hecho muy feliz a Lisa. -Luego estrechó la mano de Michael y agregó-: Procuraré que siempre sea dichosa. Lo prometo.

A continuación Lisa besó a sus padres en la mejilla.

– Te quiero, mamá. Te quiero, papá. Miradnos a Mark y a mí y os enseñaremos cómo se hace.

Cuando se fue, Bess tuvo que usar el pañuelo de Michael una vez más. Poco después, cuando estaban arrodillados, él le dio un ligero codazo y tendió la mano. Ella le entregó el pañuelo y se concentró en la ceremonia mientras Michael se secaba los ojos y se sonaba la nariz antes de guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón.

Recibieron la comunión como lo habían hecho en el pasado y trataron de interpretar el significado de que se hubieran cogido de la mano durante los votos. Cuando en el órgano resonaron los acordes del himno final, ambos salieron sonrientes de la iglesia, detrás de sus hijos. Michael llevaba a Bess del brazo.

Lisa había insistido en que no se les felicitara dentro del templo. Así pues, cuando el cortejo nupcial cruzó las puertas dobles de St. Mary, los invitados lo siguieron, y los abrazos y felicitaciones que se sucedieron en la escalinata fueron espontáneos, acompañados por una lluvia de arroz y una rápida retirada hacia las limusinas.