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Se mantuvieron serenos, casi desapasionados, entregados al placer que una boca puede brindar a otra.

Cuando él se apartó, Bess mantuvo los ojos cerrados y murmuró: «Mmmm…»

Él la miró a la cara largo rato, después se reclinó en el asiento y le rodeó los hombros con el brazo. El viaje continuó en silencio mientras los dos reflexionaban sobre lo que acababa de suceder, no porque estuvieran sorprendidos, sino porque les intrigaba qué auguraba. Michael apretó un botón para bajar su ventanilla un par de centímetros, y entró una ráfaga de aire frío que transportaba la fragancia de los campos fértiles.

Bess interrumpió el momento idílico.

– El problema es que caes muy bien a todos -susurró-. Mi madre te adora, toda la familia opina que cometí una locura al separarme de ti. Lisa vendería su alma con tal de vernos juntos otra vez, y creo que hasta a Randy le gustaría. Y Barb y Don… Estar con ellos otra vez ha sido como hundirse en uno de esos cómodos sillones antiguos.

– Ha sido muy agradable.

– ¿No es extraño que los dos nos apartáramos de ellos? Pensaba que tal vez tú los siguieras viendo.

– Yo creía que los veías tú.

– Con la excepción de Heather, apenas tengo amigos. Es como si los hubiera olvidado a todos desde que nos divorciamos… No me preguntes por qué.

– Eso no es bueno.

– Lo sé.

– ¿Por qué crees que te alejaste de ellos?

– Porque cuando estás divorciado, en todas las reuniones eres el número impar. Los demás llevan a su pareja, y tú estás con ellos sola, como una hermanita menor.

– ¿No tenías novio?

– Humm… No solía presentar a Keith a mis amistades. Las pocas veces en que me ha acompañado a alguna fiesta, me miraban de manera extraña y me llevaban a un rincón para susurrarme. «¿Qué diablos estás haciendo con ése?»

– ¿Durante cuánto tiempo salisteis juntos?

– Durante tres años.

Se produjo un largo silencio antes de que Michael preguntara:

– ¿Te acostabas con él?

Bess hizo ademán de asestarle un puñetazo en el brazo y se apartó de él.

– No es asunto tuyo, Michael Curran.

– Perdona.

Bess sintió frío y volvió a acurrucarse contra él.

– Cierra la ventanilla, por favor. Estoy helada.

Michael obedeció al instante.

– Sí -dijo Bess al cabo de un rato-, me acosté con Keith, pero nunca en casa y jamás pasé toda la noche con él. No quería que los chicos se enteraran.

Michael permaneció unos minutos callado.

– ¿Quieres oír algo gracioso? Estoy celoso.

– ¡Oh, qué extraño! ¿Celoso, tú?

– Sabía que dirías eso.

– Cuando descubrí lo de Darla, me entraron ganas de arrancarle los ojos. Y a ti también.

– Tendrías que haberlo hecho. Tal vez las cosas hubieran tenido un final diferente.

Permanecieron un buen rato absortos en sus pensamientos antes de que Bess volviera a hablar.

– Mi madre me ha preguntado si nos cogimos de la mano en la iglesia, yo le mentí.

– ¿Le mentiste? Tú nunca faltas a la verdad.

– Lo sé, pero esta vez lo he hecho.

– ¿Por qué?

– No lo sé… Sí, lo sé… -Tras una pausa admitió -: No, no lo sé. ¿Por qué nos tomamos de la mano? -Levantó la cabeza para mirarlo.

– Parecía lo correcto. Era un momento muy emotivo.

– Sin embargo nosotros no pretendíamos renovar los votos matrimoniales.

– No.

Bess sintió alivio y decepción al mismo tiempo. A continuación Bess bostezó y se apretó contra el brazo de Michael.

– ¿Cansada? -preguntó él.

– Hummm… estoy rendida.

– Ya puede regresar a Stillwater -indicó Michael al chofer.

– Muy bien, señor.

A los pocos minutos Bess se quedó dormida. Michael contempló por la ventanilla los campos sin nieve, iluminados por las luces de la carretera. Las ruedas de la limusina se hundieron en un pequeño bache, y Michael se ladeó en su asiento, al igual que Bess, que dejó caer todo el peso de su cuerpo contra él.

Cuando el vehículo se detuvo ante la casa de la Tercera Avenida, Michael le dio unas palmaditas en la cara.

– Vamos, Bess, ya hemos llegado.

A ella le costaba levantar la cabeza y abrir los ojos.

– Oh… hummm… ¿Michael…?

– Ya estás en casa.

Se obligó a sentarse derecha mientras el chofer abría la portezuela del lado de Michael, quien se apeó y tendió la mano a Bess para ayudarla a bajar. El chofer abrió el maletero.

– ¿Llevo los regalos dentro, señor?

– Se lo agradecería.

Bess echó a andar, abrió la puerta, encendió la luz del vestíbulo y una lámpara de mesa de la salita de estar. Los dos hombres depositaron los obsequios en el suelo y el sofá. Michael acompañó al chofer hasta la puerta, que habían dejado abierta de par en par.

– Gracias por su ayuda. Espéreme, por favor; saldré en un minuto.

Cerró la puerta y atravesó con lentitud el vestíbulo en dirección a la sala de estar. Bess estaba de pie, rodeada de regalos.

Michael recorrió la estancia con la mirada.

– Me gusta cómo has decorado esta habitación.

– Gracias.

– Los colores son preciosos… -Posó la mirada en Bess y agregó-: Yo nunca he sabido combinarlos.

Bess retiró del sofá dos cajas que estaban en un precario equilibrio y las dejó en el suelo.

– ¿Vendrás mañana? -preguntó.

– ¿Estoy invitado?

– Por supuesto. Eres el padre de Lisa, y ella querrá que estés presente cuando abra los regalos.

– Entonces aquí estaré. ¿A qué hora?

– A las dos. Ha sobrado bastante comida, de manera que no almuerces.

– ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que venga más temprano?

– No, sólo tengo que preparar el café; gracias de todos modos.

– Muy bien.

Se hizo el silencio. No estaban seguros de si Randy estaba en la casa. En todo caso, estaría dormido en su habitación. El débil zumbido del motor de la limusina penetraba en la salita, cuyas persianas estaban subidas. Michael llevaba la corbata en el bolsillo, tenía desabotonado el cuello de la camisa y la faja del esmoquin parecía una mancha de color. Permanecía frente a Bess, con las manos en los bolsillos.

– Acompáñame a la puerta -pidió por fin.

Bess rodeó el sofá con una lentitud que evidenciaba sus pocas ganas de ver terminada la velada. Se encaminaron hacia el vestíbulo cogidos de la cintura.

– Lo he pasado muy bien -comentó Michael.

– Yo también.

Ella se volvió para mirarlo. Michael enlazó las manos tras la espalda de Bess y apoyó levemente las caderas contra las suyas.

– Enhorabuena, mamá -dijo con una sonrisa seductora.

Bess dejó escapar una risita.

– Enhorabuena, papá. Ya tenemos un yerno.

– Un buen muchacho, creo.

¿Debían o no debían? Por unos instantes se debatieron entre el deseo y la prudencia. El beso en la limusina había sido ya bastante peligroso. Michael desoyó la voz interior que le aconsejaba cautela, inclinó la cabeza y la besó con los labios abiertos para saborear su boca. Sus lenguas se enlazaron y recorrieron el contorno de los labios del otro, los dientes, tan familiares. Por la respiración agitada de Bess, Michael dedujo que estaba tan excitada como él.

– Michael, no deberíamos -susurró ella.

– Sí, lo sé -repuso él, y se apartó de ella, aun en contra de su instinto-. Nos veremos mañana.

Cuando él se marchó, Bess apagó las luces de la planta baja y subió a oscuras por las escaleras. A medio camino se detuvo al recordar que Michael se había ofrecido a ayudarla en la cocina. Sonreía todavía mientras se dirigía a su dormitorio.