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– Bueno, entonces me voy. Buena suerte en la reunión.

– Gracias, buenas noches.

– Buenas noches.

Cuando se fue, se hizo el silencio. Michael se sentó a la mesa de dibujo, examinó los planos de Jim Stringer y se preguntó si alguna vez se llevaría a cabo su proyecto. Cuatro años atrás había comprado una parcela en la esquina de Victoria y Grand, una zona donde residían ejecutivos acomodados y se alzaban mansiones victorianas que se habían puesto de moda durante la última década. Victoria y Grand, conocidas como Victoria Crossing, tenían, hacia finales de los setenta, tres edificios vacíos que habían pertenecido a una concesionaria de automóviles. La Compañía de la Opera de Minnesota había alquilado cerca de allí una vieja casa para su gabinete de ensayos.

Con el tiempo, Grand había sido redescubierta, remodelada, revitalizada. Había recuperado su sabor de principios de siglo con las farolas victorianas de la calle, las fachadas de ladrillo rojo, los tiestos de flores. Había además tres centros comerciales en el cruce principal, así como una amplia variedad de tiendas que se extendían a lo largo de Grand Avenue.

Y un aparcamiento desocupado, propiedad de Michael Curran.

Victoria Crossing lo tenía todo: ambiente y una bien ganada reputación como una de las principales zonas comerciales de St. Paul. Hasta allí llegaban autocares que vomitaban docenas de turistas. Las mujeres compraban en los comercios y se reunían en restaurantes para comer. Los estudiantes de la vecina Escuela de Derecho William Mitchell habían descubierto sus selectas librerías. Los hombres de negocios del centro de la ciudad y los parlamentarios celebraban almuerzos allí. Los lugareños caminaban hasta Victoria Crossing empujando cochecitos de bebé. ¡Cochecitos de bebé, nada menos! Michael había visitado el lugar el último verano y había visto a dos madres jóvenes que paseaban dos cochecitos tipo calesa antigua. En Navidad, en las tiendas se oían villancicos, se servían bebidas y había siempre un Santa Claus. En junio se organizaba un desfile, las bandas de música tocaban en las calles y se colocaban puestos de comida exótica. Con estas actividades conseguían atraer a trescientas mil personas por año.

Y toda esa gente necesitaba espacio para aparcar sus vehículos.

Michael se acodó sobre el tablero de dibujo, miró los planos de ejecución corregidos, incluida la ampliación de una rampa, y recordó las protestas que había oído el mes anterior durante la reunión de la Asociación de Ciudadanos.

«¡Las calles no nos pertenecen!», habían exclamado los propietarios de las casas aledañas, cuyas avenidas estaban siempre llenas de coches.

«¡La gente no puede comprar si no tiene dónde estacionar!», se habían quejado los comerciantes.

Y así hasta que la sesión terminó en tablas.

Entonces se aplazó la reunión del comité, y Michael había contratado a una empresa de relaciones públicas para que se encargara de difundir que pretendían integrar el edificio a los alrededores; que los resultados del análisis de mercado y demográfico indicaban con toda claridad que la zona podía soportar más negocios; que los estudios habían demostrado que el aparcamiento alojaría más automóviles que el descampado existente, y que Michael, como promotor del proyecto, quedaría como copropietario del edificio, con lo cual impondría su interés por la estética, no sólo ahora sino también en el futuro. Se habían distribuido casi doscientas cartas con esta declaración de intenciones a los propietarios de negocios y las casas particulares de las inmediaciones.

Esa noche analizarían de nuevo la situación y comprobarían si algunos habían cambiado de opinión.

La reunión se celebraba en el salón comedor de una escuela primaria que olía a sobras de goulash húngaro. Jim Stringer estaba allí, junto con Peter Olson, el gerente de proyectos de la empresa de construcciones Welty-Norton, que había sido designada para erigir el edificio.

El director de urbanismo de la ciudad de St. Paul abrió la sesión y cedió la palabra a Michael, que se puso en pie y fijó la mirada en una mujer madura sentada en la segunda fila.

– La carta con el plano del edificio propuesto que ustedes recibieron el mes pasado la envié yo. Este es mi arquitecto, Jim Stringer, que será copropietario del edificio y éste es Pete Olson, el gerente de proyectos de Welty-Norton. Queremos informarles de que ya hemos realizado perforaciones en la parcela para asegurarnos de que el terreno es adecuado, por lo que, tarde o temprano, les guste o no, se acabará construyendo sobre él. Ahora bien, ustedes pueden esperar que aparezca algún tramposo que edifique hoy y desaparezca mañana, o pueden seguir con Jim y conmigo. Él ideó el proyecto, yo lo dirigiré, y los dos seremos sus propietarios. ¿Creen ustedes que seríamos capaces de levantar un centro comercial construido con materiales de mala calidad o que chocara con la estética de Victoria Crossing? Queremos mantener el ambiente que se ha preservado con tanto cuidado en la zona porque, después de todo, es eso lo que hace prosperar a Victoria Crossing. Jim contestará todas las preguntas relativas al diseño del edificio, y Pete Olson las referentes a la construcción. Tras la última reunión, hemos decidido disminuir la cantidad de metros cuadrados del edificio comercial y aumentar la superficie para aparcamiento. Jim les mostrará los nuevos planos. Ésta es nuestra propuesta, y estamos dispuestos a llegar a un acuerdo, pero ustedes también tienen que ceder un poco.

Alguien se levantó para hablar.

– Yo vivo en el bloque de apartamentos contiguo. Con el nuevo edificio, perderé las vistas de que disfruto ahora.

– ¿Qué clase de comercios habrá allí? -preguntó otro-. Si aprobamos la construcción, aumentará la competencia.

– El ruido y el desorden de la construcción perjudicarán las ventas -protestó un tercero.

– Habrá más aparcamientos -intervino otro-, pero las nuevas tiendas atraerán más clientes, lo que significa más coches en las calles laterales.

La discusión prosiguió. La mayoría de los lugareños estaban exaltados, hasta que, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, se levantó una mujer de la fila del fondo.

– Me llamo Sylvia Radway y soy propietaria de Cooks of Crocus Hill, la escuela de cocina y la tienda de menaje que está justo enfrente de esa parcela. Asistí a la primera reunión y no intervine. Recibí la carta del señor Curran y he reflexionado sobre lo que en ella se exponía. Esta noche he escuchado con atención todas las opiniones que se han expresado y considero que algunos de ustedes están equivocados. El señor Curran tiene razón. Ese terreno es demasiado valioso, y su ubicación demasiado codiciada. A mí me gusta el aspecto del edificio que se ha propuesto, y creo que una media docena de tiendas elegantes beneficiará a todos los comercios de los alrededores. Por otro lado, no he oído a nadie admitir que, cuando nos mudamos a Grand Avenue, todos sabíamos que era una calle comercial. Propongo que aceptemos la construcción del edificio, porque revalorizará nuestras propiedades.

Cuando Sylvia Radway se sentó, hubo unos minutos de silencio, seguido de murmullos.

Una vez terminada la reunión, los congregados todavía no habían votado, pero las objeciones se habían moderado de manera evidente.

Michael se encontró con la señorita Radway en el vestíbulo de la escuela.

– Señorita Radway -llamó.

Ella se dio la vuelta, se detuvo y esperó a que se acercara. Tenía unos cincuenta y cinco años, hermosos cabellos ondulados de un blanco plateado, rostro redondo y atractivo, con pocas arrugas. Su expresión era risueña.