Michael le tendió la mano.
– Señorita Radway, quiero darle las gracias por sus palabras.
Se estrecharon la mano.
– Sólo he expresado mi parecer -repuso ella con una sonrisa.
– Creo que su discurso ha hecho reconsiderar su postura a los demás.
– Hay personas que se niegan a aceptar los cambios, sin importarles en qué consisten.
– A mí me lo va a decir. Debo tratar con ellos en mis negocios. Bueno, gracias otra vez y, si hay algo que pueda hacer por usted…
– Si se le ocurre tomar lecciones de cocina -declaró ella-, asegúrese de que sea en Cooks of Crocus Hill.
De camino a casa, Michael pensó en ella, en la sorpresa que le había producido verla ponerse en pie y hablar a favor de él. Hay mucha gente buena en el mundo, reflexionó. Sonrió al recordar el comentario sobre las lecciones de cocina. Dudaba de que algún día decidiera tomarlas, pero la próxima vez que pasara por Victoria Crossing entraría en su negocio y compraría algo para demostrarle su aprecio.
La ocasión se presentó una semana después. Había quedado para comer con un socio de una oficina de agrimensores en el Café Latte, que estaba frente a Cooks of Crocus Hill. Después del almuerzo se dirigió al local. Era agradable, con dos niveles conectados por una escalera, ventana orientada al sur y suelo de madera. En el interior se exponían muebles de formica de líneas puras, modernas, en azul y blanco, y había un olor exquisito a café, té y especias exóticas. En los anaqueles se exhibía todo lo que necesitaba un buen cocinero: espátulas, fuentes para soufflé, sartenes, delantales, molinillos de nuez moscada, libros de cocina y muchas cosas más. Se acercó al mostrador, detrás del cual Sylvia Radway leía un papel con unas gafas muy pequeñas.
– Hola -saludó.
Ella levantó la mirada y sonrió.
– ¡Vaya, mira quién está aquí! ¿Ha venido para matricularse en el curso de cocina, señor Curran?
Michael se rascó la cabeza.
– No exactamente.
Ella levantó un frasco del mostrador y leyó la etiqueta.
– ¿Hojas de helecho a la vinagreta?
Michael soltó una carcajada.
– Bromea… -dijo.
Ella le tendió el frasco.
– Hojas de helecho a la vinagreta -confirmó Michael-. ¿Cree usted que hay gente que come esto?
– Por supuesto que sí.
Michael miró el surtido de frascos y leyó las etiquetas.
– Salsa chutney… ¿Qué diablos es chutney? ¿Y praliné de pacana glaseado a la mostaza?
– Delicioso sobre jamón al horno. Úntelo sobre él y hornéelo. Nada más.
– ¿Ah sí? -preguntó él con incredulidad.
– Acompáñelo con algunos tallos frescos de espárragos cocidos al vapor, un par de patatas nuevas con piel, y tendrá una comida exquisita.
¡Ella lo hacía parecer tan fácil!
– El problema es que no tengo nada para cocinar al vapor.
Sylvia Radway tendió el brazo y señaló todo el establecimiento.
– Elija lo que quiera. Metal o bambú.
Michael recorrió todo el local, repleto de ollas, cacerolas y sartenes, pinceles, cepillos y exprimidores.
– La verdad es que nunca cocino -admitió al fin y por primera vez en su vida se avergonzó al reconocerlo.
– Probablemente porque nadie le ha animado a hacerlo. Asisten muchos hombres a las clases elementales. Cuando empiezan, no saben ni coger una sartén, pero con el tiempo aprenden a preparar tortillas y guisos de pollo y fanfarronean ante sus madres.
Michael la escuchaba con verdadero interés.
– ¿De modo que cualquiera puede aprender a cocinar, hasta un vejestorio que nunca ha freído un huevo?
– El nombre del curso para principiantes es «Cómo hervir agua». Quizá eso conteste su pregunta.
Los dos se echaron a reír.
– Cocinar se ha convertido en una actividad que realizan tanto hombres como mujeres -prosiguió Sylvia-. Los hombres se van de la casa de sus padres para vivir solos y se hartan de comer siempre fuera. Otros se divorcian. Otros tienen esposas que trabajan todo el día y no quieren ocuparse de la cocina. ¿Entonces…? -Levantó las manos y chasqueó los dedos-. ¡Vienen a Cooks of Crocus Hill!
Era una vendedora tan excelente que Michael no se percató de que lo estaba enredando con sus argumentos hasta que Sylvia Radway le preguntó:
– ¿Le gustaría ver nuestra cocina? Está arriba.
Caminaron junto a una estantería repleta de recipientes de plástico transparente que contenían fragantes granos de café y llegaron a una escalera de roble claro, pulido y barnizado. En el segundo piso, había más mercancías almacenadas. La mujer lo condujo a una cocina de acero inoxidable y azulejos blancos, con un largo mostrador y taburetes tapizados en azul. Encima de los fogones colgaba un espejo inclinado de tal manera que cualquier demostración en proceso se viera desde la planta baja. Michael titubeó, y Sylvia le indicó que entrara.
– Venga… échele un vistazo.
Michael avanzó y se encaramó a un taburete.
– Aquí enseñamos todo, desde el material básico hasta cómo surtir de productos la despensa y la manera correcta de medir ingredientes líquidos y sólidos. Los profesores efectúan una demostración y luego es el alumno quien prepara las comidas. Sospecho que está usted soltero, señor Curran…
– Pues… sí.
– Hay muchos solteros inscritos en nuestras clases, además de viudos y divorciados. La mayoría se siente fuera de lugar cuando entra aquí por primera vez. Algunos se muestran muy tristes, sobre todo los viudos, y actúan como si necesitaran… bueno… educación culinaria, supongo. Sin embargo, no he conocido a nadie que se arrepintiera de haberse matriculado en el curso.
Michael miró en derredor y trató de imaginarse lidiando con batidoras y espátulas mientras un montón de gente lo observaba.
– ¿Tiene usted una cocina bien equipada? -preguntó Sylvia Radway.
– No; no tengo nada. Hace pocos meses me mudé a mi apartamento y ni siquiera tengo platos.
– Ya que en cierto modo vamos a ser vecinos, le propongo un trato. Yo le daré su primera clase de cocina gratis, si usted compra en mi negocio la batería de cocina y todos los utensilios que necesite. Si lo desea, y tengo el presentimiento de que así será, podrá matricularse. ¿Qué le parece?
– ¿Cuánto tiempo dura el curso?
– Tres semanas. Una noche por semana, o una tarde, si lo prefiere. Las clases son de tres horas.
Era tentador. No le gustaba ver su cocina vacía, y hacía mucho tiempo que comer en restaurantes había perdido su atractivo.
– Debo decirle, señor Curran, que a las mujeres de hoy día les encanta que los hombres cocinen para ellas. El viejo estereotipo de que es la mujer quien debe cocinar ha quedado desterrado. Es frecuente que sean los varones quienes conquisten a las mujeres con su destreza gastronómica.
Michael pensó en Bess e imaginó su sorpresa si la hacía sentar a una mesa y le presentaba una cena preparada por él. ¡Sin duda se levantaría y registraría el armario de las escobas para encontrar al cocinero!
– ¿Sólo tengo que comprar un par de ollas?
– Le seré franca. Necesitará más que un par de ollas. Le harán falta una cuchara de madera, o dos, y algunos artículos de la tienda de comestibles. ¿Qué dice?
Ambos sonrieron, y el trato quedó cerrado.
La noche de su primera clase, Michael no sabía qué ponerse para ir a la escuela de cocina. Ni siquiera tenía un delantal de carnicero.
Optó por unos tejanos gastados y una camiseta en azul y blanco con cuello de rayas.
Cuando llegó a Cooks of Crocus Hill, observó que eran ocho alumnos en la clase, cinco de ellos, hombres. Se sintió menos estúpido al ver a los otros cuatro y se tranquilizó cuando uno se acercó y le susurró al oído:
– Yo ni siquiera sé preparar un caldo de sobre.
La maestra no era Sylvia Radway, sino una mujer de unos cuarenta y cinco años, de rasgos escandinavos, llamada Betty McGrath. Era alegre y tenía un don especial para hacer bromas en el momento oportuno, de tal modo que conseguía que los alumnos se rieran de su propia torpeza y gozaran de cada pequeño logro. Después de una breve disertación, recibieron una lista de los materiales de cocina recomendados y a continuación prepararon bollos de manzana y tortillas. Aprendieron a medir la harina y la leche, cascar y batir los huevos; cortar tacos de jamón, rebanar champiñones, desmenuzar el queso, dar la vuelta a la tortilla. Les enseñaron cómo servir los bollos en una cesta forrada con una servilleta de tela.