Cuando se sentó para probar el fruto de su trabajo, Michael Curran se sintió tan orgulloso como el día en que había recibido su título universitario.
Equipó su cocina con una batería de primera calidad y un juego de cucharas y espátulas de madera. Adquirió algunos platos en azul y blanco y una cubertería. Enseguida descubrió que disfrutaba curioseando en la tienda de Sylvia Radway, y compró un exprimidor de limón, un cuchillo francés para picar la cebolla, un pelador de patatas, un batidor de alambre para montar las salsas.
¡Caramba, había aprendido a preparar salsas, incluso la de queso con brécol!
Se la enseñaron en la segunda clase, así como a cocinar pollo asado, puré de patatas y ensalada. Esa noche, cuando la comida estuvo lista, el hombre que le había susurrado que no sabía ni preparar un caldo de sobre, que se llamaba Brad Wilchefski, se sentó sonriente a la mesa y exclamó:
– ¡No puedo creerlo!
Wilchefski tenía pinta de conducir una Harley Davidson y se vestía como tal. Era pelirrojo, tenía el cabello y la barba rizados y usaba gafas estilo John Lennon. Su aspecto era el de un hombre que se habría sentido más cómodo en el campo, comiendo una pata de pavo y limpiándose las manos en las perneras del pantalón.
– Mi mujer se quedaría patidifusa si viera lo que he hecho -manifestó.
– La mía también.
– ¿Divorciado?
– Sí. ¿Y tú?
– No. Se largó y me dejó con los chicos. ¡Qué importa! Era tonta del bote. Si ella podía cocinar, yo también puedo.
– Mi esposa era la que siempre se ocupaba de la cocina durante los primeros años de matrimonio. Después volvió a la universidad y me pidió que la ayudara con las tareas domésticas, pero yo me negué. Pensaba que era un trabajo femenino, pero lo cierto es que ahora lo encuentro divertido.
Michael no se percató de que no había hecho la menor referencia a su segunda esposa. Sólo a la primera.
Wilchefski mordisqueó un trozo de pollo y probó el puré de patatas con salsa.
– ¡Si alguno de mis colegas me toma el pelo, les serviré sus propias pelotas en salsa de queso! -exclamó.
Michael estaba asombrado de cómo el hecho de cocinar había cambiado sus hábitos. Por las tardes, al salir de la oficina, compraba carne fresca y verduras y se apresuraba a llegar a casa para prepararlas en su nueva batería de cocina. Una noche, mientras salteaba carne de ternera y champiñones, echó en la sartén un poco de vino y se deleitó con el resultado. Otra noche añadió gajos de naranja a una pechuga de pollo. Descubrió las bondades del ajo, la rapidez de las frituras, el placer de saborear los pasteles de carne y, más importante aún, la creciente satisfacción que le procuraba su forma de vida. La soltería le proporcionaba de pronto más paz que soledad, y empezó a realizar otras actividades, como leer, navegar, incluso hacer la colada en lugar de llevar la ropa sucia a la lavandería.
La primera vez que sacó una carga de ropa de la secadora y la dobló, pensó: ¡Diablos, qué sencillo es!, y se rió de sí mismo por haberse obstinado durante meses en no usar la lavadora con la excusa de que no sabía utilizarla.
No veía a Bess desde la boda de Lisa. A mediados de mayo ella lo llamó para anunciarle que ya habían llegado algunos muebles.
– ¿Exactamente cuáles?
– El sofá y las sillas del salón.
– ¿Los de cuero?
– No, ésos son para la sala de estar. Estos están tapizados en tela.
– Ah…
– También me han telefoneado del taller para informarme de que la carpintería de las ventanas ya está lista para instalar. Si te parece, podemos fijar un día para que vayan a tu apartamento.
– Claro. ¿Cuándo?
– Tendré que confirmarlo con ellos, pero sugiéreme un par de fechas y volveré a llamarte.
– ¿Es preciso que esté yo allí?
– No.
– Entonces cuando ellos decidan. Dejaré las llaves al portero.
– Perfecto…
Se produjo un breve silencio hasta que Bess volvió a hablar, esta vez con un tono más familiar.
– ¿Cómo estás, Michael?
– Muy bien. Bastante ocupado.
– Yo también.
Michael deseaba explicarle que estaba aprendiendo a cocinar, pero ¿de qué serviría? Bess había dejado bien claro que los besos que se habían prodigado tras la boda de Lisa habían sido imprudentes. No quería mantener una relación más personal con él.
Conversaron durante unos minutos sobre sus hijos, comentaron la última vez que habían visitado a Lisa y cómo le iba a Randy. Quedaba muy poco más que añadir.
– Bien, volveré a llamarte para indicarte cuándo debes dejar las llaves -dijo Bess antes de despedirse.
Cuando colgó el auricular del teléfono Michael estaba decepcionado. ¿Qué esperaba de ella? ¿Volver a verla? ¿Su aprobación por los cambios que había introducido en su vida? Comprendió que de manera inconsciente había trazado planes para verla en repetidas ocasiones, coincidir en su apartamento mientras ella supervisaba los trabajos de decoración, pero nunca había sido posible.
El día en que llevaron los primeros muebles, Michael vio al llegar a casa por la noche el sofá y las sillas del salón asentados como rocas en medio de un ancho río y un poco desamparados delante de la chimenea. Además se habían instalado persianas y galerías forradas en el salón, el comedor, la sala de estar y los dormitorios, y unos pequeños detalles sencillos en el baño y en el lavadero que le gustaron de inmediato.
Sobre el mostrador de la cocina había una nota manuscrita de Bess.
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Espero que te gusten los muebles del salón y las ventanas. He guardado los edredones en el armario de la entrada hasta que lleguen las camas. Creo que quedarán muy elegantes. El tapicero me ha informado que las sillas del dormitorio estarán listas la semana próxima. Una de las tablillas de las persianas del salón (ventana sur) tenía una mancha de hollín, de modo que me la he llevado y traeré otra nueva. Tengo las facturas de los muebles de la habitación de invitados y la salita, lo que significa que llegarán la semana próxima si todo va bien. Así pues, probablemente pronto tendré que molestarte para que me dejes entrar de nuevo. Será emocionante ver llegar todo el mobiliario. Te llamaré pronto.
BESS.
Michael se quedó con el pulgar apoyado sobre la firma, confundido por el vacío que le había provocado ver esa letra tan conocida.
Fue hasta el armario del vestíbulo y vio los edredones doblados sobre dos barras y experimentó una sensación extraña al pensar que Bess había estado allí, que se había tomado la molestia de ordenar sus cosas. Qué agradable era imaginarla en su hogar, como si lo compartieran, y qué desagradable resultaba no ser más que un cliente para ella.
De pronto la echó de menos y decidió telefonearla. Se esforzó por adoptar un tono natural.
– Hola, Bess. Soy Michael.
– ¡Michael! ¿Te gustan las ventanas?
– Me encantan.
– ¿Y los muebles?
– Son magníficos.
– ¿En serio?
– Me gustan.
– A mí también. Escucha, el resto empezará a llegar muy pronto. Hoy he recibido algunas facturas más. Ya están de camino las mesas del salón. ¿Quieres que las retenga y te entregue todo junto, o que te envíe las cosas a medida que las reciba?