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Mientras observaba a Michael, Bess notó el despertar de sensaciones que había experimentado años atrás. Imaginó que eran Lisa y Randy los chiquillos que gritaban fuera, y que ella y Michael pensaban: Vamos, aprovechemos que los chicos están entretenidos con sus juegos. Algunas veces había sucedido así. El intenso calor estival, la urgente pasión, la precipitación para quitarse la ropa, los faldones de la camisa que les molestaban en medio del acto sexual y les provocaban la risa, la prisa por temor a que sus hijos aparecieran en la cocina antes de que hubieran terminado…

Mientras daba rienda suelta a sus fantasías, seguía observando a Michael, tan atractivo con el cuello de la camisa abierto, sus ojos color avellana, que la miraban de hito en hito, y supuso que probablemente albergaba los mismos pensamientos que ella.

Bess fue la primera en bajar la vista.

– Hoy he hablado con Lisa.

Así rompió el hechizo. Continuó hablando mientras los dos se esforzaban por serenarse.

Michael terminó de desembalar las sillas, y Bess se ocupó de doblar los plásticos. Cuando todas las piezas estuvieron en su lugar, cada uno se colocó en un extremo de la mesa y admiraron el comedor. Bess reparó en las marcas de dedos que había en el borde del vidrio.

– ¿Tienes un limpiacristales? -inquirió.

– No.

– Supongo que es inútil preguntar si tienes vinagre.

– De eso sí tengo.

Bess lo miró con sorpresa, y Michael se sintió complacido mientras se dirigía a la cocina para buscarlo. Junto con el vinagre llevó también un paño azul y blanco y un rollo de papel de cocina.

– Tienes que mezclarlo con agua, Michael -indicó Bess cuando regresó.

Salió del comedor una vez más y volvió un minuto más tarde con un tazón azul lleno de vinagre diluido en agua. Ella tendió la mano, y Michael la detuvo.

– Déjame a mí.

Bess observó cómo limpiaba el vidrio de la mesa nueva, cómo se agachaba para frotar una mancha rebelde; los músculos se le tensaban bajo la camisa y la luz de la araña jugueteaba con sus cabellos.

Cuando terminó, volvió a la cocina para dejar el tazón, y Bess depositó en el centro de la mesa larga el jarrón con las flores de seda que había estado junto al sofá. Los dos examinaron el comedor una vez más e intercambiaron miradas de aprobación.

– Sólo falta una estera de rafia -comentó Bess. Al advertir que él la miraba con asombro preguntó-: ¿Te gustan?

– ¿Qué es la rafia?

– Fibra seca de palmeras… Dará un toque oriental.

– Sí, claro.

– Escogeré una y la traeré la próxima vez que venga.

– ¡Fantástico!

No había nada más que hacer y Bess no tenía ninguna excusa para permanecer allí.

– Bueno… -Alzó los hombros y se dirigió hacia donde estaba su chaqueta-. Ya hemos acabado. Debo regresar a casa.

Michael cogió la chaqueta del sofá y la sostuvo. Bess se la puso, se ahuecó la melena, recogió el bolso de piel negro y se lo colgó del hombro. Cuando se dio la vuelta, él estaba muy cerca, con las manos en los bolsillos del pantalón.

– ¿Quieres cenar conmigo el sábado por la noche?

– ¿Yo? -preguntó Bess con los ojos como platos y una mano en el pecho.

– Sí, tú.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué no?

– Creo que no deberíamos, Michael. Dudo de que sea sensato.

– ¿En qué pensabas hace un rato?

– ¿Cuándo?

– Tú sabes cuándo.

– No sé a qué te refieres.

– Eres una mentirosa.

– Tengo que irme -repitió Bess.

– ¿O huir?

– No seas ridículo.

– ¿Qué hay del sábado por la noche?

– Te he dicho que no creo que debamos…

Michael sonrió con satisfacción.

– Te perderás la gran oportunidad de tu vida. Cocino yo.

– ¿Tú?

A Michael le complació su expresión de asombro. Se encogió de hombros y levantó las manos.

– He aprendido.

Bess se había quedado sin habla.

– Así estrenaremos la mesa -añadió él-. ¿Qué te parece?

Bess se percató de que tenía la boca abierta y la cerró.

– Debo reconocer que no dejas de sorprenderme, Michael.

– ¿A las seis y media? -preguntó él.

– De acuerdo -contestó con un mohín-. Deseo comprobar si es cierto.

– ¿Vendrás en tu coche?

– Claro. Si tú sabes cocinar yo sé conducir.

– Bien. Nos veremos el sábado.

La acompañó hasta la puerta, la abrió, apoyó un hombro contra el marco y la observó mientras pulsaba el botón del ascensor. Cuando llegó, Bess se dispuso a entrar en él, cambió de idea, mantuvo la puerta abierta con una mano y se volvió hacia Michael.

– No me habrás mentido, ¿verdad? ¿Es cierto que sabes cocinar?

Michael soltó una carcajada.

– Espera hasta el sábado y lo verás -respondió.

Sin añadir nada más, entró en el apartamento y cerró la puerta.

Capítulo 14

El sofá de piel llegó el viernes, y Bess movió cielo y tierra para encontrar una empresa de transportes que lo llevara al apartamento de Michael el sábado por la mañana. Deseaba verlo allí cuando fuera por la noche, sentarse en él con Michael. Estaba tan entusiasmada como si le perteneciera.

Decidió que para esa cita no necesitaba acicalarse demasiado, de modo que se puso unos pantalones blancos y un jersey de manga corta de algodón azul tornasolado con una sencilla cadena al cuello y unos pequeños pendientes de oro. Se había cortado el pelo, pero eso había ocurrido antes de que Michael la invitara. Se arregló las uñas, pero eso lo hacía dos veces por semana. Se echó perfume, como de costumbre, y se depiló las piernas, pero sólo porque lo necesitaban.

Sin embargo no pudo resistir la tentación de ponerse un nuevo conjunto de lencería que se había comprado el día anterior cuando, «por pura casualidad», pasó por la boutique Victoria’s Secret. Era de encaje azul, con un escote muy pronunciado en el sujetador y unas braguitas minúsculas.

Se lo puso, se miró en el espejo y pensó: ¡Qué ridículo! Se lo quitó. Lo reemplazó por uno más sencillo de color blanco. Profirió una maldición y volvió a enfundarse el de encaje. Hizo una mueca al ver la imagen reflejada en el espejo. ¿Quieres liarte con un hombre con quien ya has fracasado una vez?, se preguntó. Poner, quitar, poner, quitar… Tres veces, antes de decidirse por el conjunto azul.

Michael había confiado en el buen criterio de Sylvia Radway.

«Quiero impresionar a una mujer -le había explicado-. Voy a cocinar para ella por primera vez y quiero dejarla pasmada. ¿Qué debo hacer?»

La mujer le aconsejó que vistiera la mesa con un par de candelabros con velas azules, un centro de rosas blancas y lirios azules, manteles individuales y servilletas de lino, copas de pie alto y champán Pouilly-Fuissé helado.

A las seis menos diez de la tarde del sábado Michael examinaba con nerviosismo todos los detalles de la mesa.

Tus intenciones son demasiado evidentes, Curran, se dijo. Sin embargo, deseaba dejarla anonadada. ¿Qué había de malo en ello? Los dos eran libres, no mantenían ninguna relación. Había dispuesto las rosas en el centro y atado las servilletas alrededor del pie de las copas tal como le había enseñado Sylvia, quien aseguraba que las mujeres apreciaban detalles como ése. No obstante, mientras contemplaba la mesa, Michael se planteó la posibilidad de que la cena terminara en fracaso y supuso que Bess regresaría a su coche sin brindarle la oportunidad de actuar como un galán.

Consultó el reloj y entró en el cuarto de baño a toda prisa para ducharse y cambiarse de ropa.

Como consideraba que se había excedido en la decoración de la mesa, decidió vestirse con ropa informal; se puso unos tejanos blancos, una camiseta de cuadros grandes y un par de mocasines blancos sin calcetines; una pulsera de oro, un poco de brillantina en el pelo, y un toque de colonia; nada fuera de lo habitual.