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Esto se decía mientras se pasaba un peine por las cejas, secaba hasta la última gota de agua del lavabo, guardaba las prendas que se había quitado, alisaba el edredón, limpiaba el polvo de los muebles con las manos, bajaba las persianas y dejaba encendida la lámpara de la mesita de noche antes de abandonar la habitación.

El timbre del interfono sonó a las seis y media.

– ¿Eres tú, Bess?

– Sí.

– Enseguida bajo.

Dejó abierta la puerta del apartamento y bajó en el ascensor. Ella lo esperaba ante la puerta de éste, vestida con la misma informalidad bien estudiada que él.

– No era necesario que bajaras. Conozco el camino.

– Cuestión de buena educación -repuso él sonriente.

Bess entró en la cabina y él la miró por el rabillo del ojo.

– Bonita noche, ¿eh? -comentó.

Ella lo miró con recelo.

– Sí, lo es.

En el apartamento, la corriente de aire que penetraba por todas las puertas abiertas convertía el vestíbulo en un túnel de viento, que llevó hasta Michael el olor del perfume de rosas de Bess. Cerró la puerta y el viento cesó de inmediato. Ella lo precedió a través del vestíbulo hasta la galería, donde se detuvo.

– ¿Todavia no has encontrado nada para el pedestal? -preguntó.

– No he tenido tiempo de buscar.

– En Minneapolis, cerca de France Avenue, hay una tienda llamada Estelle’s, donde venden piezas de cristal y bronce repujado. Tal vez haya algo que te guste.

– Lo tendré presente. Ven.

Se adelantó y la guió hacia la cocina y la salita de estar contigua y se detuvo en el vano de la puerta para bloquearle la vista. Volvió la cabeza y la miró por encima del hombro.

– ¿Estas preparada para ver el sofá? -preguntó.

– Sí, por favor -exclamó ella con impaciencia.

Bess le propinó ligeros codazos en la espalda mientras él, con ambas manos en el marco de la puerta, le cerraba el paso.

– ¡Vamos! En realidad te da lo mismo verlo, ¿verdad?

– ¡Michael! -vociferó ella después de asestarle un par de puñetazos-. ¡Me muero de ganas por ver cómo queda! ¡Percibo su olor desde aquí!

– Creía que te desagradaba el olor de la piel.

– Y es así, pero esto es diferente.

Lo empujó otra vez y él se apartó por fin. Ella fue directamente al sofá, cinco secciones de finísima piel que se extendían a lo largo de una pared, con curvas en los rincones, y estaban de cara a la nueva sala de televisión. Se dejó caer en el centro, y los blandos almohadones se alzaron para envolverla como una caricia.

– ¡Qué delicia! ¿Te gusta?

Michael tomó asiento en un extremo.

– ¿Le gusta un Porsche a un hombre? ¿Una entrada en primera fila para un partido importante? ¿Una cerveza helada en un día de calor?

– Humm… -Bess cerró los ojos por un instante-. Te confesaré algo. Nunca había vendido un sofá como éste.

– ¡Eres una farsante! Pensaba que sabías de qué estabas hablando.

– Lo sabía, pero no lo había «experimentado».

Se puso en pie de un salto y observó el sofá.

– No tuve oportunidad de echarle una mirada antes de que lo enviaran. ¿Está todo bien? ¿Ningún rasguño? ¿Ninguna marca? ¿Nada?

– No he visto nada; claro que no he tenido mucho tiempo para fijarme.

Bess examinó cada costura, cada ribete. Cuando terminó la inspección, se detuvo con las manos en las caderas.

– Lo cierto es que apesta.

Arrellanado y con los brazos extendidos sobre el respaldo, Michael soltó una carcajada.

– ¿Cómo puedes decir eso de un sofá que vale ocho mil dólares?

– Soy realista, nada más. Bien, ¿te han gustado los muebles del comedor?

Se dirigió hacia la puerta que conducía al comedor, mientras él permanecía sentado esperando su reacción.

Al ver la mesa Bess se quedó petrificada. La miró con expresión absorta mientras Michael admiraba su trasero:

– ¡Vaya, Michael! ¡Dios mío…!

Él se levantó por fin y se situó detrás de ella.

– Te invité a cenar, ¿lo recuerdas?

– Sí, pero… una mesa tan elegante… -dijo con incredulidad-. ¿Todo esto lo has preparado tú?

– Sí, con un poco de asesoramiento.

– ¿De quién? -preguntó Bess al tiempo que avanzaba un par de pasos hacia la mesa.

– De una dama que dirige una escuela de cocina.

Bess lo miró con la boca abierta.

– ¿Vas a una escuela de cocina?

– Sí, así es.

– Caramba, Michael, me dejas perpleja… Todo esto… Las rosas, los lirios azules…

Michael recordó que Bess asociaba los lirios azules con su abuela. Con los labios cerrados y expresión pensativa, Bess admiró las flores, los manteles individuales, las copas de cristal.

– ¿Te sirvo un poco de vino, Bess?

– Sí, por favor… -balbuceó.

– Enseguida vuelvo.

En la cocina Michael echó un vistazo al jamón que se asaba en el horno, puso a cocer la olla con las patatas coloradas, levantó la tapa del recipiente que contenía los espárragos frescos, introdujo la crema de queso en el microondas y consultó durante cuánto tiempo debía mantenerla en él. Por último descorchó la botella de vino.

Al volver al comedor, encontró a Bess de pie ante la puerta corredera, embelesada con el panorama que se extendía enfrente, mientras la brisa hacía ondear su cabello. Al reparar en su presencia volvió la cabeza y él le entregó una copa.

– Gracias.

– ¿Vamos fuera? -sugirió Michael.

– Humm…

Bess tomó un trago mientras él abría la puerta y esperaba a que saliera a la terraza.

Se sentaron a la pequeña mesa blanca, en unas sillas acolchadas dispuestas de cara al lago. El escenario era encantador, el atardecer claro, pero de pronto ambos habían enmudecido. Todo había cambiado después de que Bess hubiera visto la mesa del comedor. No había duda de que ésa era una tentativa de comenzar de nuevo su relación. Se sentían incapaces de entablar conversación después del diálogo fluido que habían mantenido al llegar ella. Contemplaron los veleros que surcaban con lentitud el lago, los árboles de la isla Manitou. Escucharon el sonido de las olas al chocar contra la orilla, el susurro de las hojas de los álamos. Percibieron el calor del verano sobre la piel y aspiraron el olor de una parrillada que alguien preparaba cerca y el de su propia cena.

Eran conscientes de que todo había cambiado, y por ello no sabían cómo actuar.

Por fin Bess rompió el silencio.

– ¿Cuándo te matriculaste en el curso de cocina?

– Empecé en abril y ya he asistido a nueve clases.

– ¿Dónde?

– En Victoria Crossing, en un lugar llamado Cooks of Crocus Hill. Tengo un proyecto en marcha allí y por pura casualidad conocí a la mujer que dirige la escuela.

– Es extraño que Lisa no lo haya mencionado.

– No se lo comenté.

Michael había planeado todos los detalles de esa velada con el fin de impresionar a Bess. Sin embargo, ahora que por fin había llegado, no se sentía tan satisfecho como había supuesto.

– Esa mujer… -murmuró Bess con la vista clavada en su copa-, ¿hay algo entre tú y ella?

– En absoluto.

Su respuesta operó un cambio muy sutil en Bess, que él notó en el débil relajamiento de sus hombros y de sus labios al tomar un trago de vino. Michael apoyó los pies cruzados sobre la barandilla de la terraza.

– Últimamente trato de aprovechar el tiempo y entretenerme -reconoció.

– ¿Cocinando? -preguntó ella.

– Sí, y también leyendo, navegando, yendo al cine. Supongo que he llegado a la conclusión de que no siempre puedes contar con alguien que te ayude a paliar la soledad. Es uno mismo quien tiene que hacer algo al respecto.