– ¿Y te da resultado?
– Sí. Soy más feliz de lo que he sido en años.
Bess lo observó mientras él esbozaba una leve son risa.
– Es probable que no lo creas, Bess, pero… -añadió al tiempo que la miraba a los ojos-, hasta me ocupo de lavar la ropa.
Contra lo que esperaba, ella no se burló.
– Eso es maravilloso, Michael. Has madurado, no cabe duda.
– Sí, bueno… Los tiempos cambian, y es preciso adaptarse a ellos.
– A los hombres les cuesta, sobre todo a aquellos cuyas madres, como la tuya, asumían el papel de ama de casa tradicional. Tú eres de la generación que quedó atrapada en medio del fuego cruzado. A los jóvenes como Mark les resulta más fácil, pues han crecido en hogares de clase media, con madres que trabajan y una línea divisoria más borrosa entre las obligaciones de los sexos.
– Nunca supuse que pudieran gustarme las tareas domésticas, pero he descubierto que no son tan desagradables. Debo admitir que cocinar me entusiasma. -Consultó el reloj y bajó las piernas de la baranda-. Por cierto, tengo que hacer algunas cosas. ¿Por qué no te quedas aquí un rato? ¿Más vino?
– No, gracias. Me he propuesto beber con moderación esta noche. Además, la vista desde aquí basta para levantar el espíritu.
Michael sonrió y se fue.
Bess permaneció inmóvil, atenta a los ruidos que le llegaban desde la cocina (el chasquido de tapas de ollas, el timbre del horno microondas, el agua que corría) preguntándose qué estaría haciendo Michael. El sol descendió sobre el horizonte y el lago pareció más azul. El cielo se tiñó de púrpura en el este. Más allá, en las playas públicas, la gente enrollaba las toallas para encaminarse hacia sus casas. Los veleros empezaron a desaparecer de la superficie del agua. La bucólica llegada de la noche, unida al vino y a la sensación de que disminuía la fricción entre ella y Michael, le provocó una agradable serenidad. Apoyó la cabeza contra la pared como si tomara sol.
Al cabo de cinco minutos cogió la copa de vino vacía, se dirigió a la cocina y se recostó contra el marco de la puerta. Michael había puesto un disco de música New age y en esos momentos vertía queso parmesano en un tazón, con un paño azul y blanco sobre el hombro izquierdo. La imagen que ofrecía era tan inesperada que Bess se estremeció, como si acabara de descubrir un atractivo desconocido en él.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
Michael miró en derredor y sonrió.
– No, nada. Todo está bajo control… -respondió con una risa nerviosa-. Al menos eso creo…
Batió un huevo y a continuación abrió la nevera, de la que sacó una ensaladera llena de lechuga.
– ¿Ensalada César?
– Aprendí a prepararla en la segunda lección -explicó él con una sonrisa de satisfacción. Bess arqueó una ceja.
– ¿Os pasáis recetas? -preguntó Bess en son de broma.
– Oye, me pone nervioso que estés ahí, mirándome. Si quieres hacer algo, enciende las velas.
– ¿Dónde tienes los fósforos? -inquirió ella apartándose de la puerta.
– ¡Demonios!
Buscó en cuatro cajones de la cocina sin encontrarlos, escarbó en otro y destapó una olla antes de dirigirse a grandes zancadas a su estudio. Como tampoco los halló allí, regresó a la cocina.
– ¿Te importaría mirar en los bolsillos de mis trajes? -pidió-. A veces me guardo las cerillas que dan en los restaurantes. Debo sacar la verdura de la olla.
– ¿Dónde los guardas?
– En el armario del dormitorio principal.
Bess entró en la habitación y la encontró limpia y ordenada. La lámpara de la mesita arrojaba una luz tenue, la cama estaba bien hecha. Los elementos decorativos que ella había elegido combinaban de manera armoniosa: el papel pintado, las persianas, el edredón, el juego de sillas, los grabados, el jarrón. Los muebles eran de un negro brillante, lustroso. A ella le gustaba en particular el galán de noche, que tenía la forma de una marquesina de teatro de los años treinta. Junto a la cama, la portada de la revista Hunting mostraba un venado con las astas envueltas en terciopelo. Encima de la cómoda vio la billetera de Michael, monedas, una tarjeta de visita, un bolígrafo. Aunque había decorado la estancia y la había visitado innumerables veces, ahora al ver los objetos personales de Michael se sintió como una intrusa.
Abrió el ropero y encendió la luz interior. Olía a colonia inglesa y a él, una mezcla que le hizo sentir nostalgia. Las camisas colgaban de una barra, los vaqueros de otra, y los trajes de una tercera. En la parte inferior descansaba una hilera de zapatos, junto con unas zapatillas Reebok con unos calcetines blancos de algodón, ya usados, dentro. De la puerta colgaba una percha para las corbatas; una se había deslizado y estaba en el suelo. Bess la cogió y la colgó con las otras; una reacción propia de una esposa que se reprochó de inmediato. Se volvió para asegurarse de que Michael no la miraba. No estaba, por supuesto, y se sintió tonta.
Buscar en los bolsillos de sus chaquetas parecía una indiscreción. En uno encontró la mitad de una entrada de cine; en otro, un mondadientes usado; en un tercero, un anuncio recortado de un diario en el que se ofrecía en venta un terreno.
Por fin halló una caja de fósforos y se alejó del armario como si acabara de ver una película pornográfica dentro de él.
Cuando volvió al comedor, las copas de vino ya estaban llenas, y las ensaladeras individuales sobre la mesa. Encendió las velas azules cuando él entraba con dos platos.
– Siéntate… Ahí -indicó.
Una vez que estuvo sentada, Michael puso delante de ella un plato de jamón asado, patatas con perejil y espárragos en salsa de queso. Bess se quedó sin habla al verlo, y él tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa.
– ¡Parece mentira! -exclamó ella sin apartar la vista de la obra de arte que él había preparado.
Michael se echó a reír.
Bess alzó la mirada y ladeó la cabeza para ver a Michael, cuya cara le tapaban las velas y un lirio.
– ¿Quién ha cocinado todo esto?
– Sabía que lo preguntarías.
– Es lógico, Michael. Cuando vivíamos juntos, tu idea sobre una comida de tres platos consistía en patatas fritas, alguna salsa y una coca-cola. ¡Esto es increíble!
– Adelante, pruébalo.
Bess desató su servilleta del pie de la copa de vino, la extendió sobre su regazo y cató los espárragos, en tanto que él la observaba con el tenedor y el cuchillo en la mano, a la espera de su reacción.
– Mmmm… ¡Fantástico!
Michael se sintió como si acabara de conseguir un empleo de cocinero jefe en un gran hotel.
– No sé cómo has preparado el jamón, pero está delicioso -comentó ella.
Michael la miraba por encima del centro de mesa. De pronto dejó los cubiertos sobre el plato.
– ¡Caramba, Bess! Me siento como si estuviera en una cena de la serie Dallas. Voy a sentarme a tu lado.
Tomó la copa de vino con una mano y con la otra arrastró el mantel individual con el plato hasta el extremo opuesto de la mesa, donde tomó asiento en ángulo recto con ella.
– Así está mejor. Ahora empecemos la cena como corresponde.
Levantó la copa, y ella lo imitó.
– Por… -Pensó un instante-. Por el pasado… y para olvidar lo pasado.
– Por el pasado -repitió ella.
Brindaron mientras se miraban fijamente. Después, con los labios todavía húmedos, siguieron absortos el uno en el otro hasta que, en una actitud sensata, Michael rompió el hechizo.
– Bueno, prueba la ensalada -sugirió. Ella prodigaba los elogios, y él rebosaba de orgullo.
Hablaron de diversos temas. Él le contó lo ocurrido en la reunión con la Asociación de Ciudadanos y sus proyectos para la esquina de Victoria y Grand. Ella le habló de la Sociedad Americana de Diseñadores de Interiores y de su esperanza de que aprobaran la legislación que exigía licencia para ejercer y prohibía a los intrusos sin titulación trabajar en ese ámbito.