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– Entonces ya te llamaré. O lo hará papá.

– Perfecto, pero todavía no te vas, ¿verdad? Falta el postre…

– Es tarde. Mañana tengo que madrugar.

– Ni siquiera son las ocho…

– Lo sé, pero…

Bess se levantó y se sacudió unas migas de la falda. Ansiaba escapar de allí, analizar sus sentimientos, dar rienda suelta a su ira.

– Papá, probarás el postre, ¿verdad? He comprado una deliciosa tarta francesa en Baker’s Square.

– Me temo que también debo marcharme, querida. Tal vez me pase por aquí mañana por la noche para que me sirvas una ración.

Michael se puso en pie, seguido por Lisa, y todos permanecieron parados un instante, incómodos, simulando con buenos modales que no se trataba de una escena en la que los padres escapaban aturdidos por el anuncio de que su hija estaba embarazada y planeaba una boda precipitada, fingiendo que era una simple y cortés despedida.

– Bien, os traeré los abrigos -dijo Lisa con una sonrisa trémula.

– Ya lo hago yo, cariño -se ofreció Mark.

En la puerta de entrada, Mark puso el abrigo a Bess y después entregó el suyo a Michael. Los dos hombres se miraron sin saber qué decir o hacer. Por fin Michael tendió la mano y Mark se la estrechó.

– Hablaremos pronto -dijo Michael.

– Gracias, señor.

Más incómodo aún, Mark se volvió hacia Bess.

– Buenas noches, señora Curran.

– Buenas noches, Mark.

El joven vaciló, y Bess acercó su mejilla a la suya. En el reducido recibidor, Michael abrazó a Lisa y dejó solas a madre e hija para que se desearan las buenas noches. Bess no se sintió capaz, y fue Lisa quien tomó la iniciativa. Sin embargo, tan pronto como Bess sintió los brazos de su hija alrededor de su cuello, la estrechó emocionada al tiempo que contenía las lágrimas. Su adorada primogénita, su Lisa, la que había aprendido a beber de una pajita antes de cumplir un año, la que había arrastrado su muñeca Gertrude por todo el vecindario hasta los cinco años, la que, enfundada en su pijama, había trepado a la cama de sus padres para tenderse entre ellos las mañanas de los sábados cuando tuvo la edad suficiente para bajar de su cuna sin ayuda.

Lisa, a quien ella y Michael habían deseado tanto.

Lisa, el fruto de unos tiempos rebosantes de optimismo.

Lisa, que ahora llevaba en su vientre a su nieto.

Bess le susurró con voz trémula el apodo que Michael le había puesto mucho tiempo atrás, en una época dorada en que todos ellos creían que vivirían por siempre felices.

– Lee-lee, te quiero.

– Yo también a ti, mamá.

– Sólo necesito un poco de tiempo. Por favor, querida.

– Lo sé.

A Michael, que esperaba con la puerta abierta, le conmovió que Bess hubiera usado el diminutivo cariñoso con que él llamaba a su hija.

Bess se apartó y apretó el brazo de Lisa.

– Descansa mucho. Te llamaré.

Pasó delante de Michael y se encaminó hacia el pasillo con el bolso bajo el brazo mientras se ponía los guantes y los tacones de sus zapatos color frambuesa resonaban sobre las baldosas del suelo. Michael cerró la puerta y la siguió. Se abotonó el abrigo y se levantó el cuello al tiempo que la miraba andar deprisa, como si llegara tarde a una cita de negocios.

Al final del pasillo, Bess consiguió bajar dos escalones antes de desmoronarse. Se detuvo de pronto, se agarró a la baranda y se inclinó sobre ella mientras con la otra mano se tapaba la boca.

Michael quedó inmóvil un peldaño más arriba, con las manos en los bolsillos del abrigo, y la observó llorar. La escena no hizo más que ahondar su tristeza. Aunque ella trataba de controlarlos, los sollozos brotaban de su garganta. Aun a su pesar, Michael le puso una mano en la espalda.

– Oh, Bess…

– Lo siento, Michael. Sé que debería tomármelo mejor… pero es una desilusión tan grande…

– Por supuesto que lo es. Para mí también.

Bess rebuscó en el bolsillo del abrigo, sorbió por la nariz, abrió el bolso, sacó un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas de espaldas a él.

– Lamento perder el control delante de ti.

– ¡Vamos, Bess! Te he visto llorar otras veces.

– Cuando estábamos casados, pero esto es diferente.

Se sonó la nariz, guardó el pañuelo y, con el bolso otra vez bajo el brazo, se volvió hacia él mientras se frotaba los ojos con sus elegantes guantes de piel.

– ¡Oh, Dios! -exclamó.

Apoyó las caderas contra la baranda de metal negro y clavó la vista en el pasamanos de la pared de enfrente.

Por unos minutos ninguno habló. Permanecían quietos en la oscuridad, impotentes para modificar el futuro que aguardaba a su hija.

– No puedo fingir que no es terrible. Nuestra única hija, y se casa de penalti… -dijo Bess por fin.

– Lo sé.

– ¿Opinas que hemos vuelto a fracasar? -Bess lo observó con los ojos enrojecidos y húmedos. Michael respiró hondo y con gesto cansado miró en derredor.

– No considero conveniente hablar del tema aquí. ¿Quieres que vayamos a un restaurante para tomar un café o alguna otra cosa?

– ¿Ahora?

– Sí. A menos que de verdad debas llegar pronto a casa.

– No, fue sólo una excusa para escapar. Mañana tengo mi primera cita a las diez.

– Bien. Entonces ¿qué te parece el Ground Round, en la avenida White Bear?

– Perfecto.

Descendieron por las escaleras con paso lento y cansino. Él se adelantó para abrirle la puerta y experimentó una pasajera sensación de déjà vu. ¿Cuántas veces, en el curso del noviazgo y del matrimonio, había repetido ese gesto? También había habido veces, durante la crisis, en las que él salía furioso delante de ella y le cerraba la puerta en la cara. Esa noche, después de la conmoción que habían sufrido, parecía más adecuado mostrarse cortés.

Fuera, su aliento flotaba en el aire frío, y la nieve crujía bajo sus pies. Bess se detuvo al inicio de la vereda que conducía al aparcamiento.

– Nos veremos allí -dijo.

– Yo te sigo.

Tomaron direcciones opuestas para llegar a sus automóviles y enfilaron el largo y pedregoso camino de la reconciliación.

Capítulo 2

Se encontraron en el vestíbulo del restaurante y siguieron a un joven amanerado de cabellos brillantes.

– Por aquí -les indicó.

Michael experimentó de nuevo una sensación de déjà vu al seguir a Bess como lo había hecho infinitas veces en el pasado, al mirar el ondular de su abrigo, el movimiento de sus brazos mientras se quitaba los guantes, al inhalar la débil estela de su perfume de rosas, el mismo que había usado durante años.

La fragancia era lo único que le resultaba familiar en ella. Todo lo demás era nuevo: la melena rubia con reflejos, que le llegaba casi a los hombros, la ropa cara, la seguridad en sí misma, la fragilidad. Todo esto lo había adquirido después del divorcio.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana. Una lámpara de techo en forma de tazón y un foco color naranja daban un tinte especial a sus rostros, y en el exterior el brillo rosado del rótulo luminoso se reflejaba en la nieve. Ya se había retirado el gentío habitual de la hora de la cena, y un televisor colocado en algún rincón del bar transmitía un partido de hockey. La voz del comentarista se oía sobre la música de fondo.

Michael se quitó el abrigo y lo dobló sobre una silla vacía; Bess se dejó el suyo sobre los hombros.

Una camarera adolescente con la cabellera rizada se acercó y les preguntó si querían ver la carta.

– No, gracias. Sólo café -respondió Michael.

– ¿Dos?

Michael la remitió a Bess con una mirada.

– Sí, dos -contestó ella tras echar un rápido vistazo a la muchacha.

Cuando se quedaron solos, Bess fijó la mirada en las manos de Michael, enlazadas sobre el mantel individual de papel. Las tenía perfectas, bien formadas, con uñas cuidadas y limadas, y dedos largos. A Bess siempre le habían gustado. El vello oscuro que asomaba por los puños de la camisa las hacía parecer más blancas. Había una atracción innegable en el espectáculo de unas manos de hombre aseadas. Después del divorcio, en las circunstancias más extrañas e inesperadas -en un restaurante o en unos grandes almacenes-, Bess se había sorprendido alguna vez observando las manos de un desconocido y recordando las de Michael. Entonces despertaba a la realidad y se maldecía por haberse vuelto tan vulnerable a los recuerdos y a la soledad.