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– ¡Espera! -interrumpió Michael-. Me has convertido en un firme defensor de los diseñadores de interiores.

– Entonces ¿estás satisfecho?

– Por completo.

– Yo también -afirmó Bess, que acto seguido propuso un brindis-. Por nuestra amistosa asociación comercial y por sus más que exitosos resultados.

– Y por el apartamento… que has transformado en un verdadero hogar -agregó Michael.

Bebieron y siguieron charlando después de haber acabado de cenar. Había anochecido, y sólo les alumbraba la llama de las velas. La fragancia de las rosas parecía intensificarse en el aire húmedo de la noche. Fuera, los chillidos de las gaviotas se apagaban a medida que se imponía el canto de los grillos. Bess se quitó los zapatos mientras ambos jugueteaban con sus copas de vino.

– Desde que nos divorciamos he ansiado volver a vivir en nuestra casa de Stillwater -reconoció Michael-. Ahora, por primera vez, ya no es así y me parece magnífico. Este lugar me satisface plenamente. No siento ningún deseo de salir. Te diré algo más.

Bess se enderezó y apoyó el mentón en un puño.

– ¿Qué?

– Cuando compré este piso, logré alejar de mí la sensación de que me habían arrebatado algo al quedarte tú con la casa.

– ¿De verdad pensabas eso?

– Sí… algo parecido. ¿Tú no hubieras sentido lo mismo?

– Supongo que sí -respondió Bess después de pensarlo un instante.

– Con Darla fue diferente. Me mudé a su apartamento, de manera que nunca lo sentí como «nuestro». Todo lo que había en él era suyo y, cuando me fui, consideré que le dejaba lo que le pertenecía por legítimo derecho. Yo sólo… -titubeó y se encogió de hombros-. Me marché y en cierto modo me sentí aliviado.

– ¿En serio fue tan sencillo?

– Sí.

– ¿A ella le ocurrió lo mismo?

– Creo que sí.

– Hummm…

Reflexionaron sobre esa situación y la compararon con su divorcio, con toda la amargura y el resentimiento que había provocado.

– Muy diferente de lo que nos sucedió a nosotros -comentó Bess.

Michael hizo girar su copa y alzó la mirada hacia Bess.

– Es mejor no pensar en ello.

– ¿Por qué crees que los dos fuimos tan rencorosos? -preguntó ella al recordar las palabras de su madre.

– No lo sé.

– Sería interesante oír la opinión de un psicólogo al respecto.

– Sólo sé que, cuando esta vez recibí los papeles del divorcio, los guardé en el fondo de un cajón y pensé: Ya está, asunto concluido.

Bess sintió un placentero estremecimiento y abrió los ojos como platos.

– ¿Ya los has recibido? Quiero decir… ¿Es definitivo?

– Sí.

– Ha sido muy rápido.

– Así es cuando se trata de un divorcio de mutuo acuerdo.

Por un minuto se miraron de hito en hito al tiempo que se esforzaban por impedir que la libertad de ambos les nublara el entendimiento.

Michael reaccionó y se levantó de la mesa.

– ¡Bien! Me gustaría decir que he preparado un postre magnífico, pero no lo he hecho. Pensé que sería abusar de mi suerte, de modo que compré una tarta de crema de menta y chocolate. -Quitó los platos de la mesa y agregó-: Vuelvo en un minuto. ¿Café?

– Sí, por favor, pero no creo que mi estómago admita el postre.

– ¡Oh, vamos, Bess! -Entró en la cocina y exclamó-: Compláceme. No son más que… ¡diablos!, unas ochocientas calorías en un trozo.

Volvió con dos platos con sendas porciones de la combinación gastronómica más pecaminosa. A Bess se le hacía agua la boca de sólo mirarla mientras Michael iba en busca de la cafetera.

Todavía titubeaba cuando él volvió a sentarse y comió un pedazo de tarta.

– ¡Maldito seas, Michael! -exclamó.

– Oh, vamos, date el gusto.

– ¿Puedo decirte algo? -Bess lo miraba ceñuda.

– ¿Qué?

– ¿Algo que me ha irritado durante seis, casi siete años ahora? ¿Algo que me dijiste poco antes de nuestro divorcio y que me ha quemado desde entonces?

Michael dejó el tenedor sobre el plato, inquieto por su repentino cambio de humor.

– ¿Qué dije?

– Dijiste que había dejado de cuidarme. Sugeriste que estaba gorda y nunca me arreglaba, que sólo usaba vaqueros y cazadoras. Peso cinco kilos de más, pero es como si fuesen diez. Si como un dulce, me reprocho por mi glotonería. Por muy bien que me vista o me peine, sigo siendo muy crítica conmigo misma, y en todos estos años jamás me he atrevido a volver a ponerme un par de vaqueros, por mucho que lo haya deseado. ¡Ya está, ya me he desahogado! ¡A ver si me siento mejor!

Él la miró con los ojos desorbitados de asombro.

– ¿Yo dije eso?

– ¿No te acuerdas?

– No.

– ¡Dios mío! -Se cubrió la cara con las manos y echó hacia atrás la cabeza- ¿Me he pasado seis años obsesionada por mejorar mi apariencia y tú ni siquiera recuerdas el comentario?

– No, Bess; no lo recuerdo, pero si lo hice, te pido perdón.

– ¡Mierda!

Bess miraba el postre con tristeza mientras se golpeaba la barbilla con el puño.

– ¿Y ahora qué hago con esto?

– Comerlo -respondió él-, y mañana te compras un par de vaqueros.

Ella lo miró e hizo un puchero.

– ¡Curran, si supieras todas las calamidades que me has hecho pasar!

– Te repito que lo siento. Además, tienes una bonita figura, Bess, créeme. ¡Come esa maldita tarta!

Ella lo miró con expresión divertida y vio que Michael sonreía. Se echaron a reír y luego dieron cuenta del postre. Bess se sentía tan bien que en cierto momento se estiró para limpiarle la comisura de la boca con la servilleta.

Cuando hubieron terminado, se arrellanaron en la silla, se frotaron el estómago con satisfacción y probaron el café.

Al primer sorbo, Bess observó con asombro el contenido de su taza.

– ¿Qué es esto? Sabe a frambuesa.

– Frambuesa al chocolate. Lo vende Sylvia en su negocio. Asegura que queda muy bien con el postre e impresiona a cualquier mujer.

– Entonces ¿has organizado todo esto para impresionarme, Michael?

– ¿No es evidente?

Recogió los platos del postre y los llevó a la cocina. Bess vació la taza de un trago y lo siguió. Michael enjuagaba los platos y los introducía en el lavavajillas. Bess dejó las tazas junto a él.

– Esta noche hemos ganado mucho terreno.

Michael continuó con su tarea, sin mirarla.

– Como dijiste antes, he madurado.

Bess enjuagó las tazas y se las pasó a Michael. Luego limpió el mostrador mientras él colocaba una fuente en el lavavajillas.

– Creo que nos convendría caminar un rato. ¿Qué te parece si damos un paseo por la orilla del lago? -propuso Michael.

Se secó las manos con un paño que luego entregó a Bess.

– De acuerdo -respondió ella.

Sin embargo ninguno se movió. Permanecieron apoyados contra el mostrador, mirándose, conscientes de que estaban representando la danza del apareamiento. Conocían el desenlace pero, cuando llegó el momento de acercarse y llevar la danza a su conclusión lógica, los dos se echaron atrás. Ya se habían amado una vez y habían fracasado, por lo que les aterrorizaba repetir su error.

Caminaron hasta la playa pública sin apenas hablar. Michael arrojó una piedra sobre el reflejo de la luna en el agua, lo distorsionó y esperó a que recuperara su forma original. Oyeron las suaves lengüetadas de las olas en la playa, olieron el sabor a madera mojada del muelle cercano y notaron cómo la arena se cerraba alrededor de sus zapatos y los hacía arraigar.

Se detuvieron y quedaron parados a considerable distancia uno del otro. Se miraron con indecisión, anhelo y temor. Una vez más contemplaron el lago y, al cabo de un rato, emprendieron el regreso. Entraron en el edificio y subieron al segundo piso en el ascensor sin cruzar palabra. Ya en el apartamento, Michael fue al baño en tanto que Bess se dirigía a la salita de estar y se tendía de espaldas en el sofá, con la vista clavada en el techo.