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– ¿Le han pagado algún anticipo?

– Es probable que no, y yo no le he dado dinero.

– ¿Qué opinas? ¿Debería ofrecérselo yo?

– Eso es asunto tuyo.

– Te estoy pidiendo un consejo, Bess. Es nuestro hijo y quiero hacer lo que consideres que será lo mejor para él.

– Está bien. Creo que lo mejor es dejar que luche y se las arregle por su cuenta para conseguir una camioneta. Si tan grande es su deseo de obtener ese empleo, y sin duda lo es, lo logrará.

– De acuerdo.

Se produjo un breve silencio. Fin de un tema, campo abierto para otro.

Michael cogió una grapadora, la cambió de sitio en su escritorio y volvió a dejarla donde estaba.

– Bess, acerca del sábado por la noche… Durante toda la semana he deseado llamarte para pedirte disculpas.

Permanecieron callados varios minutos. Michael continuaba jugueteando con la grapadora.

– Bess, creo que tenías razón, que lo que hicimos no fue muy inteligente.

– No. Sólo complica la situación.

– Supongo que no deberíamos volver a vernos, ¿verdad, Bess?

Ella no respondió.

– Sólo conseguiríamos que Lisa abrigara vanas esperanzas -añadió Michael-. Quiero decir que eso no conducirá a nada.

Michael notaba que el corazón le latía muy deprisa.

– Bess, ¿estás ahí? -susurró.

Ella habló con un hilo de voz.

– Lo cierto es que no disfrutaba tanto desde la última vez que hicimos el amor cuando todavía estábamos casados. Debo reconocer que me gusta acostarme contigo, que todo resulta muy natural a tu lado. ¿A ti te ocurre lo mismo?

– Sí… -respondió él con voz ronca.

– Eso es importante, ¿verdad?

– Por supuesto.

– Sin embargo no es suficiente. Es la clase de razonamiento que suelen hacer los adolescentes, y nosotros ya no lo somos.

– ¿Qué estás diciendo, Bess?

– Estoy asustada, Michael. Desde el sábado por la noche sólo pienso en ti y temo dar rienda suelta a mis sentimientos. Tengo miedo de volver a salir herida.

– ¿Y crees que yo no?

– Para un hombre es diferente.

– Oh, Bess, vamos…

– Michael, cuando entré en tu cuarto de baño para buscar el cepillo, encontré en un cajón una caja entera de preservativos. ¡Una caja entera!

– ¿Por eso te pusiste de tan mal humor y te marchaste?

– ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar? -preguntó ella con irritación.

– ¿Te fijaste en cuántos había usado? -Como Bess no contestó, Michael agregó-: ¡Uno!, que me guardé en el bolsillo antes de que llegaras esa noche. Bess, yo no ando fornicando por ahí.

– Esa palabra es muy ofensiva.

– Está bien, entonces llamémoslo hacer el amor. No lo hago, y tú lo sabes.

– ¿Cómo puedo saberlo si hace seis años, o mejor dicho siete, eso provocó que nuestro matrimonio se rompiera?

– Ya hemos hablado de lo que sucedió y coincidimos en que ambos tuvimos nuestra parte de culpa. Ahora empezamos de nuevo; nos acercamos, hacemos una vez el amor y tú ya me estás lanzando acusaciones. No estoy dispuesto a oír reproches sobre lo que hice el resto de mi vida.

– Nadie te ha pedido que lo hagas.

Después de un prolongado silencio, Michael habló con un tono de ira contenida.

– De acuerdo. No hay nada más que añadir. Di a Randy que lo he llamado, por favor, y que volveré a telefonearle más tarde.

– De acuerdo.

Michael colgó sin una palabra de despedida.

– ¡Mierda! -masculló. Cerró la mano y la descargó sobre la grapadora-. ¡Mierda, mierda, mierda!

La golpeó tres veces más, con lo que consiguió que saltaran las grapas. Se quedó mirándola con el entrecejo fruncido y los labios apretados.

– Mierda -repitió más calmado, acodado sobre el escritorio, con las manos juntas y los pulgares apoyados contra los ojos.

¿Qué quería Bess de él? ¿Por qué debía sentirse el único culpable, cuando ella había estado tan dispuesta y anhelante como él el sábado por la noche? ¡No había hecho nada malo! ¡Nada! Había seducido a su ex esposa con su consentimiento, y ahora Bess se lo reprochaba. ¡Malditas mujeres!

El fin de semana siguiente fue a su cabaña. Se lo comieron los mosquitos y deseó que hubiera sido la temporada de caza, que alguien lo hubiera acompañado, que hubiera un teléfono cerca para llamar a Bess y decirle qué pensaba de sus acusaciones.

Regresó a su apartamento de muy mal humor el sábado por la noche, descolgó el auricular y volvió a colgarlo sin siquiera marcar el número.

El martes por la noche asistió a otra reunión de la Asociación de Ciudadanos para abordar una vez más el asunto de Victoria y Grand. Salió de ella más furioso que nunca, porque le habían pedido que plantara veinticuatro árboles a lo largo de Grand Avenue para convertirla en alameda. Cualquiera que fuese el propósito, no tenía nada que ver con el edificio que quería levantar, pero era evidente que pretendían chantajearlo: si abonaba veinticuatro mil dólares para los árboles le concederían el permiso de edificación y no habría más protestas.

Había telefoneado a Randy en tres ocasiones para felicitarlo y nunca lo había encontrado en casa, lo que también lo irritaba.

Cada vez que pasaba por la galería, con el pedestal vacío todavía, a la espera de una pieza escultórica, despotricaba contra Bess por no haber terminado su trabajo.

Ella era la causa de su descontento con la vida en general, y Michael lo sabía.

Transcurrieron dos semanas y su humor no mejoró. Una noche de fines de julio, después de cocinar a la parrilla unas ostras frescas que acabaron chamuscadas; de cerrar las puertas de la terraza para no oír el rugido de las lanchas; de comprobar que no había nada interesante en la televisión; de permanecer dos horas sentado a la mesa de dibujo sin conseguir hacer nada, se dirigió con paso decidido al cuarto de baño, cogió la caja de preservativos, bajó furioso en el ascensor, subió a su coche, condujo hasta la casa de Bess, tocó el timbre y esperó.

Al cabo de unos segundos se encendió la luz del vestíbulo, se abrió la puerta y apareció Bess. Estaba descalza, vestía una especie de albornoz blanco, tenía el pelo mojado y olía muy bien.

– ¿Qué diablos haces aquí?

– He venido para hablar contigo.

Entró y cerró la puerta.

Ella se miró la muñeca para consultar el reloj de pulsera, pero no lo llevaba puesto. Era evidente que acababa de salir de la ducha.

– ¡Son las diez y media de la noche!

– Me importa un bledo, Bess. ¿Estás sola?

– Sí. Randy ha salido para tocar con la banda.

– Bien. Vamos a la sala de estar -indicó con resolución al tiempo que se encaminaba hacia allí.

– ¡Vete a la mierda, Michael Curran! -exclamó Bess-. Irrumpes en mi casa y empiezas a dar órdenes. ¡No tengo por qué soportarlo! ¡Lárgate y cierra la puerta cuando salgas!

Tras estas palabras empezó a ascender por la escalera.

– ¡Espere señora! -Subió por los peldaños de dos en dos y la atrapó a mitad de camino-. No vas a ninguna parte hasta que…

– ¡Quítame las manos de encima!

– No me pediste eso la otra noche en mi apartamento. Entonces te gustó que te tocara, ¿no es así?

– Conque has venido para echármelo en cara.

– No. He venido para decir que desde entonces todo es una mierda. Estoy siempre de mal humor, me enfado con gente que no lo merece, y ni siquiera puedo conseguir que mi hijo conteste el teléfono para que lo felicite.

– Y yo soy la responsable de todo eso, ¿verdad?

– ¡Sí!

– ¿Qué he hecho?

– ¡Me acusaste de fornicar por ahí y no es cierto! -Le cogió la mano y puso en ella la caja de preservativos-. ¡Ten, cuéntalos!