Bess miró la caja boquiabierta.
– Falta uno, sólo uno. ¡Los compré ese día! ¡Te he dicho que los cuentes!
Ella trató de devolverle la caja.
– ¡No seas estúpido! No pienso hacerlo.
– Entoncés ¿cómo sabrás que digo la verdad?
– No tiene importancia, Michael, porque no volverá a suceder.
– ¡Eso ya lo veremos! Si no los cuentas tú, lo haré yo. -Le arrancó la caja de la mano, se sentó en un escalón, la abrió y empezó a sacar los preservativos-. Uno… dos… tres…
Los arrojaba al suelo a medida que los extraía, hasta que los once que quedaban estuvieron esparcidos como pétalos a los pies de ella. Miró a Bess, que estaba un peldaño más arriba.
– Ahí tienes, ¿lo ves? Falta uno. ¿Me crees ahora?
Ella estaba apoyada contra la pared, se tapaba la boca con una mano y reía.
– Deberías verte. Estás ridículo, sentado ahí, contando condones.
– Eso es lo que hacéis las mujeres. Jugáis con nosotros y nos obligáis a comportarnos como imbéciles. ¿Me crees ahora, Bess?
– Sí, te creo, pero, por el amor de Dios, recoge todo eso. ¿Qué ocurrirá si Randy regresa?
– Ayúdame -pidió Michael al tiempo que la agarraba del tobillo.
– Suéltame -ordenó ella.
Michael no obedeció y con la mano libre le levantó el borde del albornoz.
– ¿Qué llevas debajo? -inquirió.
Bess trató de adherir la tela a sus muslos.
– ¡Michael basta!
– ¡Caramba Bess, no llevas nada debajo!
– ¡Suéltame el tobillo!
– Tú también tienes ganas, Bess, estoy seguro. ¿Por qué no me invitas a subir a nuestro antiguo dormitorio y utilizamos uno de estos adminículos?
– Michael, no…
Él se puso en pie, con un preservativo en la mano, se acercó a Bess y la recostó contra la baranda.
– Bess, los dos nos deseamos. Lo descubrimos aquella noche en mi apartamento.
Bess se esforzaba por mantenerse firme en su resolución. Michael estaba tan seductor, y su actitud era tan provocativa.
– Quiero que te vayas. Estás loco de remate.
Michael la besó en el cuello y se apretó contra ella.
– Está bien, estoy loco; loco por ti, preciosa. Vamos, ¿qué dices?
– Y después ¿qué? ¿Una repetición de las dos últimas semanas? Porque yo tampoco lo he pasado muy bien.
Michael la besó en la boca y luego le susurró algo al oído.
Bess soltó una risita.
– ¡Qué vergüenza! ¡Eres un viejo verde!
– Vamos, sé que te gustará.
Michael no dejaba de frotarse contra ella, a quien cada vez le resultaba más difícil resistirse.
– Me vas a quebrar la pelvis contra esta baranda.
– Pero vas a gemir tan fuerte que ni siquiera vas a oír el ruido de la fractura.
– Michael Curran, eres un vanidoso.
Él le levantó la falda y colocó las manos sobre sus nalgas al tiempo que la besaba. Bess le abrazó, y pronto su respiración se hizo agitada.
– De acuerdo, tú ganas -musitó ella.
Mientras los sobres de estaño quedaban diseminados sobre los escalones, subieron por las escaleras, recorrieron el pasillo y entraron en el dormitorio al tiempo que caían al suelo la camisa de él, el cinto de ella, los zapatos de Michael, el albornoz de Bess. Se tendieron desnudos en la cama riendo a carcajadas. De pronto la risa fue reemplazada por una mirada de intensa pasión.
– Bess…, Bess… -susurró él-. Te he echado tanto de menos…
– Yo también, y deseaba que vinieras a mí, que ocurriera esto. -Respiró hondo y exclamó-: ¡Ah!
Alternaban la entrega con la voracidad, la ternura con el desenfreno.
Con las manos y las bocas recorrieron el cuerpo del otro.
– Hueles tal como lo recordaba -susurró Michael.
– Tú también…
¡Ah!, los olores, los sabores.
– Tus manos… -murmuró, Bess-. ¡Me encantan! Aquí… aquí es donde deben estar…
– Todavía te gusta esto, ¿verdad? -musitó él unos minutos después.
– Ohhh… -Bess suspiró con los ojos cerrados-. Sí.
Lo que compartían era universal. ¿Por qué, entonces, lo sentían como algo único, algo que nadie había experimentado jamás? Michael la penetró y la apretó contra su pecho, mientras hundía la cara en la cavidad de su cuello.
– Creo que he vuelto a enamorarme de ti, Bess -le susurró.
Ella guardó silencio y notó que su corazón latía muy deprisa.
– Creo que yo también me he enamorado de ti.
Durante ese estremecedor instante tuvieron miedo de hablar, de moverse. Michael tenía los ojos cerrados, la mano en la nuca de Bess. Por fin se retiró y le apartó los cabellos de la cara con ternura.
– ¿De veras? -preguntó él con una sonrisa.
– De veras -respondió ella.
Se besaron con dulzura, se tocaron, y cada caricia se convirtió en una reiteración de las palabras que habían pronunciado.
– Estas dos semanas han sido terribles -susurró él-. No volveremos a separarnos nunca más.
– No -convino ella con un hilo de voz.
Lo que había empezado de manera tan obscena terminó en belleza; un hombre y una mujer fundidos en uno solo.
– Quédate -pidió Bess cuando hubieron acabado al tiempo que le cogía de la mano.
Más tarde se tendieron de costado, abrazados. La lámpara de la mesita de noche estaba encendida y un insecto zumbaba junto a la cortina. El pelo de Bess impregnaba de un aroma a flores la almohada. La colcha había quedado enredada entre sus piernas, y Michael la alisó con los pies.
Entonces suspiró. Bess notó los labios de él sobre sus cabellos y cerró los ojos para gozar del maravilloso abandono, de la felicidad que la colmaba.
Pasaron muchos minutos antes de que él, en voz muy baja, volviera a hablar.
– ¿Bess?
– ¿Hmmm? -musitó ella al tiempo que abría los ojos.
– ¿Estás lista para oír esa palabra que empieza por M?
Bess reflexionó antes de contestar.
– No lo sé.
– Creo que deberíamos hablar del asunto, ¿no te parece? -sugirió él.
– Supongo que sí.
Se tendieron de espaldas.
– De acuerdo, vayamos al grano, si volviéramos a casarnos, ¿crees que nos iría mejor que la otra vez? -preguntó Michael.
A pesar de estar prevenida, Bess se estremeció.
– Ultimamente me lo he planteado -reconoció-. Creo que en la cama no tendríamos ningún problema.
– ¿Y fuera de ella?
– ¿Tu qué piensas?
– Considero que la mayor dificultad sería la confianza, porque los dos hemos tenido otras parejas y…
– Otra -interrumpió Bess-. Sólo una, al menos en mi caso.
– Sí, también en el mío. De todas formas la confianza será un factor muy importante.
– Supongo que sí.
– Los dos dirigimos un negocio, de modo que tenemos que citarnos con nuestros clientes, a veces incluso por la noche. Si yo te dijera que debo asistir a una reunión en el ayuntamiento de la ciudad, ¿me creerías?
– No lo sé -contestó ella-. Cuando encontré esa caja de preservativos, pensé… Bien, ya sabes lo que pensé.
Michael cruzó las manos detrás de la cabeza.
– Sí, sé lo que pensaste, pero no podemos pasarnos la vida contando preservativos, Bess.
Ella rió entre dientes y se tendió de costado para mirarlo, con la mejilla apoyada en una mano.
– Lo sé. Sólo pretendo ser sincera contigo, Michael.
– ¿Crees que no podrías volver a confiar en mí?
Ella lo observó mientras reflexionaba al respecto.
– He pensado mucho en nosotros -añadió Michael al ver que ella no respondía-. Soy consciente de que tú también trabajas y estoy dispuesto a compartir las tareas domésticas. Es lógico, pues los dos estamos en la misma situación y debemos colaborar.
Bess sonrió.
– Ahora tengo una asistenta.
– ¿También cocina?
– No.
– Bien, entonces nos turnaremos para preparar la comida.