Lo besó en el hombro y se marchó.
Al quedarse solo Randy rompió a llorar. Imaginó que iba al apartamento de su padre, llamaba a la puerta y sin pronunciar palabra se arrojaba a sus brazos y lo estrechaba hasta hacerle crujir los huesos. ¿Cómo se las arreglaba la gente para hacer las paces después de haber sufrido tanto?
Extrajo del equipo de música una casete de The Edge con la que había practicado y la reemplazó por una del grupo de rock Mike and the Mechanics. Buscó la canción que le apetecía escuchar se colocó los auriculares, y se sentó ante la batería, con los dos palillos en una mano, demasiado aturdido para usarlos.
Todas las generaciones
culpan a la anterior…
Era una canción triste, desgarradora, que había escrito alguien después de la muerte de su padre. The living years, se titulaba.
Todas sus frustraciones vienen a golpear a tu puerta…
Sé que soy prisionero de todo cuanto apreciaba mi padre.
Sé que soy un rehén de todas sus esperanzas y temores.
Ah, ojalá hubiera podido decírselo
Cuando vivía.
Randy permaneció sentado, escuchando los lamentos de un hijo que había esperado hasta que fue demasiado tarde para hacer las paces con su padre. Tenía los ojos cerrados, los palillos en la mano, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Esa noche The Edge tocaba en un club llamado The Green Light. Randy estuvo más silencioso que de costumbre durante los preparativos. Cuando las luces estuvieron instaladas y los instrumentos listos, los músicos dejaron las guitarras en el escenario y se dirigieron a la barra para pedir bebidas. Todos menos Pike Watson, que se detuvo junto a Randy, que permanecía sentado detrás de la batería.
– Te noto un poco triste esta noche -comentó.
– Estaré bien en cuanto empecemos a tocar.
– ¿Has tenido problemas con alguna de las piezas? Eh, eso lleva tiempo.
– No; no es eso.
– ¿Has discutido con tu chica?
– ¿Qué chica?
– Problemas en casa, supongo.
– Sí; en cierto modo así es.
– Bueno, diablos…
Pike puso los brazos en jarras y meditó unos segundos. Al cabo exclamó:
– ¿Necesitas algo para levantarte el ánimo?
– Tengo algo.
– ¿Hierba? Yo me refiero a algo que te anime de verdad.
Randy se puso en pie y se encaminó hacia la barra.
– Yo no tomo esa mierda, tío.
– Bueno, pensé que tal vez te apetecería. -Pike aspiró por la nariz.
Randy tomó dos cervezas y una dosis de marihuana antes de que empezara la sesión, pero la combinación sólo pareció aletargarlo. El público se mostraba tímido y actuaba como si la pista de baile fuese una zona prohibida. En el descanso Randy fumó otro canuto, pero tampoco consiguió animarlo; ni siquiera la música lo logró. En la tercera pausa fue al baño y encontró a Pike solo, esnifando cocaína de un minúsculo espejo a través de un billete de dólar enrollado. Pike lo miró sonriente.
– Tienes que probarla, en serio. Aleja cualquier preocupación.
– ¿Sí?
Randy observó cómo Pike se humedecía un dedo, lo aplicaba al polvo y se lo frotaba en las encías.
– ¿Cuánto?
– El primer golpe va por cuenta mía -respondió, y le ofreció una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco.
Randy la miró, tentado no sólo de quitarse el abatimiento, sino también el rencor que sentía hacia sus padres. Tendía la mano para cogerla cuando la puerta se abrió de golpe y entraron dos hombres charlando y riendo. Pike reaccionó con rapidez y se la guardó junto con el espejito en el bolsillo.
Después de la noche en que Randy los sorprendió en la cama, Michael dejó de llamar a Bess, y aunque lo extrañaba muchísimo, también ella se negó a telefonearlo. Llegó el verano que en Stillwater era una época para los enamorados. Adolescentes de Minneapolis y St. Paul inundaban la ciudad con sus coches deportivos descapotables; los jóvenes del lugar paseaban por los muelles los viernes por la noche; estudiantes de vacaciones bailaban en Steamers; los fines de semana las lanchas dejaban una estela brillante en el agua; los turistas caminaban en la oscuridad por la orilla del río cogidos de la mano.
Por la tarde, la cancha de voleibol frente a la Freight House era una masa de brazos y piernas de jóvenes bronceados. Las terrazas de los restaurantes cercanos al río estaban atestadas. El viejo puente levadizo detenía el tráfico para dejar pasar a los veleros. Las tiendas de antigüedades hacían espléndidos negocios. El carrito de palomitas de maíz despedía un olor irresistible.
Un sábado muy caluroso Bess asistió a la fiesta que Barb y Don organizaron en su casa, junto a la piscina. Se compró un traje de baño nuevo con la esperanza de que Michael acudiera. Sin embargo no fue. Al parecer había declinado la invitación al enterarse de que iría ella.
Un hombre llamado Alan Petrosky, que se presentó como criador de caballos de Lake Elmo, la sometió a una incesante persecución que la irritó hasta el punto de que deseó arrojarlo al agua con las botas de vaquero incluidas.
Don y Barb lo advirtieron y se acercaron para rescatarla. Don le dio un abrazo fraternal.
– ¿Cómo estás? -preguntó con naturalidad.
Bess reprimió las lágrimas.
– Muy confundida y sola.
Barb la tomó de la mano.
– Sube conmigo al dormitorio; allí no nos molestarán.
En cuanto entraron en la habitación, Barb preguntó:
– ¿Cómo están las cosas entre tú y Michael?
Bess rompió a llorar.
A principios de agosto, presa de la desesperación, lo había llamado con el pretexto de que en una galería de Minneapolis se exponían unas piezas escultóricas preciosas. Él se mostró brusco, casi descortés, y se abstuvo de hacerle preguntas personales y agradecerle su interés.
Bess se entregó a su trabajo. Anunció a Randy que quería oírlo tocar, y él dijo que no creía que los bares donde actuaba fueran de su estilo. Asistió a una reunión organizada por las hermanas de Mark para Lisa con motivo de su próxima maternidad, lo que sólo sirvió para recordarle que pronto sería una abuela que se enfrentaba sola a la vejez. Keith llamó para decirle que la echaba de menos, que quería volver a verla. Ella se negó.
La vida se hizo monótona para Bess mientras que todos cuantos la rodeaban parecían disfrutrar del verano. Vio una estatuilla que habría quedado magnífica en el comedor de Michael, pero no se atrevió a telefonearlo por miedo a que otra vez la tratase con brusquedad. Peor aún, ¿y si en un momento de debilidad ella le sugería que pasaran juntos otra noche?
El sexo… Bess habría pensado, dada su inminente condición de abuela, que era inmune a él. Tenía fantasías sexuales con Michael. Comprendía que había roto su relación con Keith porque, en comparación con Michael, él era un terreno abandonado. Michael, en cambio, era un huerto exuberante, lo que sin embargo no justificaba que una mujer de cuarenta años se pusiera en ridículo atiborrándose de fruta madura. Como había afirmado la última vez que habían hecho el amor, ya no eran adolescentes. No obstante, no podía alejar de sí la necesidad de estar con él.
El 9 de agosto Bess cumplió cuarenta y un años. Randy, que ese día partía hacia Dakota del Sur para participar en un festival de jazz que duraría tres días, lo olvidó. Lisa telefoneó para felicitarla y le explicó que había encargado un regalo para ella que no había llegado aún, que lo recibiría el fin de semana y se reunirían entonces. Stella, que se había marchado a la isla San Juan, al norte de Seattle, para disfrutar de dos semanas de vacaciones en compañía de tres amigas, le había enviado una postal que llegó el día anterior con el mensaje: «Me gustaría que estuvieras aquí.»