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– ¡Se está elevando! -Se acercó más a Lisa sin apartar la vista del monitor-. Bien, relájate. Recuerda, tres jadeos y un soplido. Jadeo, jadeo, jadeo, soplido… jadeo, jadeo… Bien, vamos por los quince segundos… treinta…, aguanta, mi amor… cuarenta y cinco segundos… ya casi ha pasado… ¡Muy bien!

A continuación se inclinó sobre Lisa, le apartó los cabellos de la frente y sonrió. Le susurró algo al oído y ella asintió antes de cerrar los ojos.

A las seis y media los Padgett llegaron al hospital. Bess se dirigió a la cafetería, sacó una lata de gaseosa de una máquina y regresó a la sala de espera, un lugar espacioso y tranquilo con sillones cómodos y un sofá lo bastante largo para tenderse en él. Contaba además con una nevera, una máquina de café, algunos comestibles, un baño, una televisión, varios juguetes y libros.

Bess deseó que Michael estuviera a su lado. Por lo visto, él se negaba a acudir para evitar verla, del mismo modo que había declinado la invitación de Barb y Don.

Bess buscó una cabina telefónica para llamar a Stella, que le pidió que le avisara cuando naciera el niño, aunque fuera de madrugada. Después volvió al ala de obstetricia y se detuvo ante los ventanales del vestíbulo. Llevaba largo rato allí parada cuando alguien le tocó el hombro.

– Bess.

Se volvió al reconocer la voz de Michael y sintió un enorme alivio y la terrible amenaza de las lágrimas.

– Estás aquí… -exclamó, como si él se hubiera materializado desde su fantasía.

Avanzó unos pasos para refugiarse en sus brazos, firmes y tranquilizadores. El olor de su ropa y su piel le era familiar, y por un minuto imaginó que sus hijos eran pequeños, acababan de acostarlos y por fin gozarían de unos momentos de intimidad.

– Lo siento, Bess -susurró Michael-. He tenido que viajar a Milwaukee. Acabo de regresar y he oído el mensaje en el contestador. -La fuerza del abrazo de Bess le sorprendió-. Bess, ¿qué pasa?

– En realidad, nada. Me alegro mucho de que estés aquí.

Michael la estrechó al tiempo que dejaba escapar un suspiro. Estaban solos en el vestíbulo, y por un instante el tiempo pareció algo abstracto, no había prisa, nada que les impidiera abrazarse, sólo tenían conciencia de que estaban juntos otra vez en ese momento tan importante en la vida de su hija y la suya propia.

Bess apoyó cabeza en el hombro de Michael.

– Estaba pensando en lo sencillo que era todo cuando los chicos eran pequeños; jugaban con sus amiguitos hasta el anochecer y volvían a casa llenos de picaduras de mosquitos. ¡Oh, Michael, fue una época maravillosa!

– Sí, lo fue.

Bess notó que él le acariciaba el pelo, después los hombros.

– Ahora Randy está de viaje con su banda, probablemente cargado de marihuana, y Lisa ahí dentro, con los dolores del parto.

Michael se apartó un poco para mirarla a los ojos.

– Así es la vida, Bess. Los hijos crecen.

La expresión de Bess delataba que no estaba preparada para aceptarlo.

– No sé qué me ocurre esta noche -admitió-. Por lo general no soy tan tonta y sentimental.

– No eres tonta, Bess -repuso Michael-. Esta noche es especial. Además la nostalgia te sienta muy bien.

– Oh, Michael…

Bess se apartó, consciente de su debilidad, y se dejó caer en un sillón junto a una maceta con una palmera.

– ¿Cómo está Lisa? -preguntó él.

– Dicen que el bebé es bastante grande y quizá tarde un poco en nacer.

– Nos quedaremos aquí el tiempo que sea necesario. ¿Y Stella? ¿Ya lo sabe?

– Sí -respondió Bess-. Ha preferido quedarse en casa y esperar la noticia.

– ¿Y Randy?

– Antes de que se marchara le expliqué que ya había comenzado las contracciones. Regresará mañana.

Michael se sentó a su lado y le cogió la mano. Reflexionaron sobre el tiempo que llevaban separados y su obstinación, que sólo les había conducido a la soledad. Se miraron las manos entrelazadas, agradecidos de que alguna fuerza ajena a ellos los hubiera reunido.

Echaban alguna cabezada mientras aguardaban. Hacia la medianoche se dirigieron a la sala de espera, donde Jake Padgett dormía tendido en el sofá. Hildy, sentada en una mecedora de madera, realizaba una labor de punto de cruz y los saludó en silencio con la mano al verlos en el umbral.

De pronto los acontecimientos se precipitaron. Lisa sentía contracciones cada cinco minutos; Mark se puso una bata y una mascarilla azul para presenciar el nacimiento y cogió de la mano a su esposa. Marcie Unger, que había sustituido a la enfermera Meers, permaneció junto a la parturienta.

Bess y Michael aguardaban en la sala de espera, junto a Jake y Hildy Padgett.

Bess observó a Michael. Sus ojos eran preciosos y tenían el poder de confortarla.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Michael.

– Asustada. ¿Y tú?

– También.

– No debemos preocuparnos. Todo saldrá bien. Estoy segura.

Al hablar se sintieron más tranquilos.

– Con un poco de suerte, Michael, este chico heredará tus ojos.

– Algo me dice que todos tendremos suerte a partir de ahora -repuso él al tiempo que le dedicaba un guiño.

En la sala de parto, la cabecera de la cama estaba elevada en un ángulo de 45 grados. Lisa tenía las rodillas dobladas debajo de la sábana y los ojos cerrados mientras jadeaba con la cara brillante de sudor.

– Tengo que… tengo que pu… pujar -balbuceaba.

– No, todavía no -indicó Marcie Unger-. Reserva las fuerzas.

– Es el momento… sé que es… oh… oh… oh…

– Sigue respirando como te dice Mark.

– Respira hondo esta vez -aconsejó Mark a su lado.

Apareció otra enfermera pertrechada con una bata y una mascarilla.

– La doctora estará aquí en un minuto. Hola, Lisa, soy Ann -se presentó-. He venido para hacerme cargo del bebé en cuanto llegue. Yo lo mediré, lo pesaré y lo bañaré.

Lisa asintió y Marcie Unger retiró la sábana que le cubría las piernas, después la barandilla de la cama y colocó un par de reposapiés.

– Utilízalos si lo deseas -le informó a Lisa.

En las barandas de los costados ajustó dos piezas que parecían un manillar de bicicleta, con los puños de plástico, y puso la mano izquierda de Lisa en una de ellas.

– Esto te ayudará a hacer fuerza cuando debas pujar.

– Ahí viene otra… -anunció Mark-. Vamos, mi amor… Jadea, jadea, jadea, sopla…

La doctora apareció vestida como todos los demás, con bata, máscara y gorro azules.

– ¿Cómo te encuentras, Lisa? -preguntó mientras echaba un vistazo a los monitores.

– Hola, doctora Lewis -saludó Lisa con el máximo entusiasmo que podía exhibir y voz débil-. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

– No te preocupes, me he mantenido al corriente. En primer lugar vamos a hacer que rompas aguas, Lisa. Después todo sucederá bastante deprisa.

Lisa asintió y miró a Mark, que le sostenía la mano entre la suya y le acariciaba los dedos.

Minutos más tarde un fluido rosado manó de las entrañas de Lisa y manchó las sábanas debajo de ella. La siguiente contracción arrancó fuertes gemidos de dolor a Lisa, que se estremeció y se aferró a las manijas mientras trataba con todas sus fuerzas de pujar.

Sin embargo el niño se negaba a salir.

– Lisa, vamos a ayudarte un poco -informó la doctora-. Colocaremos en la cabeza del bebé una taza de succión para que la próxima vez que pujes podamos tirar de él. ¿De acuerdo?

– ¿Hará daño al bebé? -preguntó Lisa.

– No -contestó la doctora.

– De acuerdo.

– Ahí viene… -anunció unos minutos después la doctora Lewis.

Lisa empujó, la doctora tiró, y emergió una cabeza minúscula con los cabellos negros y ensangrentados.

– ¡Ya está!

– ¿Ya ha nacido? -suspiró Lisa entre jadeos.

– Falta poco. Un empujón más y estará fuera.