– Supongo que es hora de pedir ayuda -convino.
Cerró los ojos porque estaba tan cansado que ni siquiera la presencia de Maryann Padgett lograba mantenerlo despierto.
– Escucha -murmuró-, tendrás noticias mías cuando salga de ésta. Mientras tanto, no se te ocurra enamorarte de otro, ¿de acuerdo?
Maryann Padgett volvió a la sala de espera, donde estaba la familia de Randy, y se acercó a Lisa.
– ¿Cómo está?
– Débil, pero con ganas de hacer bromas -respondió Maryann.
La preocupación había dibujado arrugas en la cara de Lisa.
– Desde que me casé apenas le llamaba -reconoció.
Maryann la abrazó.
– No -le susurró al oído-; no tienes que culparte.
Sin embargo durante esas horas de espera las recriminaciones brotaban de los labios de todos.
– Debí haber puesto mayor empeño para hacer las paces con él -se reprochó Michael.
– No debí haberlo alentado a que se presentara a una prueba -admitió Bess.
– No debí haberlo puesto en contacto con esa maldita banda -dijo Gil.
– No debí haberle dado el dinero para que se comprara la camioneta -se arrepintió Stella.
Hacia las diez de la noche todos estaban exhaustos. Randy permanecía estable y su ritmo cardíaco era regular. Sin embargo lo mantuvieron en la unidad de cuidados intensivos, donde sólo le permitían recibir una visita de cinco minutos cada hora.
– ¿Por qué no os vais todos a casa y descansáis un poco? -sugirió Michael.
– ¿Y tú? -preguntó Bess.
– Echaré una cabezada en la sala de espera.
– Michael…
– Haz lo que te digo. Procura dormir. Nos veremos por la mañana. Stella, Gil, marchaos también, por favor. Os llamaré si hay alguna novedad.
Todos se fueron de mala gana.
Una enfermera entregó una almohada y una manta a Michael, que se acostó en el sofá con la certeza de que le avisarían si Randy experimentaba algún cambio. Despertó con la sensación de que había dormido muy poco y se incorporó de golpe al ver que su reloj marcaba las cinco y media de la madrugada. Tras frotarse la cara y atusarse el cabello, se puso en pie y dobló la manta.
En el puesto de enfermeras preguntó por Randy.
– Ha dormido toda la noche de un tirón y parece que evoluciona bien.
Debían transcurrir algo menos de doce horas antes de que estuviera completamente a salvo. Michael se estiró y se dirigió al baño, donde se lavó la cara con agua fría, se enjuagó la boca, se peinó y metió los faldones de la camisa en el pantalón. Llevaba la misma ropa que el día anterior. Parecían haber pasado siglos desde que se la había puesto para ir al hospital y reunirse con Bess, Lisa y la recién nacida. Se preguntó cómo estarían. La pobre Lisa había sufrido una conmoción al enterarse de la noticia, pero había actuado con firmeza y determinación hasta que le concedieron permiso para enseñar la niña a Randy. Aunque en ningún momento dijo que temía que su hermano muriera, quería verlo por esa razón.
Michael se detuvo ante la puerta de vidrio de la habitación de Randy y lo miró dormir.
Diez horas más. Sólo diez horas.
Caminó hasta la ventana y miró hacia afuera con las manos entrelazadas a la espalda. Qué ironía que sus dos hijos estuvieran en el mismo hospital, una para alumbrar una nueva vida, el otro con la vida pendida de un hilo.
Reflexionaba sobre ello mientras el amanecer despuntaba sobre el valle del St. Croix e iluminaba el río, los barcos anclados, los arces tupidos que lo bordeaban y la docena de campanarios de iglesia de Stillwater. Mañana de domingo a finales de agosto. Los lugareños pronto se levantarían y vestirían para asistir a misa, los turistas inundarían tiendas de antigüedades, comprarían helados y caminarían por los muelles. Los más acomodados despertarían en sus yates de placer y subirían a cubierta para esperar que se levantara la niebla del St. Croix mientras decidían en qué restaurante comerían. Al mediodía Mark acudiría al hospital para llevar a casa a Lisa y Natalie.
Y cuatro horas después -¡Por favor, Dios!-, Bess y él harían lo mismo con Randy.
Como si el pensamiento hubiera penetrado en su sueño, Randy abrió los ojos y vio a su padre junto a la ventana.
– Papá.
Michael se dio la vuelta, se acercó a su cama y le cogió la mano.
– Lo he logrado.
– Sí -repuso su padre con la voz quebrada por la emoción.
Si Randy ignoraba que le faltaban diez horas más para quedar fuera de peligro, Michael no pensaba desilusionarlo.
– ¿Has estado aquí toda la noche?
– He dormido un poco.
– Has estado a mi lado toda la noche.
Michael le pasó el pulgar por el dorso de la mano y esbozó una sonrisa.
– Todos pensabais que me iba a morir, ¿eh? -añadió Randy-. Por eso Lisa trajo a la niña para que la viera, y por eso vinieron la abuela y Maryann.
– Era una posibilidad…
– Lamento haberte hecho pasar este mal rato.
– A veces hacemos sufrir a los que amamos, aunque no sea ésa nuestra intención.
Se miraron fijamente con la convicción de que estaban dispuestos a entablar una buena relación.
– ¿Dónde está mamá?
– La persuadí de que fuera a casa para dormir un poco.
– Conque vais a volver a casaros.
– ¿Te parece bien?
– ¿Estáis enamorados?
– Locamente.
– Entonces me parece estupendo.
– Tendremos que resolver algunas cosas.
– ¿Cuáles?
– Primero debes ponerte bien y, luego decidiremos dónde vamos a vivir los tres.
– Yo puedo vivir en cualquier lugar.
Tú vivirás con nosotros, se prometió Michael al comprender que la resolución que Bess y él habían adoptado respecto a la necesidad de que Randy se independizara debería esperar un tiempo. La idea le infundió una gran esperanza y una sensación de paz interior.
– Quiero que sepas que nunca te abandonaremos.
– Tú jamás me has abandonado -repuso Randy-. No eran más que imaginaciones mías. De todos modos lo que ha sucedido hará que asiente por fin la cabeza.
Michael se inclinó sobre su hijo y lo miró a los ojos.
– Estaremos siempre contigo, para lo que necesites y durante el tiempo que haga falta. Ahora debo irme. Ya han pasado los cinco minutos. Necesito una ducha, afeitarme y cambiarme de ropa. Llamaré a tu madre y después pasaré por casa.
Randy observó la expresión de cansancio en la cara de su padre. El traje arrugado y la barba incipiente daban testimonio de su noche de vigilia. De pronto se estremeció al comprender que debía de ser muy difícil ser padre, algo que jamás se había planteado. Tengo que crecer, pensó. Tras los acontecimientos de las últimas doce horas se sentía un poco asustado. ¿Y si tengo un hijo algún día y me hace pasar por todo esto?, se preguntó.
– Papá…
Michael se volvió hacia él.
– No me has mandado al infierno por haber tomado cocaína -añadió Randy.
– Oh, sí, lo he hecho…, una docena de veces mientras luchabas por tu vida, pero no en voz alta.
– No volveré a probarla, lo prometo. Quiero ponerme bien y ser feliz.
Michael le acarició la cabeza.
– Es lo que todos queremos, hijo. -Se inclinó para besarlo en la mejilla-. Volveré pronto. Te quiero.
– Yo también te quiero -afirmó Randy.
Con estas palabras se disolvió otra partícula de dolor; se abrió otra ventana de esperanza. Otro rayo de sol iluminó el futuro de todos ellos cuando Michael se inclinó para abrazar a su hijo antes de salir.
Dieron de alta a Randy a última hora de la tarde. Su padre y su madre salieron con él del hospital a la luz crepuscular bajo un cielo azul cobalto. Abajo, en la playa pública del lago Lily, algunas familias asaban carne y advertían a sus hijos a voz en grito que tuvieran cuidado en el agua. Al otro lado de la calle, un grupo de niños jugaba con pelotas de trapo. Un par de manzanas al norte, en Greeley Street, una hilera de golosos de todas las edades aguardaba su turno ante una heladería. Los turistas cargaban sus botes en los coches atestados para regresar a la ciudad; y los residentes de Stillwater anhelaban que llegara el invierno para recuperar las calles.