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El Plevliak traducía las palabras de Abidaga.

– Vamos, dinos ahora la verdad.

– ¿ Qué es lo que tengo que deciros? Todo lo podéis y todo lo sabéis.

Los dos hombres acercaron las cadenas y rodearon con ellas el pecho ancho y velludo del campesino. Los pelos chamuscados empezaron a emitir una especie de chirrido. La boca del campesino se contrajo, las costillas se marcaron en sus costados y los músculos del vientre empezaron a crisparse, para relajarse después, como cuando un hombre vomita. Gemía de dolor, estiraba las cuerdas que lo ataban, se agitaba en vano y trataba de disminuir el contacto entre su cuerpo y el hierro candente.

Hacía guiños con los ojos y las lágrimas corrían por sus mejillas. Retiraron las cadenas de su cuerpo.

– Esto no es más que el comienzo. ¿No valdría más que hablases sin necesidad de recurrir a semejantes medidas?

El campesino respiró hondamente por la nariz y continuó callado.

– Dinos quién estaba contigo.

– Se llamaba Juan, pero no sé cuál es su casa ni su pueblo.

Acercaron nuevamente las cadenas. El humo le hizo toser. Contraído por el dolor, empezó a hablar entrecortadamente:

Los dos hombres se habían puesto de acuerdo para llevar a cabo una tarea de destrucción en el puente. Pensaron lo que era preciso hacer y lo hicieron. Nadie estaba al corriente de sus propósitos ni nadie había participado, salvo ellos, en el sabotaje. Al principio, habían abordado en diversos puntos y actuaron con éxito, pero cuando se dieron cuenta de la presencia de los guardianes que vigilaban en los andamiajes y a lo largo de la orilla, tuvieron la idea de atar tres troncos y hacer con ellos una balsa, pudiendo, sin ser advertidos, llegar hasta las obras. Aquello había ocurrido tres días antes. La primera noche, estuvieron a punto de ser cogidos. Escaparon por los pelos. Por eso, la noche siguiente, ni siquiera habían salido. Pero cuando, aquella noche, utilizaron de nuevo la balsa, se había producido lo que ya sabían.

– Esto es todo. Así han ocurrido las cosas. Así hemos actuado, y, ahora, haced lo que queráis.

– No, no es eso lo que queremos saber; ¡dinos quién es el que te ha empujado a dar este paso! Los sufrimientos que acabas de padecer no son nada al lado de los que te preparamos.

– Está bien, haced lo que gustéis.

Entonces se acercó Merdjan, el herrero, con las tenazas, se arrodilló junto al prisionero y se puso a arrancarle las uñas de sus pies descalzos. El campesino, con los dientes apretados, callaba, pero un temblor extraño, a pesar de estar fuertemente atado, le recorría el cuerpo hasta la cintura, haciendo palpable que el dolor debía de ser terrible e insólito. En determinado momento, el campesino dejó escapar un murmullo vago.

El Plevliak, que espiaba sus palabras y sus movimientos y esperaba ávidamente cualquier confesión, hizo un signo al cíngaro para que se detuviese y preguntó:

– ¿Cómo? ¿Qué dices?

– Nada. Digo: ¿por qué, en nombre de Dios justo, por qué me torturáis y perdéis el tiempo?

– Di: ¿quién te instigó?

– ¡Ay! ¿Quién me habrá instigado? El demonio.

– ¿El demonio?

– El demonio. El mismo demonio que os impulsó a venir aquí y a construir el puente.

El campesino hablaba despacio, pero con firmeza y claridad.

¡ El demonio! Extraña palabra dicha con enorme amargura en tan extraordinaria situación. ¡ El demonio! En efecto, "aquí hay un demonio", pensó el Plevliak, que permanecía en pie, cabizbajo, como si los papeles se hubieran invertido y fuese él el interrogado por el prisionero. Sólo aquella palabra le había tocado en un punto sensible, despertando en él, de pronto, todas sus inquietudes y todos sus temores, como si no hubiesen sido barridos por la captura del culpable. Quizá todo aquello, Abidaga y la construcción del puente y aquel campesino loco, no fuese sino obra del demonio. ¡El demonio! ¿Acaso sería él al único a quien había que temer? El Plevliak se estremeció y se echó hacia atrás. Precisamente, en aquel momento, se despertó sobresaltado a causa de la voz fuerte e irritada de Abidaga:

– Bueno, ¿y qué? ¿Te has dormido, inútil? -gritó Abidaga, golpeando con su fusta de cuero la caña de su bota derecha.

El cíngaro continuaba arrodillado, con las tenazas en la mano, mirando con sus ojos negros y brillantes, humilde y temeroso, la figura de Abidaga. Los guardianes atizaron el fuego que, sin necesidad de aquel gesto, proyectaba sus llamas hacia el techo. Toda la estancia se iluminó y se calentó, adquiriendo un aire solemne. Aquella edificación, que con la oscuridad resultaba pobre y miserable, creció de golpe, se ensanchó y se transformó. En la cuadra y en sus alrededores reinaba una emoción general y un silencio especialísimo, como ocurre siempre en los lugares en que se emplea la violencia para arrancar la verdad, en los que se tortura a un hombre vivo, en donde se producen acontecimientos fatídicos. Abidaga, el Plevliak y el prisionero se movían y hablaban como actores, y los demás andaban de puntillas, con la vista baja. Cada uno deseaba estar lejos de allí, sin tener nada que ver con aquel asunto, pero como semejante idea resultaba imposible, bajaban la voz, limitaban sus movimientos al mínimo, en un intento de alejarse cuanto fuera posible de aquella situación.

Viendo que el interrogatorio marchaba lentamente y que no prometía resultado alguno, Abidaga, con un movimiento de impaciencia, al que acompañó una sarta de insultos, salió de la cuadra. Tras él marchó contoneándose el Plevliak, seguido de sus guardianes.

Fuera, amanecía. El sol no había aún aparecido, pero el horizonte empezaba a clarear. Entre las colinas se veían unas nubes que formaban largas tiras de color violeta oscuro, pudiendo observarse a través de ellas un cielo claro y límpido, casi verde. Sobre la tierra húmeda se extendía un reguero de niebla baja, por encima de la cual se alzaban las copas de los árboles frutales con su folla]e claro y amarillento. Sin dejar de golpearse la bota con la fusta, Abidaga daba órdenes: había que continuar interrogando al culpable, en particular sobre sus cómplices; pero que no se le torturase en exceso, porque desfallecería; que se tuviese todo a punto para que, al mediodía, fuera empalado vivo sobre el andamio situado a más altura, al objeto de que fuese visto, desde las orillas del río, por toda la ciudad y todos los obreros; que se preparasen todos los detalles y que el pregonero anunciase por los barrios de la ciudad que todo el mundo podría ver al mediodía cómo terminaban los que se atrevían a sabotear la magna empresa del visir, y que la población masculina, turca o cristiana, niños o ancianos, debería acudir a presenciar la ejecución.

El día que acababa de nacer era domingo. El domingo se trabajaba corno cualquier otro día, pero, en aquella ocasión, hasta los vigilantes estaban distraídos. Apenas había amanecido cuando ya corría la noticia de que el culpable había sido capturado y torturado y de que sería ejecutado al mediodía. El estado de ánimo, compuesto por una especie de reserva y de solemnidad, que remaba en el establo, se difundió por todas partes. Los trabajadores sufrieron en silencio evitando mirar a los demás a los ojos y concentrándose cada uno en la tarea que tenía ante sí, como si en ella residiese el principio y el fin del mundo.

A partir de las once, los habitantes de la ciudad, especialmente los turcos, se reunieron sobre el llano que existe cerca del puente. Los niños treparon hasta situarse sobre los grandes bloques de piedra aún no tallados, que por allí había. Los obreros se hacinaban alrededor de las tablas largas y estrechas donde eran distribuidas las bolas de pan que constituían su único alimento. Sin dejar de masticar, miraban en torno, silenciosos y huraños. No había pasado mucho tiempo cuando apareció Abidaga, escoltado por Tosún efendi, por el maestro artesano Antonio y por algunos turcos notables. Permanecieron en un lugar alto y seco, situado entre el puente y la cuadra en la que se encontraba el prisionero. Abidaga fue una vez más hasta la cuadra, donde anunciaron que todo estaba listo: había un poste de roble, de cuatro archinas 1, puntiagudo, herrado en un extremo, delgado y afilado y untado de sebo. En los andamios habían sido clavadas unas cuantas estacas entre las cuales debería fijarse el poste; había también un mazo de madera para clavar y martillear el poste; había cuerdas y todo lo necesario.

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1. Medida turca que equivale a 66 centímetros. (N. del T.)