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El Plevliak estaba trastornado; su rostro tenía un color terroso y sus ojos estaban enrojecidos. Ni siquiera ahora podía soportar la mirada inflamada de Abidaga.

– Oye bien: si las cosas no se desarrollan como hace falta y si me cubres de ridículo ante todo el mundo, no aparezcáis ante mí ni tú ni esa basura de cíngaro: os ahogaré en el Drina como perros.

Después, volviéndose al cíngaro, que tiritaba, añadió con una voz algo más dulce:

– Aquí tienes seis grochas por tu trabajo, y tendrás seis más si permanece vivo hasta la noche. Y ahora ¡cuidado!

En la cúspide del alminar de la mezquita principal, enclavada en el centro de la ciudad, el hodja dejó oír su voz aguda y clara.

La inquietud se extendió entre las gentes allí reunidas y, poco después, la puerta de la cuadra se abrió. Diez guardianes formaron en dos filas de a cinco cada una. Entre ellos se encontraba Radislav; rápido y encorvado, como siempre, avanzaba sin separar las piernas; ya no daba la impresión de estar tamizando harina.

Caminaba a pasitos, de una manera extraña, casi brincando sobre sus pies heridos en los que se veían agujeros sangrientos en lugar de las uñas; llevaba al hombro un poste largo, blanco y puntiagudo. Detrás de él, iban Merdjan y otros cíngaros que le ayudarían en la ejecución de la sentencia. De pronto surgió de no se sabe dónde, el Plevliak, el cual, a lomos de su caballo bayo, se puso en cabeza de aquel cortejo que tenía que recorrer cien pasos para alcanzar los primeros andamiajes.

Todo el mundo estiraba el cuello y se ponía de puntillas para ver al hombre que había organizado el complot y la resistencia y que se había atrevido a sabotear las obras. Quedaron sorprendidos ante el aspecto miserable e insignificante de aquel hombre a quien habían imaginado completamente distinto. Desde luego, ninguno de ellos sabía por qué iba dando saltitos de un modo tan cómodo ni por qué andaba con paso entrecortado; ni nadie veía bien las quemaduras causadas por las cadenas que habían ceñido su cuerpo: ahora iba cubierto con su camisa y su piel de cordero. Por estas razones, les parecía a aquellas gentes que era demasiado miserable e insignificante para haber llevado a cabo las hazañas que ahora le conducían al patíbulo. Solamente el largo poste blanco daba a la escena una grandeza siniestra y atraía hacia él las miradas.

Cuando llegaron al lugar donde se iniciaban los trabajos de nivelación de la orilla, el Plevliak bajó de su caballo y, con gesto majestuoso y teatral, entregó la brida a su criado, para desaparecer, a continuación, con los demás, por el camino cubierto de barro y escarpado que llevaba al agua. Poco después, las gentes pudieron verlos reaparecer, en el mismo orden, por los andamiajes y trepar lentamente y con precaución. En los pasajes estrechos, hechos de vigas y tablones, los guardianes rodeaban completamente y apretaban entre ellos a Radislav para que no saltase al río.

Así, fueron avanzando despacio, sin dejar de subir cada vez más arriba, hasta que, por fin, llegaron al punto más elevado. Allí, se extendía por encima del agua un espacio entarimado, del tamaño de una habitación no muy grande. Sobre aquel espacio se situaron, como en un escenario alzado, Radislav, el Plevliak y los tres cíngaros, mientras que los otros guardianes permanecían dispersos por los andamiajes.

En la llanura, la gente se movía y cambiaba de sitio. No más de cien pasos la separaba del lugar donde se realizaban los preparativos para la ejecución; podían ver a cada persona y cada movimiento, pero sin alcanzar a oír las palabras ni a distinguir los detalles. La multitud que se hallaba en la orilla izquierda estaba tres veces más alejada y se agitaba cuanto podía, haciendo esfuerzos exagerados para poder ver y oír mejor. Pero no era posible escuchar nada, y lo que se oía resultó, al principio, trivial y sin interés, en tanto que al final, el espectáculo llegó a ser tan espantoso que todos volvieron la cabeza y muchos de ellos regresaron rápidamente a sus casas, arrepintiéndose de haber acudido.

Cuando se ordenó a Radislav que se tendiese, dudó un momento; después, sin mirar ni a los cíngaros ni a los guardianes, como si no existiesen, se acercó al Plevliak, a quien, como si fuese alguno de los suyos, y empleando un tono confidencial, le dijo con voz sorda:

– Por este mundo y por el otro, te pido que me escuches: hazme la gracia de atravesarme de modo que no sufra como un perro.

El Plevliak se sobresaltó y gritó como si intentase defenderse de aquella especie de conversación demasiado íntima:

– ¡Vete, cristiano! ¿Acaso vas a suplicar como una mujer tú, el valiente que ha destruido lo que pertenece al sultán? Será como se ha ordenado y como tú mereces.

Radislav inclinó aún más la cabeza, mientras los cíngaros se acercaban a él y le despojaban de la piel de cordero y de la camisa. Sobre su pecho, rojas y tumefactas, aparecieron las llagas producidas por las cadenas. Sin pronunciar una palabra más el campesino se tumbó boca abajo, tal y como le habían ordenado. Los cíngaros se aproximaron y le ataron primero las manos a la espalda y después le ligaron una cuerda alrededor de los tobillos. Cada uno tiró hacia sí, separándole ampliamente las piernas.

Entretanto, Merdjan colocaba el poste encima de dos trozos de madera cortos y cilindricos, de modo que el extremo quedaba entre las piernas del campesino. A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores. Tan sólo pudieron apreciar el estremecimiento del cuerpo a causa del picotazo breve e imperceptible del cuchillo, y, luego, cómo se erguía a medias, cual si tratase de levantarse para volver a caer de pronto, golpeando sordamente el entarimado. No más hubo terminado, el cíngaro dio un ligero salto, tomó del suelo el mazo de madera y se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en que el poste se iba introduciendo, y, después, a los cíngaros, exhortándoles a que tirasen con suavidad y sin sacudidas. El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

El silencio era tal en las dos orillas que podía distinguirse con claridad el sonido que producía el mazo al golpear el poste y el eco que se repetía en algún lugar de la orilla escarpada. Los que estaban más cerca podían oír cómo Radislav golpeaba con la frente sobre las tablas y, además, otro ruido insólito que no era ni un gemido ni un lamento ni un estertor ni ningún sonido humano determinado. Aquel cuerpo torturado emitía una especie de chirrido y un crujido, como cuando se tira a patadas una empalizada o se derriba un árbol. El cíngaro, a cada dos martillazos, se dirigía al cuerpo tendido, se inclinaba, examinando si el poste avanzaba en buena dirección y, cuando se había cerciorado de que ningún órgano vital estaba herido, volvía a su sitio y continuaba su tarea.