El campesino sufría. Frunciendo aún más el entrecejo, pensaba: "Es un cíngaro, una criatura sin religión y sin alma, no se puede ser su amigo ni confraternizar con él. No puede jurar por nada de la tierra ni del cielo". En tanto su mano, metida en el bolsillo poco profundo del blusón, guardaba las siete grochas.
– Ya sé cómo es. Y sabemos, por supuesto, que para ti tampoco es fácil. Claro que no te daremos quebraderos de cabeza. Mira, hemos podido reunir cuatro grochas a tu salud y, como nosotros decimos, no está mal.
– No, no, mi vida vale más que todos los bienes del mundo. Abidaga me matará; es capaz de ver aun cuando duerme. Sólo de pensarlo, me muero.
– Quien dice cuatro, dice cinco. Entre todos podremos conseguirlas -continuó el campesino, sin atender a las lamentaciones del cíngaro.
– ¡No me atrevo, no me atrevo!
– Bueno, tú has recibido la orden de echar… el cuerpo, por ejemplo, a los perros y lo echarás y no te preocuparás de lo que pase después y nadie te preguntará nada. Y, ya ves, entonces, es un decir, nosotros cogeríamos ese cuerpo y lo enterraríamos según nuestro rito, pero a escondidas, de modo que ni un alma viviente se enteraría. Y tú, al día siguiente, dirías, por ejemplo, que han sido los perros los que se han llevado… el cuerpo. Y ni visto ni oído, pero tú tendrás lo que te ofrecemos.
El campesino hablaba con circunspección, reflexivamente; tan sólo se detenía con un curioso malestar ante la palabra "cuerpo", que pronunciaba así: cuerpo.
– Pero ¿es que os habéis creído que por cinco grochas voy a arriesgar mi vida? ¡No, no!
– Por seis -añadió con calma el campesino.
Entonces el cíngaro se irguió, se abrió de brazos, adoptó un aire serio y una expresión de sinceridad conmovedora de la cual son sólo capaces las personas que no distinguen la mentira de la verdad, y se quedó ante el campesino como si él fuese el condenado y aquél el verdugo.
– Ya que es mi destino, pagaré con mi cabeza y dejaré viuda a mi cíngara y huérfanos a mis hijos: dadme siete grochas y llevaos al macabeo, pero que nadie vea nada ni se entere.
El campesino movió la cabeza, lamentando profundamente el tener que dar hasta la última grocha a aquel canalla. Parecía que el cíngaro había adivinado la cantidad que guardaba en su mano.
Se pusieron de acuerdo sobre los detalles. Merdjan, una vez hubiese bajado el cadáver de los andamiajes, lo llevaría a la orilla izquierda del río, con la primera oscuridad, lo arrojaría a un lugar pedregoso cerca de la carretera, de manera que los criados de Abidaga y cuantos pasasen pudiesen verlo. Un poco más lejos, ocultos entre la maleza, estarían los tres campesinos. Y, una vez se hiciese de noche, cogerían el cadáver, se lo llevarían y lo enterrarían, pero en un lugar escondido y sin dejar huellas para que resultase verosímil que hubiesen sido los perros los que lo habían deshecho y devorado durante la noche. Recibiría tres grochas por adelantado y las otras cuatro al día siguiente, cuando el asunto hubiese concluido.
Por la noche todo discurrió conforme se había acordado.
Con el crepúsculo, Merdjan trasladó el cadáver y lo arrojó a la orilla más abajo del camino. (Aquél no parecía el cuerpo que todos habían podido ver durante dos días erguido y con el pecho hacia delante ensartado en el palo; ahora aparecía de nuevo Radislav como era antes, menudo y encorvado, pero exangüe y sin vida.) Inmediatamente regresó en la barca, acompañado por sus ayudantes, a la otra orilla. Los campesinos esperaban en la maleza. Y no pasaban más que algunos obreros retrasados o unos turcos que regresaban al hogar. Después reinó la calma en toda la región, sumida en la oscuridad. Los perros dieron señales de vida; unos perros grandes, pelados, hambrientos y temerosos, sin casa ni amo. Desde la maleza, los campesinos les tiraron piedras y los alejaron; los perros huyeron con el rabo entre las patas, pero se quedaron a unos veinte pasos del cadáver, y desde allí, acecharon. En la oscuridad se veían sus ojos llameantes. Cuando observaron que la noche había invadido toda la región y que probablemente ya no pasaría nadie, los campesinos salieron de su escondrijo, llevando un pico y una pala. Colocaron, una encima de otra, dos tablas que también habían llevado, y sobre ellas pusieron al muerto, trasladándolo así cuesta arriba.
Al llegar a una cavidad que las aguas primaverales y otoñales habían abierto, situada bajando de la colina hacia el Drina, apartaron unos cantos que formaban un reguero, semejante a un arroyo seco e inagotable, y cavaron de prisa, en silencio, sin decir una palabra, sin ruido, una tumba profunda. Bajaron a ella el cuerpo rígido, frío y encogido.
El campesino de más edad saltó a la fosa, frotó varias veces un eslabón con un sílex y encendió primero un trozo de yesca y después una velita que llevaba envuelta en un pedazo de tela encerada. La colocó a continuación por encima de la cabeza del difunto y se santiguó rápidamente tres veces diciendo en voz alta:
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Los otros dos, arriba, ocultos en la oscuridad, se santiguaron tras él. El campesino hizo dos veces un gesto con la mano, a la altura de la cabeza del muerto, como si con su mano vacía lo rociase de un vino invisible, y las dos veces pronunció en voz baja y con piedad:
– Recibe, Cristo, entre tus santos el alma de tu esclavo.
Murmuró, en fin, algunas palabras aisladas e incomprensibles, pero palabras de oración, solemnes y graves, de tal suerte que sus dos compañeros se santiguaban sin cesar. Cuando calló, le pasaron desde arriba las dos tablas y él las dispuso sobre el cadáver, longitudinalmente, en forma de bóveda, formando una especie de techo. Se santiguó una vez más, apagó la vela y salió de la tumba. Entonces, con precaución y despacio, los tres se pusieron a echar tierra en la fosa, amontonándola bien para que no quedase ningún desnivel visible. Cuando terminaron, dispusieron de nuevo los cantos como un reguero, encima de la tierra recién movida, hicieron una vez más el signo de la cruz y volvieron sobre sus pasos, dando un largo rodeo para salir a la carretera lo más lejos posible de la tumba.
Aquella misma noche cayó una lluvia densa y suave, sin viento, y el día amaneció cubierto por una niebla pesada y lechosa, empapado en una humedad tibia que llenaba todo el valle. A causa de una oscuridad blanca que crecía o decrecía, era posible darse cuenta que el sol luchaba en algún sitio con la niebla, sin lograr abrirse camino. Todo resultaba vago y fantástico, nuevo y extraño. Las gentes surgían bruscamente de la niebla y con la misma brusquedad se desvanecían. En estas circunstancias, al alba, atravesó el centro de la ciudad una sencilla carreta que transportaba a dos guardianes, los cuales conducían al Plevliak atado; a aquel mismo Plevliak que, todavía la víspera, era su jefe.
No había recobrado la calma desde que, la antevíspera, en un acceso de entusiasmo inesperado al verse con vida y no en el palo, había comenzado a bailar delante de todo el mundo. Los músculos se estremecían en su cuerpo, no podía permanecer quieto, se sentía torturado continuamente por un deseo irresistible de persuadirse y de dar a conocer a los demás que estaba sano y salvo, que podía moverse. De vez en cuando, se acordaba de Abidaga (una sombra en su alegría) e, inmediatamente, caía en una dolorosa meditación. Pero durante aquellos instantes se acumulaba en él una nueva fuerza que lo empujaba irresistiblemente a agitarse y liberarse, como si estuviera poseído por la rabia. Y se levantaba de nuevo y empezaba a bailar, abriendo los brazos, chasqueando los dedos y moviendo la cintura como una bailarina, demostrando con sus contorsiones siempre originales, vivas y bruscas, que no estaba empalado. Y jadeante a causa del ritmo de su danza, exclamaba:
– Mirad, mirad… Puedo hacer lo que me viene en gana, lo que me viene en gana…
No quería comer nada e interrumpía bruscamente las conversaciones iniciadas, volviendo a su baile y repitiendo, de modo infantil, a cada movimiento: