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– ¡Mirad… veis, mirad… mirad!

Cuando la noche anterior se atrevieron a comunicar a Abidaga lo que le había sucedido al Plevliak, repuso brevemente y con frialdad:

– Llevad al loco a Plevlié y que lo amarren en su casa para que no haga extravagancias por los alrededores. No estaba hecho para este trabajo.

Y de acuerdo con estas instrucciones actuaron. Pero como el jefe no recobraba la tranquilidad, sus propios hombres tuvieron que atarlo a la carreta que lo conducía. Lloraba y se defendía y, siempre que las cuerdas se lo permitían, se debatía y lanzaba su grito:

– ¡Mirad, mirad!

Al final, hubieron de atarle las piernas y los brazos, de modo que estaba sentado en la carreta, derecho como un huso. Viendo que ya no podía menearse, empezó a imaginarse que querían empalarlo y se retorcía y resistía, lanzando alaridos desesperados:

– ¡A mí, no; a mí, no! ¡Id en busca del hada! ¡A mí, no, Abidaga!

La gente, alarmada por aquellos gritos, acudió desde las últimas casas situadas a la salida de la ciudad, pero la carreta con el enfermo y los guardianes se perdió rápidamente, por el camino de Dobrún, a través de la niebla espesa que apenas dejaba adivinar el sol.

La marcha inesperada y lamentable del Plevliak hizo que el temor penetrase aún más en el espíritu de todos. Empezó a correrse el rumor de que el campesino ejecutado era inocente y que el Plevliak era responsable de su muerte. Las mujeres, en el Meïdan, contaban que las hadas habían enterrado el cadáver del desdichado Radislav bajo las rocas de Butko y que, por la noche, el cielo derramaba una abundante luz sobre su tumba: una catarata formada por millares y millares de estrellas brillantes y temblorosas, cayendo desde el cielo a la tierra. Ellas lo habían visto a través de sus lágrimas.

Toda clase de rumores resultaban dignos de crédito y se transmitían en voz baja; pero el temor era más fuerte que todo. Y los trabajos del puente proseguían a ritmo rápido y constante, sin interrupción ni desorden. Y habrían continuado hasta Dios sabe cuándo si, a primeros de diciembre, no se hubiese desencadenado un frío excepcionalmente riguroso contra el cual Abidaga, por muy fuerte que fuese, no pudo hacer nada.

Nunca se habían conocido fríos y tempestades de nieve como los que hicieron su aparición en la primera mitad del mes de diciembre. La helada pegaba las piedras al suelo y los árboles estallaban. Una nieve fina, de cristal, cubría los objetos y todos los barracones. Y al día siguiente, un viento caprichoso se la llevaba a otra parte, envolviendo otra región. Los trabajos se detuvieron por sí mismos y el temor que inspiraba Abidaga palideció y se disipó por completo. Abidaga hizo frente a la situación durante algunos días, pero al final, cedió. Dejó marchar a los obreros y suspendió los trabajos. En medio de un fuerte temporal de nieve, partió a caballo con los miembros de su séquito. El mismo día, tras él, en dirección opuesta, salieron Tosún efendi en un trineo de campesino, arropado por unas mantas y hundido en la paja, y maese Antonio. Y todos los obreros se dispersaron por los pueblos y los valles profundos, desapareciendo sin ruido, sin que nadie llegase a darse cuenta, como el agua absorbida por la tierra. La construcción quedó como un juguete abandonado.

Antes de su marcha, Abidaga convocó de nuevo a los notables turcos. Se sentía deprimido en su impotencia irritada, y les dijo, como el año anterior, que dejaba todo a su cuidado y a su responsabilidad.

– Me marcho, pero mis ojos quedan aquí. Tened cuidado: vale más que cortéis veinte cabezas rebeldes antes de que permitáis que se pierda un solo clavo que pertenezca al sultán. Cuando llegue la primavera, volveré y deberéis rendirme cuentas de todo.

Los notables prometieron, como el año anterior, que obedecerían sus órdenes, y se dispersaron. Cada uno regresó a su casa, preocupado y bien protegido por sus pieles, sus chaquetas y sus chales, agradeciendo a Dios, en su fuero interno, que hubiese enviado al mundo el invierno y las tempestades y que hubiese fijado un límite, por esos medios, a la fuerza de los fuertes.

Pero cuando la primavera hizo su aparición, no fue Abidaga quien llegó, sino un hombre nuevo, llamado Arif-Bey, que gozaba de la confianza del visir y que iba acompañado por Tosún efendi. Había sucedido lo que Abidaga temía. Alguien (alguien que conocía bien la situación y que había visto todo de cerca) había facilitado al gran visir informes exactos y abundantes sobre su actividad relativa al puente de Vichegrado. El visir estaba al corriente de que, durante aquellos dos años, día tras día, habían trabajado en las obras de doscientos a trescientos jornaleros, sin recibir un céntimo de salario, alimentándose a menudo por sus propios medios, mientras que Abidaga guardaba para sí el dinero del visir. (La suma total de la que se había apropiado fue calculada exactamente.) Como sucede frecuentemente en la vida, había disimulado su falta de honradez manifestando un gran celo y una severidad exagerada, de suerte que todo el mundo en aquella región, no sólo los cristianos, sino también los turcos, en lugar de bendecir la espléndida fundación piadosa, maldecían a quien la hacía levantar. Mehmed-Pachá quien, durante toda su vida, había luchado contra las malversaciones y la falta de honradez de sus funcionarios, ordenó a aquel enviado sospechoso que restituyese la totalidad de la suma y que con el resto de su fortuna y su harén se trasladase inmediatamente a un pueblecito de Anatolia. Y le advirtió, igualmente, de que no volviese a dar motivo de queja si no deseaba ser objeto de un castigo más cruel.

Dos días después que Arif-Bey, llegó a Dalmacia maese Antonio, acompañado de los primeros obreros. Tosún efendi lo presentó al nuevo hombre de confianza del visir. En un día de abril cálido y soleado, dieron una vuelta por las obras y fijaron el plan de los trabajos inmediatos.

Tan pronto como Arif-Bey se hubo retirado y se encontraron los dos solos en la orilla, el maestro miró con más atención el rostro de Tosún efendi, quien, a pesar del sol que brillaba, estaba encogido y abrigado en su amplio abrigo negro.

– Éste es otra clase de hombre. ¡Dios sea alabado! Me pregunto solamente quién habrá sido lo suficiente hábil y valíente como para informar al gran visir y hacer desaparecer a aquel animal.

Tosún efendi miraba hacia delante y dijo con voz tranquila:

– Sin ninguna duda, éste es preferible.

– Ha tenido que ser alguien que conocía a fondo la manera de actuar de Abidaga, que tenía acceso al visir y que gozaba de su confianza.

– Sin duda éste es mejor -repuso Tosún efendi, sin alzar la mirada y envolviéndose aún más en su abrigo.

En estas condiciones, comenzaron los trabajos bajo las órdenes del nuevo jefe Arif-Bey.

Se trataba en verdad de un hombre completamente diferente.

Extraordinariamente alto, un poco encorvado, con los pómulos salientes, con la mirada reprimida, los ojos negros, rientes. El pueblo le dio al momento el sobrenombre de "momia". Sin gritos, sin palo, sin palabras fuertes, ni esfuerzo aparente, daba órdenes y distribuía el trabajo riéndose y despreocupado, como si estuviese por encima de todo, pero sin dejar que nada se le escapase y sin perder de vista el más mínimo detalle. El también llevaba consigo aquella atmósfera de celo severo por cuanto era voluntad y orden del visir, pero con la diferencia de que era un hombre tranquilo, sano y honrado, que no tenía nada que temer ni qué ocultar y que, por consiguiente, no precisaba inspirar miedo a la gente ni perseguirla. Los trabajos prosiguieron a la misma velocidad (que era la velocidad deseada por el visir), las faltas eran sancionadas con la misma severidad, pero se abolió desde el primer día el trabajo gratuito. Todos los obreros fueron pagados y recibían alimento en forma de harina y de sal, y todo marchaba más de prisa y mejor que en los tiempos de Abidaga. Incluso la loca Ilinka desapareció; se había desvanecido durante el invierno sin dejar huella.