Y todo esto lo conocen desde siempre, inconscientemente, como si hubiera nacido con ellos, como saben sus oraciones, sin acordarse de quién se las enseñó ni de cuándo las oyeron por primera vez.
Saben que el puente fue construido por orden del gran visir Mehmed-Pachá cuyo pueblo natal se encuentra tras una de las montañas que circundan el puente y la ciudad.Tan sólo un visir podía dar todo lo que era preciso para que se construyese aquella perdurable maravilla de piedra.
(Un visir es algo brillante, considerable, terrible y poco claro en la conciencia de los muchachos.)
Fue construido por Radé, el arquitecto cuya vida debió durar varios siglos; si no, no se explica cómo pudo levantar todo cuanto hay de bello y permanente en tierras servias. Maestro legendario y realmente anónimo tal como la masa lo imagina y lo desea.
(a la masa no le gusta cargar su memoria ni hacerse deudora de muchos hombres, ni siquiera en espíritu).
Saben que el hada de las aguas ha contrarrestado la construcción -de igual modo que, siempre y en todas partes, hay alguien que contrarresta toda construcción- destruyendo por la noche lo que había sido levantado durante el día, hasta que una voz que surgía de las aguas aconsejó a Radé, el maestro de obras, que buscase dos hermanos gemelos, aún lactantes, niño y niña, y que se llamasen Stoïa y Ostoïa 1 y que un vez hallados los emparedase en los pilares centrales del puente.
Inmediatamente se pusieron a buscar a tales criaturas por toda Bosnia. Se ofreció una recompensa a quien los encontrase y los llevase.
Al fin los guardias encontraron en un pueblo lejano dos gemelos de pecho y se los llevaron, a la fuerza, en virtud del poder del visir. Pero su madre no quiso separarse de ellos. Lamentándose, llorando, insensible a los insultos y a los golpes, los siguió hasta Vichegrado. Allí, consiguió llegar hasta el arquitecto.
La leyenda continúa diciendo que los niños fueron emparedados, dado que no había otra solución, pero el arquitecto, según cuentan, tuvo piedad de ellos, y dejó en los pilares dos aberturas, a través de las cuales la desdichada madre podía dar de mamar a sus hijos. Estas aberturas eran unas falsas ventanas, practicadas con arte, estrechas como aspilleras, en las cuales actualmente las palomas torcaces hacen su nido.
Como recuerdo, desde hace centenares de años, la leche maternal corre por el muro; son unos caudales blancos y delgados que, en una época determinada del año, rezuman sin cesar de las junturas, pudiéndose ver sobre la piedra una huella indeleble.
(La idea de la leche de mujer evoca en la conciencia de los niños algo muy próximo e insípido y al mismo tiempo vago y misterioso, como los visires y los arquitectos; algo que los turba y los repele.)
La gente raspa esas huellas lechosas que se ven a lo largo de los pilares haciendo una especie de polvo medicinal que venden a las mujeres que, después del alumbramiento, no tienen leche. En el pilar central del puente, bajo la kapia, hay una abertura más grande, algo así como una puerta estrecha sin hojas, como una tronera gigantesca. Se dice que en ese pilar hay una gran estancia, una sala oscura, en la cual vive un árabe negro. Esto lo saben todos los niños. En sus sueños y en sus relatos, en los que rivalizan las mentiras, el negro interpreta un gran papel. A quien se le aparece, debe morir. Ningún niño lo ha visto todavía porque los niños no mueren, pero una noche fue visto por Klamid, un mozo de cuerda asmático, de ojos inyectados en sangre y siempre borracho o afligido por una eterna enfermedad del cabello; y aquella misma noche murió, allí, junto al muro. A decir verdad estaba borracho perdido y pasó la noche en el puente, bajo un cielo sereno, con una temperatura de quince grados bajo cero. Los niños miran a menudo a través de esa abertura tenebrosa como si se tratase de un abismo que espanta y que atrae. Se ponen todos de acuerdo para mirar fijamente y para que el primero que vea algo lance un grito. Con la boca abierta, temblorosos de curiosidad y de miedo hunden la mirada en esa grieta ancha y sombría, hasta que un muchacho anémico tiene la impresión de que la abertura comienza a balancearse y a desplazarse como una cortina negra, o hasta que uno de sus compañeros, burlón y decidido (siempre hay alguno de ese género), grita: "¡El negro!" y finge huir. Esa reacción turba el juego y suscita la decepción y la indignación de aquellos que gustan de los juegos de la imaginación, que detestan la ironía y que creen que mirando atentamente se puede ver verdaderamente algo y experimentar alguna sensación. Pero por la noche, durante el sueño, muchos luchan con aquel árabe del puente, como con el destino, hasta que su madre los despierta y los libera de la pesadilla. Y mientras ella le hace beber agua fría "para expulsar el pánico" y le obliga a pronunciar el nombre de Dios, el muchacho, extenuado por los juegos del día, vuelve a dormirse con el sueño pesado del niño en el que el pavor no puede aún desarrollarse ni durar mucho tiempo.
Más arriba del puente, sobre la orilla escarpada de calcárea gris, a ambos lados se ven, a intervalos regulares, dos cavidades circulares, emparejadas como si se hubiesen esculpido en la piedra las huellas de las herraduras de un caballo de tamaño sobrenatural; vienen de arriba, del Viejo Burgo, y bajan por la pendiente rocosa hasta el río, apareciendo de nuevo en la otra orilla, donde se pierden bajo tierra y bajo la vegetación.
Los niños que, en el verano, pescan pececillos durante todo el día a lo largo de esta orilla pedregosa, saben que son huellas de los pasos de antiguos guerreros, que se remontan a tiempos muy antiguos. Entonces vivían en aquella tierra héroes de gran altura; la piedra aún no había adquirido consistencia, era blanda como la tierra y los caballos eran como los héroes: de un tamaño gigantesco. Para los niños servios, únicamente, se trata de las huellas de las herraduras de Charats 1. Están allí desde los tiempos en que Kralievitch Marko, que estaba en prisión arriba, en el Viejo Burgo, se escapó, bajó la colina y, de un salto, atravesó el Drina sobre el cual entonces no había el puente. Pero los niños musulmanes saben que no fue Kralievitch Marko y que no podía ser él (¿desde cuándo un cristiano y un bastardo habría adquirido tal fuerza y poseído tal caballo?), sino Djerzelez Alia² sobre su jumento alado, quien como se sabe despreciaba las barcas y a los barqueros y atravesaba de un salto los ríos como si fuesen riachuelos. Los niños ni siquiera discuten sobre este asunto; unos y otros están convencidos del sólido fundamento de sus creencias. Y no hay precedente de que nunca nadie haya conseguido disuadir a alguno de los otros, ni de que alguno haya cambiado su punto de vista.
En estas cavidades redondas, anchas y profundas como grandes escudillas, el agua se conserva mucho tiempo después de la lluvia, como en recipientes de piedra. Los niños llaman pozos a esas cavidades llenas de agua, de lluvia tibia, y unos y otros, sin distinción de creencias, echan en ellos los pececillos, generalmente gobios, que pescan con anzuelo.
En la orilla izquierda, algo separado e inmediatamente por encima del camino, hay un gran túmulo de tierra, pero de una tierra dura, gris y petrificada. Nada crece ni florece salvo una hierbecilla, dura y punzante como un alambre de acero.
Ese túmulo es el blanco y la frontera de todos los juegos infantiles que se desarrollan en torno al puente.
Antaño, se llamó a ese lugar la tumba de Radislav. Según cuentan, fue un jefe servio, un hombre poderoso.
Cuando el visir decidió construir un puente sobre el Drina y pidió gente, todos se sometieron y se incorporaron a la leva. Únicamente se rebeló aquel Radislav; levantó al pueblo y lanzó al visir la orden de que abandonase aquel trabajo, porque encontraría grandes dificultades para construir un puente sobre el Drina.