Un tal Murat, llamado el mudo, retrasado mental, perteneciente a una familia de agas, los Tvrtkovitch de Nezuke, y de quien se burlaban a menudo en la ciudad, subió, de pronto, al parapeto de piedra del puente. Se oyeron los clamores de los niños, las llamadas llenas de asombro y espanto de los adultos, pero el idiota, como embrujado, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás, avanzaba por las piedras estrechas sin darse cuenta de que estaba suspendido sobre el agua y el abismo. Parecía que tomaba parte en una hermosa danza. A su nivel, caminaba una banda de galopines y de ociosos que lo animaban. Y, al otro lado del puente, lo esperaba su hermano Aliaga que lo azotó como a un chiquillo.
Muchos descendieron a una media hora de marcha, siguiendo el curso del río, hasta Kalata o Mezalino, y, desde allí, contemplaron el puente que se destacaba blanco y ligero, con sus once ojos de diferentes tamaños, como un extraño arabesco sobre el agua verde y las colinas sombrías. En aquel momento, llevaron una gran estela con una inscripción grabada. Fue fijada en la kapia, sobre el muro de piedra rojiza que se elevaba a una altura de tres archinas por encima del parapeto del puente.
Durante mucho tiempo, las gentes se agolparon en torno a la inscripción y la contemplaron, en espera de que apareciese un teólogo musulmán o un joven letrado que, con más o menos habilidad, por un café o una tajada de calabaza o sencillamente por hacer una buena acción agradable a Dios, leyese la inscripción a su modo.
Más de cien veces durante aquellos días fueron deletreados los versos de la inscripción, compuesta por cierto versificador de Constantinopla llamado Badi. En la estela se indicaba el nombre, el origen y el título de quien había elevado la fundación piadosa, así como el feliz año 979 de la Hégira, es decir, el 1571 de la era cristiana, fecha de la terminación de las obras. Aquel Badi, a cambio de especies contantes y sonantes, había escrito unos versos ligeros y sonoros y había sabido hábilmente imponerlos a los poderosos de aquel mundo que erigían grandes construcciones o que las restauraban. Quienes lo conocían (y que no dejaban de envidiarlo) decían irónicamente que la bóveda celeste era el único edificio sobre el cual no había todavía una inscripción debida a su pluma. Pero él, a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran eliminar.
De acuerdo con el escaso grado de instrucción, la cabeza dura y la viva imaginación de nuestras gentes, cada uno de los seudosabios de la ciudad leía y explicaba a su modo la inscripción de Badi, inscripción que, como todo texto, una vez lanzada al público, se quedó allí, eterna sobre la piedra eterna, expuesta para siempre e irrevocablemente a las miradas y a las interpretaciones de todos, de los cuerdos como de los locos, de los malos como de los buenos. Y cada uno de los auditores retenía aquellos versos que su oído captaba mejor o que correspondían a su carácter. Así lo que estaba allí, a la vista de todo el mundo, grabado en la piedra dura, se repetía de boca en boca de diferentes maneras, a menudo transformado hasta el absurdo.
El texto de la inscripción era el siguiente: "Ésta es la obra de Mehmed-Pachá, el más grande entre los prudentes y los grandes de su tiempo. Cumplió el juramento que su corazón había hecho y por su cuidado y sus esfuerzos fue elevado este puente sobre el río Drina. Sus predecesores no pudieron construir nada sobre estas aguas profundas y de rápido curso. Espero de la gracia divina que esta construcción resulte sólida y que la vida de Mehmed-Pachá discurra en la felicidad y que no conozca nunca la tristeza porque, durante su vida, ha invertido oro y plata en fundaciones piadosas; y, nadie puede decir que una fortuna que se emplea en tales intenciones, haya sido derrochada. Badi, que ha visto todo lo que antecede, cuando esta construcción fue concluida, compuso la presente inscripción: ¡Que Dios bendiga este edificio, este puente milagrosamente hermoso!"
Por fin, el pueblo se sació, concluyó de admirar, dio los suficientes paseos y se cansó de escuchar los versos de la inscripción. La maravilla de los primeros días penetró en su vida cotidiana y todo el mundo cruzaba el puente apresurado, indiferente, preocupado, distraído, semejante al ruidoso caudal que corría bajo el puente, como si éste fuese uno de los innumerables caminos que tanto ellos como su ganado andaban a diario. Y la estela con la inscripción quedó silenciosa en la parte alta del muro, igual que una piedra más.
Así se unió la carretera de la orilla izquierda con el tramo de camino situado en la llanura de la otra orilla. La barcaza negra y carcomida y el extraño barquero desaparecieron. Pero quedaron perdidas bajo los últimos arcos del puente las rocas arenosas y las riberas abruptas por las cuales, antaño, se bajaba y se subía con gran dificultad y desde las que se aguardaba lastimosamente y se llamaba, en vano, de una orilla a otra.
Cesaron los inconvenientes; incluso en la época en que el río crecía, podía ser franqueado como por arte de magia. Se podía cruzar por encima de todo, como si las gentes hubiesen estado provistas de alas. Se iba de una orilla a otra a través del puente ancho y largo, recio y permanente, como una montaña, que resonaba al contacto de los cascos de los caballos, como si no fuese más que una delgada lámina de piedra.
También desaparecieron los molinos de madera y las casuchas en las que los viajeros pasaban la noche en caso de necesidad. En su lugar, se alzó un parador sólido y lujoso que recibía a los viajeros cada vez más frecuentes. Se entraba en la hostería por una puerta ancha de líneas armoniosas. A ambos lados de la puerta estaban dispuestas dos grandes ventanas con barrotes, no de hierro, sino tallados en piedra caliza y cada uno de una sola pieza. En el amplio patio rectangular había lugar para las mercancías y los equipajes, y en su derredor se hallaban situadas, una tras otra, las puertas de las treinta y seis habitaciones. En la parte posterior, bajo la colina, estaban las cuadras; ante el asombro general, resultaron ser de piedra, como si hubiesen sido construidas para la yeguada imperial. No existía hostería semejante desde Sarajevo a ledrena 1. En ella todos los viajeros podían permanecer un día y una noche y recibir gratuitamente alojamiento, fuego y agua, para sí, criados y caballos.
Todo aquello, al igual que el puente, constituyó la fundación piadosa del gran visir Mehmed-Pachá, nacido sesenta años antes tras aquellas montañas, en el pueblo de Sokolovitchi, y que, en su infancia, había sido llevado, junto a otros pequeños aldeanos servios, en calidad de "impuesto de la sangre", a Estambul. Los gastos de mantenimiento del parador procedían de los bienes que Mehmed-Pachá había constituido reuniendo las grandes fortunas que, en calidad de botín, había ido obteniendo en las regiones de Hungría, recientemente conquistadas.