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Con la construcción del puente y de la hostería desaparecieron, como hemos podido ver, muchos sufrimientos e incomodidades; quizá hubiese tenido que desaparecer también aquel dolor insólito que el visir, siendo niño, sintió en la barcaza de Vichegrado; aquella raya negra, aguda, que, de vez en cuando, le hendía el pecho en dos.

Pero no estaba destinado a vivir sin aquel dolor ni a disfrutar por mucho tiempo con el pensamiento de su fundación piadosa de Vichegrado. Poco después de haber sido terminados los últimos trabajos, apenas había comenzado a funcionar el parador y apenas comenzaba el puente a ser conocido en el mundo, Mehmed-Pachá sintió una vez más en su pecho el dolor de la "espada negra" y fue aquélla la última ocasión en que lo padeció.

Un viernes, cuando entraba con su séquito en una mezquita, se acercó a él un derviche, medio loco y andrajoso, que le tendió la mano pidiendo limosna. El visir se volvió para ordenar a un hombre de su séquito que le diese algo de dinero, pero, entonces, el derviche sacó de la manga derecha un enorme cuchillo de carnicero que hundió violentamente entre las costillas del visir. Los acompañantes de éste mataron inmediatamente al derviche. Y el visir y su asesino entregaron en el mismo instante sus almas. En las losas grises, situadas ante la mezquita, quedaron tendidos durante unos segundos los dos cuerpos, uno junto a otro: el asesino, corpulento, sanguíneo, con los brazos y las piernas abiertos, como si aún fuese víctima del impulso furioso que le había llevado al crimen, y, a su lado, el gran visir, con las vestiduras desabrochadas a la altura del pecho y el turbante caído algo más lejos. Durante los últimos años de su vida, había adelgazado, se había encorvado, se había ido apagando y los rasgos de su cara se habían endurecido, y ahora, con el pecho desnudo y la cabeza descubierta, ensangrentado, plegado, encogido sobre sí mismo, parecía más un campesino de Sokolivitchi, envejecido y derrotado, que el dignatario asesinado que, unos momentos antes, gobernaba el Imperio turco.

Pasaron muchos meses antes de que llegase a la ciudad la noticia de la muerte del visir, y no se propagó como un hecho claro y preciso, sino como un rumor discreto que podía ser exacto o no. Porque, en el Imperio turco, no estaba permitido que se divulgasen y fuesen de boca en boca las malas noticias y los acontecimientos desgraciados, incluso cuando se producían en un país vecino, y, con más razón, cuando se trataba de una catástrofe nacional. Por lo demás, en aquellas circunstancias, nadie mostró interés en que se hablase mucho de la muerte del gran visir. El partido de sus adversarios que había conseguido darle muerte, trataba, dedicándole solemnes honras fúnebres, de enterrar con él todo el recuerdo vivo de su persona.

En cuanto a los parientes, a los colaboradores y a los partidarios de Mehmed-Pachá, en Estambul, no pusieron ninguna objeción a que se hablase lo menos posible del antiguo gran visir, porque de este modo aumentaban sus oportunidades de conseguir mercedes de los nuevos dirigentes y de hacerse perdonar su pasado.

Pero las dos hermosas construcciones del Drina comenzaron a ejercer su influencia sobre el comercio y las comunicaciones, sobre la ciudad de Vichegrado y sobre todos los alrededores, y ejercieron esta influencia sin atender a los vivos o a los muertos, a los que ascendían o a los que caían. La ciudad comenzó pronto a descender desde las colinas hacia el río, a desarrollarse y a ensancharse cada vez más y a concentrarse en torno al puente y al parador, al que el pueblo dio el nombre de Hostería de Piedra.

Así nació el puente con su kapia y así se desarrolló la ciudad alrededor de él. Después de estos sucesos, durante más de tres siglos, su lugar en el desenvolvimiento de la ciudad y su significado en la vida de sus habitantes fueron los que brevemente hemos descrito. Y el valor y la sustancia de su existencia residieron, por así decirlo, en su permanencia. Su línea luminosa en la composición de la ciudad no cambió más de lo que pudiera cambiar el perfil de las vecinas montañas, recortado sobre el cielo.

En la serie de fases de la luna y en el rápido declinar de las generaciones humanas, permaneció inalterado como el agua que pasaba bajo sus ojos. Naturalmente, también él envejeció, pero en una escala del tiempo que es más amplia -no solamente más amplia que la vida humana, sino también que la duración de toda una serie de generaciones -. Desde luego, este envejecimiento no podía ser apreciado por los ojos. Su vida, aunque mortal en sí, se parecía a la eternidad, porque su fin no era previsible.

CAPÍTULO V

Pasó el primer siglo. Dio la impresión de ser largo y dañó a los hombres y a muchos de sus trabajos, pero transcurrió sin dejar huellas sobre las grandes construcciones bien concebidas y sólidamente asentadas. Y el puente, con su kapia y la hostería vecina, permanecieron en pie y continuaron rindiendo los mismos frutos que el primer día. De igual modo habría pasado sobre ellos el segundo siglo, con el cambio de estaciones y el relevo de las generaciones humanas, y las edificaciones habrían continuado sin mudanza. Pero lo que no había podido hacer el tiempo fue provocado por el encuentro fluctuante e imprevisible de circunstancias ajenas.

Por aquella época, a fines del siglo XVII, era frecuente en Bosnia mencionar en las canciones y en las charlas a Hungría, que comenzaba a evacuar el ejército turco tras haberla ocupado durante un siglo. Muchos señores bosníacos dejaron sus huesos, durante la retirada, en tierra húngara, por intentar defender con las armas en la mano sus propiedades. Probablemente, fueron los más dichosos, porque muchos otros señores regresaron despojados a su vieja patria bosníaca, donde eran esperados por una tierra poco fértil, por una existencia estrecha e indigente, que venía a reemplazar la vida rica y desahogada y la dominación sobre grandes extensiones que habían conocido en Hungría. Hasta Vichegrado llegó un eco lejano y apagado de tales acontecimientos, pero nadie llegó a pensar que aquella Hungría, tierra de canciones, pudiese tener alguna relación con la vida real y cotidiana de la pequeña ciudad.

Sin embargo, éste era el caso. Con la retirada turca de Hungría se perdieron y quedaron fuera de las fronteras del Imperio, aparte otras muchas cosas, los bienes del vacuf 1de los cuales obtenía sus medios de existencia la hostería de Vichegrado.

Y las gentes de la pequeña ciudad y los viajeros que desde hacía un siglo frecuentaban la hostería de piedra, se habían habituado a ella y no pensaban nunca en los recursos de los que vivía ni de dónde procedían ni cómo habían surgido. Todos se servían de ella, la utilizaban como si fuese el árbol frutal productivo y bendito que crece junto al camino, árbol que no pertenece a nadie y que es de todos. Deseaban mecánicamente eterno descanso al alma del visir, pero no pensaban que el visir había muerto hacía un siglo ni se preguntaban quién guardaba y defendía ahora las tierras imperiales y los bienes del vacuf. ¿Quién iba a pensar que las cosas de este mundo se encontrasen en tal grado de dependencia unas de otras y unidas a tan gran distancia? Por esto, nadie se dio cuenta en la ciudad que los recursos se habían agotado. Los criados continuaban trabajando y la hostería acogía a los viajeros como antes. Se creía que el dinero destinado a la manutención del establecimiento se retrasaba en llegar, como había ocurrido en otras ocasiones. Sin embargo, los meses y los años pasaban y el dinero no aparecía por ninguna parte. Los criados abandonaron el trabajo.

El administrador en funciones de los bienes del vacuf por aquella época, Daut-Hodja Mutevelicht (así lo llamaban las gentes y éste pasó a ser su apellido) 2, se dirigió a todas partes, sin recibir respuesta alguna. Los viajeros se servían ellos mismos y limpiaban la hostería en la medida en que era necesario para ellos y para sus animales, pero cuando se marchaban, dejaban atrás un verdadero estercolero y una confusión considerable, teniendo, los que venían después, que limpiar y poner orden, de igual modo que lo hicieran los que los habían precedido. Pero, cada uno, al partir, lo hacía dejando a sus espaldas más suciedad que la que había encontrado al llegar.

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1. Organismo de carácter religioso que, entre los musulmanes, se cuida del mantenimiento de las fundaciones pías. (N del T.)

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2. Mustaveli significa, en turco, administrador de fundaciones pías. (N. del T.)