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Por eso amaban tan intensamente las remembranzas del más trágico de los hechos que había perturbado su existencia y, al volver la vista atrás, encontraban un placer, incomprensible para los jóvenes. Sus recuerdos no llegaban a agotarse, y ellos continuaban, infatigables, evocándolos. En el curso de sus conversaciones, completaban mutuamente sus respectivos relatos y se despertaban unos a otros la memoria. Se miraban a los ojos seniles, de amarillenta esclerótica, y llegaban a ver lo que los jóvenes no eran siquiera capaces de presentir.

Se entusiasmaban con sus propias palabras y ahogaban sus preocupaciones presentes y cotidianas, en el recuerdo de mayores preocupaciones que felizmente hacía mucho tiempo que habían desaparecido. Sentados en las habitaciones bien calientes de sus casas, por las cuales pasara antaño la inundación, narraban por centésima vez, con especial placer, ciertas escenas conmovedoras o trágicas.

Y cuanto más penoso y torturante era el recuerdo, más grande resultaba el gozo de evocarlo.

Estas escenas, contempladas a través del humo del tabaco o de un vasito de aguardiente dulce, a menudo se transformaban, exageradas y embellecidas por la imaginación y la distancia; pero ninguna de aquellas personas se daba cuenta y cada una de ellas habría podido jurar que todo sucedió tal y como ahora se decía, porque participaban inconscientemente de esta deformación involuntaria.

De esta manera, vivían siempre algunos ancianos que se acordaban de la última gran inundación de la cual no dejaban de hablar entre ellos, repitiendo a los jóvenes que ya no había catástrofes como antes, como no había la bondad y la bendita existencia de otros tiempos.

Una de las mayores inundaciones de la historia de la ciudad tuvo lugar el último año del siglo XVIII, y quedó grabada durante mucho tiempo en todas las memorias, siendo objeto de numerosos relatos.

En aquella generación, según decían después los viejos, no había casi nadie que recordase bien las últimas grandes inundaciones. Sin embargo, durante los días lluviosos de otoño, todos se mantuvieron alerta, sabedores de que "el agua es un enemigo".

Vaciaron los almacenes más próximos al río, montaron rondas de noche que, provistas de linternas, vigilaban a lo largo de la orilla, prestando oído a los sonidos sordos del agua, puesto que los ancianos afirmaban que gracias al ruido especial de la corriente, se podía saber si la inundación iba a ser una de las que, todos los años, afectaban a la ciudad, causando sólo pequeñas pérdidas, o si iba a ser una de las que, por desgracia, sumergían el puente y la ciudad, y arrastraban todo lo que no estaba sólidamente construido y apoyado sobre fuertes cimientos. Al día siguiente, se vio que el Drina no crecía y la ciudad, aquella noche, se sumió en un profundo sueño, porque todo el mundo estaba extenuado a causa del insomnio y de las emociones de la noche anterior. No obstante, aquella vez el agua los engañó. Por la noche, el Rzav creció de pronto de modo inaudito, y rojo de barro, detuvo y bloqueó, en su confluencia, las aguas del Drina. Fue así cómo los dos ríos unieron sus caudales por encima de la ciudad.

Suliaga Osmanagitch, uno de los turcos más ricos de la ciudad, tenía por aquel entonces un alazán árabe, un pura sangre de gran valor y belleza. Cuando el Drina, detenida su corriente, comenzó a crecer, el alazán se puso a relinchar y no se tranquilizó hasta que no hubo despertado a los criados y al amo de la casa, los cuales lo sacaron de la cuadra, situada junto al río. La mayor parte de los habitantes se despertaron y, bajo la lluvia fría y el viento furioso de una oscura noche de octubre todos emprendieron la huida, tratando de salvar del desastre todo lo que era posible salvar. Medio vestidos, chapoteando con el agua hasta las rodillas, llevando a las espaldas a los niños recién despertados y llorosos. El ganado balaba, espantado. Se oían a cada instante ruidos sordos: eran los troncos de árbol y las cepas, arrancados por el Drina en los bosques inundados, que chocaban con los pilares de piedra del puente.

Arriba, en el Meïdan, donde el agua no llega nunca, todas las ventanas se iluminaron y unas linternas se balancearon sin cesar, filtrando su débil luz a través de las tinieblas. Todas las casas estaban abiertas y acogían a los siniestrados que, empapados de agua y huraños, iban llegando, llevando en los brazos a los niños y algunos de sus objetos más indispensables. En las cuadras, ardían hogueras junto a las cuales se secaban aquellos que no habían podido permanecer en sus casas.

Los personajes más destacados del barrio del comercio, tras haber instalado a la gente en las casas -a los turcos en las casas turcas, a los cristianos y a los judíos en las casas cristianas – se reunieron en el domicilio del Hadja Ristanov, en la sala grande de la planta baja. Allí se encontraban, extenuados y calados de agua, los jefes y los administradores de todos los barrios de la ciudad, los cuales habían tenido que despertar y buscar cobijo a todos sus conciudadanos. No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos.

La violencia de los elementos y el peso de la desgracia común había unido a todos y, en particular, a los cristianos con los turcos. Podía verse a Suliaga Osmanagitch, al rico Pedro Bogdanovitch, Mordo Papo, el pobre Mihailo, cura corpulento poco hablador y espiritual, al grueso y serio Mula Ismet, hodja 1 de Vichegrado, y Elias Leví, llamado Hadji Liatcho, rabino conocido allende la ciudad por su juicio sano y su naturaleza abierta. Estaban además otros diez personajes importantes y representantes de las tres religiones. Se hallaban empapados, pálidos, con los dientes apretados, pero aparentemente tranquilos; sentados, fumaban y hablaban de las medidas de salvamento que se habían tomado y de las que deberían tomarse.

Sin cesar, entraba, acalorado, algún muchacho que, chorreando agua, anunciaba que todos los vivos habían sido llevados al Meïdan y a la zona existente detrás de la fortaleza, y que habían sido instalados en las casas turcas y cristianas y que el agua subía constantemente e iba adueñándose de una calle tras otra.

A medida que avanzaba la noche -avanzaba despacio, enorme, y crecida cada vez más, como el agua del río -, los ricos y los jefes comenzaron a calentarse, bebiendo café y aguardiente. Se formó un círculo estrecho y cálido, como una nueva existencia, hecha toda ella de realidad y, sin embargo, irreal, una existencia que no era la de ayer ni la de mañana; algo así como una isla pasajera en medio de la inundación del tiempo. La conversación se afirmaba y, como por un acuerdo tácito, cambiaba de dirección.

Se evitaba hablar incluso de las inundaciones anteriores, conocidas sólo a través de los relatos, se conversaba de cosas que no tenían ninguna relación con el agua ni con la desgracia que se producía en aquel momento. Aquellas gentes hacían esfuerzos desesperados para parecer tranquilas e indiferentes, casi ligeras.

Actuaban en virtud de un acuerdo no manifestado y supersticioso, y conforme a unas reglas no escritas, aunque consagradas, del decoro y del orden, reglas que correspondían al ambiente de los ricos propietarios del barrio del comercio y que tenían fuerza de ley desde tiempos inmemoriales. Todos consideraban un deber sobreponerse a sí mismos y, en semejantes circunstancias, al menos aparentemente, ocultaban sus preocupaciones y sus temores, dando a sus conversaciones, a pesar de hallarse ante una desgracia contra la cual nada podían hacer, el tono grato de las cosas lejanas.

Pero, justamente cuando aquellos seres habían empezado a recuperar la calma charlando con desenfado y cuando acababan de encontrar un momento de olvido y de descanso, y la fuerza que les sería indispensable al día siguiente, llegaron algunos desconocidos que conducían a Kosta Baranats. Era éste un propietario joven aún. Se presentó mojado, cubierto de barro hasta las rodillas y sin faja. Turbado por la luz y la presencia de tanta gente, miraba al suelo como en sueños y se enjugaba el agua que le corría por el rostro con ambas manos. Le hicieron sitio y le ofrecieron un vaso de rakia que no consiguió llevar a la boca. Le temblaba todo el cuerpo. Un murmullo recorrió la sala: había querido saltar a la corriente sombría que en aquellos instantes arrastraba la orilla arenosa, exactamente en el lugar en que se encontraban sus graneros y sus bodegas.

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1. Sacerdote turco. (N. del T.)