Era un muchacho joven, un recién llegado que, hacía de esto unos veinte años, llegó a la ciudad en calidad de aprendiz, casándose más tarde con una muchacha de buena familia y enriqueciéndose rápidamente. Hijo de un campesino, en el curso de los últimos años había acumulado una notable fortuna merced a una serie de jugadas audaces en las que no tuvo presentes los intereses de los demás; de este modo, de pronto, consiguió sobrepasar, con su capital, a la mayor parte de las casas acomodadas de la ciudad; no estaba acostumbrado a perder y no era capaz de soportar la desgracia. Aquel otoño había comprado grandes cantidades de ciruelas y de nueces que excedían sus posibilidades reales. Había contado con poder dictar durante el invierno, en el mercado, el precio de aquellos frutos y librarse así de sus deudas y conseguir amplios beneficios, como el año anterior. Ahora, se había arruinado.
Pasó cierto tiempo antes de que se disipase la impresión que produjo en todos la presencia de aquel hombre perdido. Porque, también ellos, en mayor o menor grado, habían sido afectados por la inundación y, solamente en virtud de su sentimiento innato del decoro, se dominaban mejor que aquel nuevo rico.
Los más ancianos y considerados orientaron de nuevo la conversación hacia temas inocentes. Se pusieron a hablar de algunos sucesos, de épocas ya pasadas, los cuales no guardaban ninguna relación con la desventura que los había forzado a reunirse y que los rodeaba por todas partes.
Bebían rakia ardiendo. Los relatos resucitaban figuras curiosas de otros tiempos, recuerdos de tipos originales de la ciudad y toda suerte de acontecimientos divertidos e insólitos. El pope Mihailo y Hadji Liatcho daban buen ejemplo. Cuando la conversación evocaba involuntariamente una inundación anterior, recordaban exclusivamente los aspectos ligeros y graciosos o, al menos, aquello que parecía serlo después de tantos años. Daban la impresión de emplear fórmulas mágicas con las que desafiar la inundación.
Se recordaba la figura del pope Iovan que había sido antaño cura del lugar y cuyos feligreses decían de él que era un gran hombre, pero que no tenía buena mano y que sus plegarias pesaban poco ante Dios.
En verano, en los períodos de gran sequía que paralizaban la cosecha, el pope Iovan, siempre en vano, organizaba una procesión y plegarias que habitualmente eran seguidas por una sequía todavía mayor y por un calor asfixiante. Y, cuando cierto otoño, que siguió a un verano de sequía, el Drina se puso a crecer y apuntó la amenaza de una inundación general, el pope lovan llegó hasta el río, reunió a los fieles y comenzó a recitar una oración para que cesasen las lluvias y la crecida de las aguas. Entonces, un tal lokitch, borracho y holgazán, habiendo observado que Dios enviaba normalmente lo contrario de lo que el pope pedía, gritó a voz en cuello:
– Esa oración no, padre, sino la del verano, la de la lluvia; seguramente ésa hará que bajen las aguas.
Ismet efendi, tipo grueso y corpulento, habló de sus predecesores y de su lucha contra las inundaciones.
Contó que, durante una crecida de las aguas, hacía muchos años, dos hodjas de Vichegrado salieron para decir cada uno una oración contra la calamidad. Uno tenía su casa en la parte baja de la ciudad, amenazada por la inundación, mientras el otro habitaba en la colina, donde el agua no podía llegar. El hodja de la colina fue el primero en recitar la oración, pero como el agua no bajaba de nivel, un cíngaro, cuya casa empezaba a desaparecer bajo las aguas, se puso a gritar:
– ¡Eh, buenas gentes, traed al hodja del centro de la ciudad que tiene como nosotros la casa inundada! ¿No véis que el de la colina está rezando sin sentimiento?
Hadji Liatcho, colorado y sonriente, con exuberantes nizos de pelo blanco emergiendo de su frente hasta los ojos, rió con todas aquellas bromas y dijo al pope y al hodja:
– No habléis mucho de plegarias contra las inundaciones, no vaya a ser que nuestras gentes se acuerden del pasado y nos obliguen a los tres, con este chaparrón, a salir para que recemos contra la inundación.
Se sucedían así los relatos que, insignificantes en sí mismos e incomprensibles para los demás, sólo tenían sentido para ellos y para los de su generación; era siempre un recuerdo inocente, íntimo y que únicamente ellos conocían; un recuerdo que evocaba la vida monótona, bella y penosa de la pequeña ciudad, aquella vida que era su propia vida. Ahora bien, todo había cambiado hacía años, y, aunque hubiese perdurado en ellos la huella, aquellos tiempos no guardaban ninguna relación con el drama nocturno que los había forzado a reunirse en aquel círculo fantástico.
Aquellos hombres considerables, endurecidos y habituados desde la niñez a desgracias de todas clases, dominaban "la noche de la gran inundación", teniendo fuerzas suficientes para bromear ante la calamidad que los acechaba, y triunfando sobre una desgracia que no podían evitar.
Pero, en su fuero interno, se sentían profundamente inquietos, y cada uno, tras aquellas bromas y aquella risa fingida, rumiaba un pensamiento inquieto, prestando constantemente oído al rugido del agua y del viento, a aquel ruido que venía de la parte baja de la ciudad donde habían quedado todos sus bienes. Al día siguiente por la mañana, tras haber pasado la noche en tal estado, pudieron ver desde lo alto del Meïdan cómo sus casas aparecían invadidas por las aguas, unas, totalmente, otras, a medias. Entonces, por primera y última vez en su vida, vieron la ciudad sin puente. El nivel del agua había aumentado diez metros, cubriendo los amplios ojos; el agua corría por encima del puente, que había desaparecido bajo la riada. Sólo el punto más elevado, donde se encontraba la kapia, apuntaba fuera de la superficie de las aguas y originaba una pequeña cascada.
Dos días más tarde, bajó el agua súbitamente, se aclaró el cielo, surgió el sol, cálido y rico, como suele serlo en este país fértil, durante ciertos días del mes de octubre. En aquel hermoso día, la ciudad ofrecía un aspecto terrible y lamentable. Las casas de los cíngaros y de las gentes humildes, que estaban situadas sobre el ribazo, se habían inclinado en la dirección de la corriente. Muchas de ellas estaban sin techo, la cal y la arcilla habían desaparecido y sólo se veía el negro enrejado que formaban las ramas de sauce, dando la sensación de unos curiosos esqueletos.
En los patios sin empalizada se veían las casas de los ricos, abiertas y con las ventanas desvencijadas; sobre cada una de aquellas casas, una línea de barro rojo indicaba hasta dónde había llegado el nivel de la inundación. Numerosos establos habían sido arrastrados, los graneros, destruidos. En las tiendas bajas, el fango llegaba hasta la rodilla, y, mezcladas con el barro, se encontraban todas las mercancías que no habían podido ser sacadas a tiempo. Las calles estaban cubiertas de árboles enteros que el agua había llevado, sin que se supiese de dónde, y de cadáveres de animales ahogados.
Tal era el estado de su ciudad a la cual tenían que bajar y en la cual habían de continuar viviendo. Y entre las orillas inundadas, sobre el agua que corría con estrépito, siempre turbia y abundante, se erguía al sol el puente blanco e idéntico. El agua llegaba hasta la mitad de los pilares y parecía que el puente había sido trasladado a otro río más profundo que el que de ordinario franqueaba. A lo largo del parapeto se extendían unas capas de barro que empezaban a secarse y a agrietarse; en la kapia se habían acumulado un montón de sedimentos, de ramillas y de aluviones, pero nada de eso había podido cambiar el aspecto del puente, que había sido el único en atravesar la inundación sin daño, brotando de ella como antes.