Habían pasado seis años desde que se había satisfecho el último tributo de la sangre. Por eso, esta vez, la elección había sido fácil y rica: habían encontrado sin dificultades el número exigido de niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de diez a quince años de edad, a pesar de que muchos padres hubiesen escondido a sus hijos en los bosques o les hubiesen enseñado a hacerse pasar por tontos o a cojear o los hubiesen vestido de harapos y los hubiesen mantenido sucios con el solo objeto de sustraerlos a la elección del aga.
Algunos habían llegado incluso a mutilar a sus hijos, cortándoles, por ejemplo, uno de los dedos de la mano.
Los niños escogidos eran transportados, en una larga hilera, a lomos de caballos bosníacos.
Cada caballo tenía dos cestas trenzadas como las que se usan para llevar frutas, una a cada lado; y en cada cesto se había colocado a un niño y con él un paquetito y un trozo de tarta, última golosina que les habían entregado en la casa paterna. Asomando por esas cestas que se balanceaban y rechinaban, podían verse los rostros frescos y asustados de aquellos niños capturados a la fuerza. Algunos miraban con tranquilidad por encima de las grupas de los caballos y sus miradas escudriñaban a lo lejos, hacia donde quedaba su tierra natal; otros comían y lloraban al mismo tiempo y otros dormían, con la cabeza apoyada en la albarda. A cierta distancia de los últimos caballos y como colofón de tan extraordinaria caravana, se arrastraban, dispersos y jadeantes, gran número de padres y de madres de aquellos niños que les habían sido arrancados para siempre y cuyo destino consistía en ser islamizados y circuncisos, en olvidar su fe, su tierra y su origen, y en pasar su vida en destacamentos de genízaros o en algún servicio más importante del imperio otomano. Eran en su mayoría mujeres, madres, abuelas o hermanas de los niños capturados. Cuando se acercaban demasiado, los caballeros del aga, aullando, las dispersaban a fustazos lanzando sobre ellas sus caballos. Huían entonces y se escondían en los bosques que bordeaban el camino, pero, poco después, se reunían de nuevo tras el convoy y se esforzaban por ver una vez más, con sus ojos arrasados de lágrimas, la cabeza del niño que les había sido arrebatado. Las más tenaces y difíciles de contener eran las madres. Corrían a marchas forzadas y sin mirar dónde ponían los pies, con el pecho desnudo, desgreñadas, olvidando todo lo que las rodeaba. Lloraban y se lamentaban como ante un cadáver. Otras, medio locas, gemían, aullaban como si su matriz se rasgase con los dolores del parto y, cegadas por las lágrimas, iban a dar de cabeza contra los látigos de los caballeros. Respondían a cada fustazo con una pregunta insensata: – ¿Adonde los lleváis?
Algunas trataban de llamar a su hijo y de darle algo de ellas mismas, una última recomendación o un consejo para el viaje resumidos en dos palabras.
– ¡Radé, hijo mío, no olvides a tu madre!
– ¡Ilia! ¡Ilia! ¡Ilia! -gritaba otra mujer buscando desesperadamente con la mirada la cabeza querida y familiar y repetía el grito sin tregua, como si quisiese grabar en la memoria del niño aquel nombre cristiano que, dentro de unos días, le sería arrebatado para siempre.
Pero el camino es largo, el suelo duro, el cuerpo débil y los turcos son poderosos y despiadados. Poco a poco, aquellas mujeres se paraban y, fatigadas por la marcha, agotadas por los golpes, abandonaban una tras otra tan inútil esfuerzo. Aquí, junto a la barca de Vichegrado, debían detenerse las más tenaces, porque no eran admitidas en la barca y no había otro medio de cruzar el río. Aquí, esperaban, como petrificadas e insensibles al hambre, a la sed y al frío, para ver una vez más, en la orilla opuesta, el convoy de caballos y caballeros que se alejaba y se desvanecía en dirección a Dobruna. Y aquí podían imaginarse una vez más, en medio del convoy, al niño querido que desaparecía a sus miradas.
Aquel día de noviembre, en uno de los numerosos cestos, un chiquillo moreno, de unos diez años, originario de Sokolovitchi, pueblo situado en la parte alta de la región, miraba en torno suyo, silencioso y con los ojos secos. Sostenía, con su mano transida y roja de frío, una navajita curva y tallaba distraídamente el borde de su cesto, pero al mismo tiempo miraba alrededor. Debía guardar en su memoria la orilla pedregosa, cubierta por unos escasos sauces desnudos de un gris pobre; debía recordar al monstruoso barquero y el frágil molino de agua, cuajado de telas de araña y de corrientes de aire, donde los niños tuvieron que pasar la noche antes de poder atravesar las aguas turbulentas del Drina, por encima del cual graznaban las cornejas. Un malestar físico surgió en él, una especie de línea negra que, de vez en cuando, durante un segundo o dos, le partía el pecho en dos y le causaba un profundo dolor. Tal sufrimiento permaneció ligado en su memoria a aquel lugar en que el camino se quebraba, donde la desesperanza y la desolación se acumulaban sobre las orillas pedregosas del río a través del cual el paso era difícil, costoso y poco seguro, un lugar singularmente doloroso y neurálgico en un país plagado de montañas y miserable, de una miseria manifiesta y evidente, donde el hombre se veía detenido por los elementos más fuertes que él y donde humillado por su impotencia, tenía que ver con mayor claridad su desventura y la de los demás, su retraso y el del prójimo.
Todas estas circunstancias dieron lugar al malestar físico que sorprendió al muchacho aquel día de noviembre y que jamás le abandonaría, ni siquiera cuando hubo cambiado de vida y de fe, de nombre y de país.
Lo que sucedió después a aquel muchacho lo cuentan todos los libros de historia en todas las lenguas y se conoce mejor en el vasto mundo que entre nosotros. Con el tiempo llegó a ser un joven e intrépido oficial de la corte del sultán, más tarde capitán pacha, después yerno del sultán, general y hombre de Estado de reputación mundial. Estamos hablando de Mohamed-Pachá Sokoli, que llevó a tres continentes a una serie de guerras, la mayor parte de las veces victoriosas, que ensanchó las fronteras del imperio turco, que aseguró para ese imperio la seguridad frente al exterior y una buena administración en el interior. Durante los sesenta y tantos años de su vida, sirvió a tres sultanes, experimentó en el bien y en el mal lo que sólo a unos escasos elegidos es dado experimentar y se alzó en la vía del poder y de la potencia hasta alturas desconocidas por nosotros, que muy pocos alcanzan y en las que muy pocos se mantienen. El nuevo hombre en que se convirtió dentro de un mundo extranjero al cual ni siquiera con el pensamiento podemos acompañarlo, tuvo que olvidar todo cuanto había dejado en el país de donde lo habían sacado. No cabe duda de que también olvidó el paso del Drina en Vichegrado, la orilla desierta en la que los viajeros tiemblan de frío y de incertidumbre, la barca lenta y carcomida, el monstruoso barquero y las cornejas hambrientas que surcaban el aire por encima del río. Pero el sentimiento de malestar físico que le quedó de todo aquello, nunca llegó a desaparecer del todo. Al contrario, con los años y la vejez, aparecía cada vez más a menudo, siempre aquella misma estría negra que le partía el pecho en dos, aquel dolor singular y bien conocido desde la infancia que se distinguía de todos los sufrimientos que la vida le proporcionó más tarde. El visir, en esos instantes, esperaba con los ojos cerrados que se alejase la negra cuchilla y que el dolor cediese. Durante uno de aquellos momentos llegó a la conclusión de que se desembarazaría de aquel mal si lograba suprimir la barca del lejano Drina, donde se amontonaban y se depositaban sin tregua la miseria y las incomodidades de todas las especies; si llegaba a unir por medio de un puente las orillas escarpadas y el agua pérfida que corría entre ellas; si empalmaba los dos extremos de la carretera que se rompía en aquel punto, si ligaba así para siempre y sólidamente Bosnia con el Oriente, su tierra de origen con los lugares de su vida de hombre. Fue, pues, él el primero que en un instante, tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que había de ser levantado.