Sobre la orilla escarpada trabajaban los tallistas de piedra. Toda aquella parte de la región adquirió un color amarillento a causa del polvo que producían. Y un poco más lejos, los jornaleros indígenas apagaban la cal, atravesaban harapientos y blancos de polvo aquella humareda blanca que subía de los hornos de cal.
Los caminos se socavaban a causa del incesante tráfico de vehículos cargados en exceso. La barca funcionaba todo el día, transportando, de una orilla a otra, a los vigilantes y a los obreros e, igualmente, la madera de construcción. Los especialistas, chapoteando hasta la cintura en el agua gris y primaveral, clavaban postes y estacas y llenaban de arcilla los gaviones que debían desviar el curso del agua.
La gente que, hasta entonces, había vivido apaciblemente en aquella pequeña ciudad de casas dispersas sobre los flancos de la montaña, junto a la barca del Drina, contemplaba extrañada todo aquello, y se habrían dado por satisfechos si hubiesen podido contentarse con mirar; pero aquellos trabajos alcanzaban tal amplitud y adquirían tal impulso que arrastraban a los seres vivientes y a las cosas inanimadas no solamente de la ciudad, sino también de sus alrededores. Durante el segundo año aumentó tanto el número de obreros que llegó a igualar al de todos los habitantes varones de la ciudad. Todas las carretas, los caballos y los bueyes trabajaban para el puente, todo lo que podía arrastrarse o rodar había sido cogido y aparejado al trabajo, a veces mediante pago y a veces a la fuerza, a título de leva. Había más dinero que antes, pero la carestía de la vida y la miseria aumentaban más rápidamente que el flujo del dinero, hasta el punto de que cuando llegaba a las manos de los obreros, ya estaba medio comido.
Carga más pesada aún que la carestía de la vida y la miseria, resultaba para aquellas gentes la inquietud, el desorden y la inseguridad que, ahora, se cernía sobre la ciudad como consecuencia de aquel conglomerado de trabajadores venidos no se sabía de dónde. Y a pesar de la severidad de Abidaga, eran frecuentes las riñas entre los obreros y los robos en los jardines y los patios. Las mujeres musulmanas tenían que cubrirse el rostro incluso cuando salían al patio, pues podía aparecer por cualquier parte la mirada de uno de los numerosos extranjeros y autóctonos; y los turcos de la ciudad observaban mucho más estrictamente los preceptos del Islam, dado que eran turcos recientes y que era raro el que no se acordaba de un padre o de un abuelo cristiano o islamizado hacía poco tiempo. Por todas estas razones los ancianos de rito turco se indignaban abiertamente y volvían la espalda a aquel caos confuso de obreros, de animales de tiro, de madera, de tierra y de piedras que se ampliaba y se complicaba cada vez más en torno a la barca y que, en su labor de zapa, alcanzaba ya sus calles, sus patios y sus jardines.
Al principio, todos se sentían orgullosos de la gran fundación piadosa que iba a construir un visir, originario de su tierra. Ignoraban entonces lo que ahora veían: que las construcciones arrastran tanto desorden e inquietud, tantos esfuerzos y gastos.
"Resultaba hermoso -pensaban- pertenecer a la verdadera fe reinante; resultaba hermoso tener en Estambul de visir a un compatriota, y aún más hermoso imaginar un puente sólido y bello a través del río, pero todo lo que sucede en este momento, no se parece a nada. La ciudad se ha transformado en un infierno, en una danza embrujada de asuntos incomprensibles, de humo, de polvo, de clamores y de tumulto. Los años pasan, los trabajos siguen su curso y avanzan, pero no se les ve el fin, ni el sentido. Todo aquello se parece a cualquier cosa, menos a un puente."
Así pensaban los turcos recientemente convertidos y, entre ellos, confesaban que ya estaban hartos de la nobleza, del orgullo y de la gloria futura; renegaban del puente y del visir y sólo pedían a Dios que los librase de aquella calamidad, y les devolviese, a ellos y a sus casas, la paz de antaño y la tranquilidad de su vida modesta.
Todo aquello atormentaba a los turcos y a los cristianos de toda la región de Vichegrado con la diferencia de que a los cristianos nadie les pedía su opinión y de que no podían expresar su indignación. Y he aquí que llega el tercer año y que las gentes continúan padeciendo en las obras de la nueva construcción y le consagran su esfuerzo personal, sus caballos y sus bueyes. No son sólo los cristianos de Vichegrado, sino también los de los tres caidatos vecinos. A caballo, los esbirros de Abidaga van aprehendiendo a todos los cristianos, ya sean campesinos o gente de la ciudad, para llevarlos a trabajar al puente. Normalmente, los sorprendían durante el sueño y los cogían como corderos. En toda Bosnia, los viajeros decían a los viajeros que no pasaran por el Drina, pues el que por azar iba a parar allí, era apresado sin que se le preguntase quién era ni a dónde iba, y lo forzaban a trabajar por lo menos unos días. Los cristianos de la ciudad eran rescatados por una propina. Los muchachos del campo trataban de huir al bosque, pero en su lugar eran llevados como rehenes miembros de sus familias, a menudo, incluso mujeres.
He aquí que llegamos al tercer otoño de trabajo y nada indica que se haya avanzado ni que se aproxime el fin de tantas molestias. El otoño está en toda su plenitud; han caído las hojas, los caminos están empapados de agua, el Drina, crecido, lleva sus aguas turbias, y los campos cubiertos de rastrojos están repletos de cornejas que vuelan perezosas. Pero Abidaga sigue sin detener los trabajos. Bajo el pálido sol de noviembre, los campesinos llevan madera y piedras, chapotean descalzos o calzados con opanci 1 hechos de piel sin curtir, aún sangrante, en el camino embarrado, transpiran por el esfuerzo y tiritan bajo el viento y ciñen, en torno a su cintura, sus calzones sucios, agujereados y cubiertos de remiendos y se anudan los jirones de su única camisa de lino ordinario, ennegrecida por la lluvia, el barro y el humo, pero que no se atreven a lavar por miedo a que, en el agua, se les deshaga en filamentos. La vara verde de Abidaga está suspendida sobre sus cabezas; este hombre infatigable inspecciona, varias veces al día, la cantera de piedra de Bania y todos los trabajos que se desarrollan en torno al puente.
Está furioso y encolerizado contra todo el mundo, porque los días se acortan y el trabajo no avanza todo lo rápido que él quisiera.
Vestido con una pelliza larga de pieles de Rusia, calzado con botas altas, y con el rostro congestionado, trepa por los andamiajes que ya se yerguen por encima del agua, entra en las forjas, en las cabañas y en los barracones de los obreros e injuria a todos, vigilantes y contratistas.- Los días son cortos. Cada vez más cortos. ¡Ah!, hijos de perra, estáis comiendo el pan gratis.
Estalla de ira como si fuese culpa de ellos el que amanezca tarde y anochezca pronto. Pero antes del crepúsculo, del implacable crepúsculo de Vichegrado, cuando las colinas abruptas se cierran en torno a la ciudad y la noche cae rápida, pesada y sorda, como si fuese la postrera, entonces el furor de Abidaga llega a su paroxismo y, no teniendo en quien descargarlo, se rebela consigo mismo y no puede dormir ante la idea de tantos trabajos parados y de tantas gentes que esperan y pierden su tiempo.