Rechina los dientes, convoca a los vigilantes y calcula cómo, a partir del día siguiente, podría emplearse mejor la jornada, y utilizarse la mano de obra con más eficacia.
A esas mismas horas, todos duermen en las cabañas y los establos, descansan y reponen sus fuerzas. Pero hay algunos que no duermen: hay quien también sabe velar por su cuenta y a su modo. En medio de un establo espacioso y seco arde un fuego; mejor dicho: está terminando de arder, pues ya no queda más que una brasa que se consume en la estancia en penumbra.
La atmósfera está llena de humo y de ese olor pesado y ácido que desprende la ropa húmeda y la respiración de treinta seres humanos. Son todos gentes de la leva, aldeanos de los alrededores, pobres gentes, cristianos, siervos.
Están sucios, empapados de agua, extenuados e invadidos por la preocupación.
El trabajo sin retribución y sin perspectivas los consume; mientras ellos se dedican a una tarea inútil, sus campos, allá en los pueblos, esperan en vano las labores de otoño.
Esas gentes secan sus obojak 1 junto al fuego, mezclan sus opanci o sencillamente contemplan la brasa. Entre ellos se encuentra un montenegrino, llegado de no se sabe dónde. Fue detenido en el camino y lleva trabajando varios días, aunque hable y trate sin cesar de demostrar a todos que aquel trabajo le es muy penoso e inconveniente y que su honor no soporta una tarea tan servil.
Están sentados alrededor de él la mayoría de los campesinos que no duermen, sobre todo los jóvenes. El montenegrino saca del bolsillo profundo de su chaleco de piel de cordero una guzla² de aspecto mísero y tan pequeña como la palma de una mano, y un arco corto. Uno de los campesinos sale y se sitúa ante el establo, haciendo guardia para evitar que pueda llegar algún turco sin ser visto. Todos contemplan al montenegrino como si lo viesen por primera vez y observan la guzla que desaparece entre sus grandes manos. Se inclina, la guzla reposa sobre sus rodillas, y aprieta el mango con la barbilla, unta la cuerda con resina y echa el aliento sobre el arco hasta dejarlo húmedo y blando. Mientras hace todo esto, consciente y tranquilo, como si estuviese solo en el mundo, todos lo miran fijamente. Por fin vibra un primer sonido, estridente y ronco. La emoción aumenta. El montenegrino acopla su voz y comienza a cantar nasalmente, acompañado por la guzla. Todo se armoniza y anuncia un relato maravilloso y efectivamente, en un instante, el montenegrino, tras haber adaptado su voz a la guzla, echa hacia atrás la cabeza violentamente, con orgullo, de suerte que la nuez se destaca en su cuello delgado y su perfil agudo brilla a la luz.
Emite un sonido reprimido y prolongado: "¡Aaaaa!" e, inmediatamente, prosigue con una voz clara y sonora:
Los campesinos, en silencio, se agrupan junto al cantor; no se les oye ni la respiración, guiñan los ojos como fascinados. Sienten un hormigueo que les recorre la espina dorsal, su pecho se agita, sus ojos brillan, los dedos se separan, para crisparse después, y los músculos de las mandíbulas se tensan. La melodía del montenegrino se enriquece cada vez más y se eleva hermosa y atrevida.
En tanto, los trabajadores, empapados de agua hasta los huesos, desvelados, insensibles a todo lo que los rodea y cautivados, acompañan la canción, viendo en ella un destino personal más luminoso y más bello.
Entre esos hombres hay un tal Radislav, de Unichta, pueblecito situado algo más arriba de la ciudad. Es bajito, de rostro moreno y ojos vivos, inclinado, que anda de prisa, separando las piernas y balanceando la cabeza y los hombros de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si estuviese tamizando harina. No es ni pobre como parece, ni ingenuo como aparenta. Pertenecía a una familia llamada Kherak, que poseía una buena tierra y un considerable número de trabajadores. En el curso de los últimos cuarenta años casi todo el pueblo se había islamizado, por lo que ellos se sentían oprimidos y aislados. Radislav, pequeño, retraído y agitado, iba, durante las noches de aquel otoño, de cuadra en cuadra fomentando la revuelta, insinuándose como un zorro a los campesinos y cuchicheando siempre con un solo interlocutor. Sus palabras, por regla general, eran las siguientes: "Hermanos, ya hemos soportado bastante, tenemos que defendernos. Como podéis ver, esta construcción va a enterrarnos y a devorarnos.
Y también nuestros hijos serán víctimas del mismo trabajo, si es que alguno llega a sobrevivir. Lo que están tramando es nuestra exterminación y no otra cosa. Los indigentes y los cristianos no tienen necesidad de un puente. Son los turcos los que lo quieren. Nosotros no desplazamos ejércitos, no tenemos grandes negocios y con la barca nos basta. Algunos de nosotros nos hemos puesto de acuerdo para ir, en las noches oscuras, a echar abajo, y a deteriorar, en la medida que nos sea posible, lo que haya sido construido. Y haremos correr la voz de que es una hada la causante y de que no permitirá que se alce un puente sobre el Drina. Ya veremos si esto sirve para algo, no tenemos otros medios a nuestro alcance y es preciso hacer algo."
Como siempre, se encontró ante gentes pusilánimes e incrédulas que consideraban estéril la idea porque, según decían, los poderosos y taimados turcos no se volverían atrás de su decisión. Creían, pues, que tenían que continuar soportando hasta el último día, sin hacer nada que pudiese empeorar su situación. Sin embargo, hubo algunos que estimaron que era preferible cualquier cosa antes que seguir llevando aquella vida, mientras esperaban a que se desgarrase el último jirón de su vestido y a que se agotasen sus fuerzas. Había que seguir a quienquiera que los condujese hacia una salida. Los que así pensaban, eran en su mayoría muchachos, pero también había algunos hombres serios y casados, padres de familia, que dieron su consentimiento, sin entusiasmo ni impetuosidad, diciendo con aire preocupado: "Vamos a destruirlo, que la sangre lo devore, antes de que sea él el que nos devore a nosotros. Pero si eso no sirve para nada…"
Y en su resolución desesperada, agitaban la mano con escepticismo.
Fue así como, durante los primeros días de otoño, se extendió el rumor, primero entre los obreros, más tarde por la ciudad, de que el hada de las aguas había intervenido en la cuestión del puente, y que destruía por la noche el trabajo hecho el día anterior y que de aquella obra no saldría nada. Al mismo tiempo, empezaron efectivamente a manifestarse, durante la noche, desperfectos inexplicables en los lugares en que estaban emplazados los diques e incluso en los trabajos de albañilería. Las herramientas que hasta entonces los albañiles habían dejado en los pilares recién comenzados, en los dos extremos del puente, empezaron a desaparecer. También se pudo observar que en los trabajos del suelo se abrían grietas, penetrando el agua por ellos.
El rumor de que el puente no podría ser concluido llegó hasta muy lejos; tanto los turcos como los cristianos lo propagaban y adquirió la forma de una creencia cada vez más firme. La raía 1 cristiana se regocijaba con todo su corazón, murmurando en silencio y disimuladamente. Los turcos del país que en otro tiempo contemplaban orgullosos la obra del visir empezaron a guiñar el ojo con desprecio y hacer con la mano señales de desánimo.