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Jonas maldijo y por un momento, clavó los ojos en la puerta cerrada. Había pasado las horas rebuscando en los archivos de sospechosos y trabajando para encontrar a quien trataba de hacer daño a Hannah. Todo el día pensado nada más que en regresar junto a Hannah. Había resuelto el problema de escapar con toda seguridad con ella, poniendo atención en cada detalle menor para que ella no se sintiera una prisionera en su propio hogar y así ella pudiera tener el control. Y ahora, de nuevo, ella le había dejado fuera otra vez.

Le sacudió una oleada de cólera sin proporción, pero él tenía una vasta experiencia con puertas cerradas. Hannah le conocía mejor que eso. Resistiendo la idea de echarla abajo, forzó el cerrojo y entró.

Las puertas francesas que conducían al balcón con vistas al mar estaban abiertas como siempre. Las blancas cortinas de encaje ondulaban en el cuarto, trayendo la niebla y el fuerte sabor a sal marina. Ella estaba envuelta en una manta y sentada en una silla, con la mirada fija en el agua turbulento, rechazando tercamente mirarle. Recostó perezosamente una cadera contra la jamba de la puerta y estudió su evasiva cara.

La manta se resbaló cuando ella se inclinó hacia delante para tirar algo sobre la baranda. El viento sopló arrastrando algo hacia él. Un largo rizo en espiral aterrizó en su pecho.

– Qué diablos, ¿Hannah? -demandó, equilibrando una taza de té en una mano y cogiendo las hebras platino en la otra-. ¿Qué has hecho?

Ella saltó, un pequeño chillido de miedo enredado en su garganta. Se acercó más la manta envolviéndose con ella formando una capucha, cubriendo la mayor parte de su cara.

– Una puerta cerrada normalmente quiere decir que alguien quiere estar solo. -Su voz era ese ronco susurro que él encontraba erótico como el infierno. Le dio problemas bajándole por la columna vertebral y provocándole un duro infierno delante. Se movió un poco para tratar de aliviar la continua dolencia centrada en la ingle.

– No me gusta quedarme fuera.

Ella se sobresaltó bajo su mirada penetrante.

– A eso se le llama privacidad.

– Ya has tenido bastante privacidad. Puedes enfurecerte conmigo, Hannah, y puedes gritar y me puedes decir que me vaya al infierno, pero no me cierres con llave la puta puerta. Simplemente no me jodas más. Si estás teniendo un mal momento, entonces dilo.

– Cerrando la puerta lo estoy diciendo.

– Es cosa de nosotros dos juntos, ya no es sólo cosa tuya. No vamos a tener una de esas relaciones cojas, a medias.

Ella frunció el ceño.

– ¿Qué significa exactamente eso?

– Quiere decir que no me cierres la maldita puerta.

– Jesús. Bien. Estupendo. -Suspiró y capituló-. Con sinceridad, no me percaté de que la puerta estaba cerrada con llave.

– Entonces ¿por qué simplemente no lo dijiste?

– Porque tú me gritaste.

– De acuerdo, simplemente no cierres la puerta otra vez. -Le dio la taza de té y agarró otra silla, arrastrándola al lado de la de ella.

Ella inmediatamente se calentó las manos con el calor de la taza.

– Gracias, Jonás.

– De nada. Le puse miel para ti. ¿Estás lista para irnos? -No parecía lista, no tal y como estaba agarrando firme y desesperadamente la manta y escondiéndose en sus pliegues. No podía ver su pelo, pero había varias hebras largas en el suelo del balcón.

Ella comenzó a hablar, a decirle que no iba, él estaba seguro, pero se detuvo y tomó un pequeño sorbo de té como si reuniera coraje. Cuando el silencio se alargó, suspiró.

– Quiero ir, Jonas. Sólo que… -Se detuvo completamente.

– Cariño -dijo suavemente-. Simplemente déjalo pasar. Déjame ver tu pelo.

Sus largas pestañas revolotearon. Alzó una mano y tocó los elásticos rizos bajo la manta.

– Lo hice para mí.

Él dejó escapar su aliento.

– Eso está bien, cariño. Déjame ver.

Le recorrió con la mirada como tratando de medir su verdadera emoción.

– Tengo tanto pelo y eso me pesa, ¿sabes? Sólo quise deshacerme de una parte del peso. Y era tal la carga de que fuera siempre tan perfecto.

La risa en respuesta de él fue suave.

– La gente siempre escribió sobre tu perfecto pelo. -Estuvo de acuerdo.

– No eran ellos los que tenían que poner unos tropecientos litros de producto para mantenerlo sin nudos por todas partes. Quise hacer algo que fuera sólo decisión mía. -Quería que la entendiera. Y quería que le gustase, para no decepcionarlo.

– ¿Lo ha visto alguien? -Supo la respuesta antes de que la dijese.

– Joley lo hizo para mí, pero ella prometió no contar nada.

– ¿No te tiñó de algún color escandaloso? ¿No tendrás rizos púrpuras bajo la manta, o sí? -Pasó y tomó la taza en su mano, bebió, dando al líquido permiso para calentar sus entrañas.

Una pequeña sonrisa curvó su suave boca, atrayendo la atención al lleno labio inferior. Él quería pasar algún tiempo mordisqueando otra vez su labio, pero Hannah no iba a ayudarle.

– Nada de color. Joley dice que el estilo es ligero y sexy. Pero todo es sexy para ella.

– ¿Vas a dejarme ver o tengo que forcejear con la manta para apartarla completamente de ti?

– Un par de reporteros alquilaron botes y trataron de obtener fotos esta tarde mientras tú no estabas. Y Joley se volvió loca e hizo frente al Reverendo. Ella básicamente le hizo confesar sus pecados en la televisión nacional.

– Así lo oí. Fue una locura. -Ella estaba demorándose. Sabía lo que le pasaba y consideró decírselo, pero allí había más que un corte de pelo nuevo. Necesitaba dejarla abrirse camino antes de decirle el problema real.

Hannah volvió al té, tragando saliva, evitando mirarle otra vez.

– Pensé que esta historia sólo moriría y todo el mundo se iría, pero no va a ocurrir ¿no?

– No por el momento.

– Y Joley pudo haberse convertido en un blanco igualmente, ¿verdad?

Se la veía como una niña vulnerable y tan frágil que se dolió por ella.

– Lo siento, nena, quiero decirte lo contrario, pero la verdad es, que Joley se convirtió en un blanco hace mucho tiempo, justo cuando dio el paso de salir al ojo público.

Su voz fue tierna y la pena la golpeó con dureza, haciendo que su garganta se pusiera en carne viva y su pecho se apretase.

– Como yo hice. -Tragó saliva y negó con la cabeza, las lágrimas desbordándose cuando ella se había esforzado tanto por detenerlas-. Jonas. -Ella no podía decir nada. Como fuera, su nombre salió sofocado, desgarrando alguna parte y dejando una herida abierta -. ¿Por qué me odian tanto?

– No lo sé, cariño. -La atrajo a sus brazos, manteniéndola tan apretada como podía, presionando su cara contra el pecho, queriendo romper algo, cualquier cosa, para aliviar la impotencia y la aguda frustración que sentía-. Vas a estar bien, Hannah. Voy a encontrarlos.

– Aún no sé qué he hecho para que alguien me odie tanto -dijo con voz amortiguada.

Lo haría. Quienquiera que había ordenado el golpe contra ella exigía morir. Jonas podía odiar y tenía una memoria largísimo. La mantuvo todo lo cerca que pudo el mayor tiempo posible, ella se pegó a él, escuchando su llanto como si su corazón estuviera quebrado, y en lo profundo de su interior, un monstruo se robusteció. Finalmente la levantó y se hundió de vuelta con ella en la silla, meciéndola amablemente adelante y atrás, murmurando para tranquilizarla, rozando besos sobre la manta y observando el lado de su cara donde la manta mostraba su piel a hurtadillas.