– No voy a agregarte a la lista de hombres muertos -decretó Duncan-. Así que resígnate, Harrington.
Jonas se desplomó hacia atrás en la silla, pasándose la mano por el cabello. Estaba sucio, exhausto, cubierto de sangre y sufriendo como el infierno ahora que se le estaba pasando el efecto de la anestesia. Miró a Jackson, se encogió de hombros y se rindió.
Hannah. No voy a conseguir volver esta noche.
CAPÍTULO 3
Hannah. No voy a conseguir volver esta noche.
Eso fue lo último que le había dicho, seguido de cuatro largos, paralizantes, terroríficos días de absoluto silencio. Maldito fuera Jonas Harrington, que se fuera al demonio. Había terminado con él. No le iba a dedicar otro día -otra hora- de su tiempo. Había desperdiciado la mayor parte de su vida esperándole, y si significaba tan poco para él, era hora de terminar con ello.
Sólo unas semanas antes casi había muerto a causa de una herida de bala y casi la había arrastrado con él, cuando ella se esforzó tan desesperadamente en salvarle la vida. ¿Qué había hecho el desagradecido imbécil para agradecérselo? Se había ido en busca de más problemas -y los había vuelto a encontrar- otra vez.
Había sabido el momento exacto en que se encontró en apuros. Sintió su dolor, como a través de una gran distancia, y supo inmediatamente que estaba en San Francisco. Asustada más allá de toda razón, había corrido a la almena del capitán y enviado al viento para que le ayudara, pero él no había vuelto a ella una vez el peligro hubo pasado.
Hannah. No voy a conseguir volver esta noche. Ni siquiera se había molestado en llamarla. Ni para darle las gracias, ni siquiera para asegurarse que estaba bien cuando sabía el efecto que el uso de sus dones le suponía. Ni siquiera para asegurarle que él mismo se encontraba bien.
Bueno, ella no iba a ser la que le llamara. Ya había tenido suficiente de pasar por una tonta.
Iba de camino a New York por otro trabajo. Detestaba irse, pero tenía un trabajo que hacer, y esta vez, quizás no regresara. Tal vez sencillamente tuviera que permanecer alejada de Sea Haven.
La idea hizo que los ojos le brillaran con lágrimas, se puso de pie en la almena del capitán, tres pisos por encima de las interminables olas, y miró fijamente hacia abajo, al turbulento mar. El agua era hermosa a la luz de la luna; sombras de negro, azul marino y brillante plata ondeaban a través de la superficie. El rocío saltaba en el aire con cada embestida de las olas que se estrellaban contra las rocas de abajo. Suspiró y apoyó los codos contra la barandilla mientras miraba a la niebla que se acumulaba en la distancia, empezando a expandir zarcillos por encima de las rítmicas olas. Como siempre, el mar la calmaba, llevándose cada gota de su furia, para dejarla en paz, pero triste y pensativa, conciente de que esta vez tendría que actuar, realmente tenía que poner distancia entre Jonas y ella.
– Jonas -susurró su nombre al mar, permitió que el viento trasportara el sonido sobre el agua.
El mar le susurró en respuesta, soplando el vapor tierra adentro, formando largas fajas de niebla blanca como la nieve, por lo que pareció como si un edredón estuviera siendo lentamente extendido por encima del risco. La niebla añadía un aura de misterio y belleza etérea a la noche. Se extendía sobre el mar y hasta la copa de los árboles, y comenzaba a rodear su hogar. Siempre venía aquí en busca de paz; esta vez había venido en busca de fuerzas para marcharse.
Murmuró suavemente al viento y este se alzó agitándose, saltando sobre el agua juguetonamente, lanzando gotas al aire con lo que pareció que estuvieran lloviendo diamantes centelleantes. Inhaló los aromas del mar. Los remolinos de niebla danzaron en la ligera brisa, formando capas sobre la superficie del agua.
Hannah permitió que los familiares sonidos del mar la apaciguaran. Éste era su lugar favorito en todo el mundo. En la totalidad de sus extensos viajes, nunca había encontrado otro lugar al que quisiera llamar hogar. Podía respirar en Sea Haven, se sentía cómoda con la camaradería de la gente de la pequeña ciudad. Le gustaba conocer a todo el mundo, poder ir al almacén y ver caras conocidas. Hallaba consuelo en Sea Haven, y la ciudad estaba rodeada por la pura y poderosa belleza del océano, que siempre le proporcionaba paz. El mar era constante, confiable, una fuente a la que podía recurrir en sus peores momentos.
Levantó el rostro al cielo, el aliento se precipitó fuera de sus pulmones cuando vio tres rastros de vapor comenzando a formarse en sólidos círculos alrededor de la luna. Uno brillaba con un misterioso rojo, otro de un amarillo apagado y el último era oscuro, de un siniestro negro. Hannah se puso en guardia, la prudencia reemplazó a la relajada expresión soñadora que le había aportado el viento. Se llevó una mano a la garganta en un gesto defensivo.
Era una de las siete hijas nacidas de una séptima hija en la familia Drake. El de ella era un legado de dones especiales, de maldiciones, dependiendo de cómo los viera uno. Hannah podía llamar y comandar al viento, podía conjurar hechizos y tenía algún talento con las hierbas. Podía mover objetos con la mente y leer las hojas del té y, si tocaba a otras personas, frecuentemente podía incluso leer sus pensamientos. También podía leer en la luna y el cielo, y en ese momento le estaban enviando una evidente advertencia.
– ¡Hannah!
Frunció el ceño cuando la voz masculina fluyó hacia ella desde abajo, desde dentro de la casa, la casa que había sido cerrada. Hasta le había puesto el candado a la verja otra vez, trabando el dispositivo de seguridad con un hechizo, pero sabía que no importaba, el pesado candando debía estar abierto y tirado en el suelo como quedaba siempre después de que Jonas lo tocara. Lo había dejado afuera a propósito, enojada porque no la había llamado, dolida porque ella no era importante para él. La ignoraba hasta que necesitaba algo y luego la daba por segura.
No se molestó en contestar. Él seguiría gritando hasta que ella bajara, o peor, subiría a la almena del capitán y le daría un sermón sobre seguridad. Con otra cautelosa mirada a la luna se apresuró a entrar en la casa y bajar las escaleras. Si Jonas estuviera de bastante mal humor, la luna podría haber estado rodeada por el apagado amarillo, pero no con tres círculos. Algo no iba bien.
Al saltar los últimos escalones, Jonas salió de entre las sombras. La tomó por la cintura, clavándole los dedos profundamente mientras la levantaba fácilmente y la estabilizaba, dejándola de nuevo sobre sus pies. El momento de breve contacto le produjo un intenso calor, que atravesó directamente su cuerpo hasta los huesos. Jonas siempre tenía el mismo efecto físico en ella, cuando nadie más se las había arreglado jamás para penetrar su deliberada fachada altanera.
– Se supone que no debes levantarme así, Jonas -le recordó, apartándose, manteniendo el rostro apartado para que no pudiera ver el rubor en su cara-. No hace tanto que saliste del hospital.
– Lo suficiente -le contestó él, sus fríos ojos, evaluándola, flotando sobre ella desde su altura superior.
Su corazón se hundió. Ambos iban a fingir que el reciente incidente no había ocurrido jamás. Jonas no iba a decirle que había vuelto a trabajar para su viejo equipo y ella era demasiado cobarde como para exigirle respuestas. Sintió el repentino impulso de echarse a llorar. Le había enviado ayuda, tal vez hasta le había salvado la vida. Sus nuevas heridas eran recientes, de solo cuatro días. En el momento en que puso sus manos sobre ella, había podido sentir su dolor, no era como si pudiera ocultarle esa información. Pero no iba a ayudarle a sanar esta vez. Que sufriera.
Hannah era alta, aún así Jonas parecía surgir amenazadoramente sobre ella cuando invadía su espacio personal, lo que pasaba casi todo el tiempo. Siempre olía a campo, fresco, como el mar y el bosque circundante. Era alto, de anchos hombros y fuertemente musculado, y se movía con gracia, eficiencia y absoluta confianza. Y siempre veía demasiado cuando la miraba con esos ojos azul pálido. Nadie la miraba como lo hacía Jonas, despojándola de todas sus cuidadosas defensas dejándola tan vulnerable que sufría cuando él estaba cerca. De ninguna forma dejaría que viera cuanto la había lastimado. Esta vez se iría, y no volvería. Sin pelear, sencillamente con dignidad.