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– Mi padre y mi hermano se peleaban mucho -añadió Pip sin que viniera a cuento.

Por lo visto, tenía necesidad de hablar con él, aunque si su madre estaba deprimida, lo más probable era que no tuviera en quien confiar, excepción hecha quizá de su madrina.

– Chad decía que lo odiaba, pero no era verdad. Solo lo decía cuando se enfadaba con papá.

– Parece típico de un chico de quince años -observó Matt con una sonrisa afable.

A decir verdad, no tenía experiencia en el asunto, pues llevaba seis años sin ver a su hijo. La última vez que había visto a Robert, el muchacho contaba doce años, y Vanessa diez.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Pip como si le hubiera leído el pensamiento.

Había llegado el momento de corresponder a su sinceridad con la misma moneda.

– Sí -asintió, aunque sin añadir que llevaba seis años sin verlos, pues le habría resultado demasiado duro explicar el motivo-. Vanessa y Robert. Tienen dieciséis y dieciocho años, y viven en Nueva Zelanda.

Hacía más de nueve años que se habían trasladado. Matt había tardado tres años en desistir; su silencio había acabado por convencerlo.

– ¿Dónde está eso? -inquirió Pip con expresión perpleja.

Nunca había oído hablar de Nueva Zelanda, o quizá alguna vez, pero no recordaba dónde estaba. Quizá en África o algo así, pero no quería parecer ignorante delante de Matt.

– Muy lejos de aquí, se tarda casi veinte horas en avión. Viven en un lugar llamado Auckland. Creo que son bastante felices allí.

Más felices de lo que él podía tolerar o de lo que podía reconocer ante Pip.

– Debe de ser triste para usted tenerlos tan lejos. Seguro que los echa de menos. Yo echo de menos a papá y a Chad -aseguró al tiempo que se enjugaba una lágrima, un gesto que le partió el corazón.

Habían compartido muchas confidencias en su segunda tarde, y llevaban más de una hora sin dibujar nada. A Pip no se le ocurrió en ningún momento preguntarle con cuánta frecuencia los veía, aunque daba por sentado que los veía. No obstante, lamentaba que los tuviera tan lejos.

– Yo también los echo de menos.

Dicho aquello se bajó del taburete para sentarse junto a ella en la arena. Los piececitos de Pip estaban enterrados en ella, y la niña lo miró con una sonrisa triste.

– ¿Qué aspecto tienen? -inquirió, tan intrigada por él como él por ella.

– Robert tiene el pelo oscuro y los ojos castaños como yo, y Vanessa es rubia con ojos azules muy grandes, como su madre. ¿Alguien más en tu familia es pelirrojo como tú?

Pip sacudió la cabeza con una sonrisa tímida.

– Mi padre tenía el pelo oscuro como usted y los ojos azules, igual que Chad. Mi madre es rubia. Mi hermano siempre me llamaba Zanahoria porque tengo las piernas flacas y el pelo rojo.

– Qué simpático -exclamó Matt al tiempo que le alborotaba con delicadeza los cortos rizos rojos-. No tienes aspecto de zanahoria.

– Que sí -replicó ella, orgullosa.

Ahora le gustaba el mote porque le recordaba a Chad. Incluso añoraba sus insultos y su mal genio, al igual que Ophélie añoraba incluso los días más tenebrosos de Ted. Qué curioso las cosas que uno echaba de menos de las personas que se iban.

– Bueno, ¿vamos a dibujar o qué? -preguntó Matt, concluyendo que ya habían intercambiado demasiadas confidencias tristes y que ambos necesitaban un respiro.

Pip adoptó una expresión aliviada. Había querido hablar con él, pero lo cierto era que desahogarse en exceso la entristecía.

– Sí, tengo muchas ganas -aseguró mientras cogía el cuaderno y Matt volvía a sentarse en el taburete.

Durante la siguiente hora, tal vez su conversación se limitó a unos cuantos comentarios agradables e inocuos. Se sentían cómodos en mutua compañía, sobre todo ahora que sabían más el uno del otro, información en buena parte importante.

Mientras Pip se afanaba con su dibujo y Matt continuaba trabajando en su cuadro, el sol se abrió paso entre las nubes, y el viento amainó. Al poco hacía una tarde espléndida, hasta el punto de que dieron las cinco antes de que ambos repararan en lo tarde que era. El tiempo pasado en mutua compañía había volado. Pip pareció muy preocupada cuando Matt le dijo que eran más de las cinco.

– ¿Tu madre ya habrá vuelto? -le preguntó, inquieto.

No quería que la regañaran por una tarde inocente pero productiva. Se alegraba de que hubieran hablado y esperaba haberla ayudado en algún sentido.

– Probablemente. Será mejor que vuelva; puede que se enfade.

– O que se preocupe -añadió Matt.

No sabía si acompañarla para tranquilizar a su madre o si el hecho de que Pip apareciera en casa con un desconocido empeoraría las cosas. En aquel momento echó un vistazo al dibujo de Pip y quedó impresionado.

– Has hecho un trabajo estupendo. Y ahora vuelve a casa. Nos veremos pronto.

– A lo mejor vuelvo mañana si mamá hace la siesta. ¿Estará aquí, Matt?

Se dirigía a él con gran familiaridad, como si en verdad fueran viejos amigos. Lo cierto era que ambos se sentían así después de las confidencias que habían intercambiado. Los pensamientos que habían compartido los había acercado, como debía ser.

– Vengo todas las tardes. Y ahora vete, no sea que te metas en un lío, pequeña.

– No me meteré en ningún lío -aseguró ella.

De repente se detuvo y le sonrió, quieta como un abejorro suspendido en el aire, y acto seguido lo saludó con la mano y echó a correr con Mousse pisándole los talones. Al poco se había alejado mucho, y en una ocasión se volvió para volver a saludarlo con la mano, Matt la siguió con la mirada durante largo rato, hasta que se convirtió en una figura diminuta en el otro extremo de la playa, hasta que por fin solo alcanzaba a distinguir a Mousse correteando de un lado a otro.

Pip llegó a la casa sin aliento, pues había corrido durante todo el camino. Su madre estaba sentada en la terraza, leyendo, y no había ni rastro de Amy. Ophélie alzó la mirada con el ceño fruncido.

– Amy me ha dicho que habías bajado a la playa, pero no te veía por ninguna parte, Pip. ¿Dónde estabas? ¿Has hecho algún amigo?

No estaba enfadada con su hija, pero sí se había inquietado y obligado a no perder la calma. No quería que fuera a casa de desconocidos, una regla que Pip conocía y obedecía. No obstante, Pip también sabía que su madre se preocupaba más ahora que antes.

– Estaba en la otra punta -explicó, extendiendo el brazo con gesto vago hacia el trozo de playa donde había pasado la tarde-. Estaba dibujando una barca y no sabía qué hora era. Lo siento, mamá.

– No vuelvas a hacerlo, Pip. No quiero que vayas tan lejos ni que te acerques a la playa pública. Nunca se sabe quién es esa gente.

Pip sintió ganas de decirle a su madre que algunos eran muy simpáticos, al menos Matt, pero le daba miedo hablar con su madre de su nuevo amigo. Intuía que su madre no lo entendería y estaba en lo cierto.

– La próxima vez quédate más cerca.

Se daba cuenta de que su hija tenía ganas de explorar. Con toda probabilidad, pasar el día entero en casa o pasear sola con el perro por la playa la aburría, pero de todos modos Ophélie estaba preocupada. No pidió ver el dibujo, ni se le pasó por la cabeza siquiera. Pip fue a su habitación y lo colocó sobre la mesa junto al que había hecho del perro. Eran recuerdos de tardes que guardaba como un tesoro y le recordaban a Matt. No estaba encaprichada de él, pero no podía negar que los unía un vínculo especial.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -preguntó Pip a su madre al volver a la terraza.