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Pero lo cierto era que ya lo sabía. Ophélie parecía cansada, como sucedía a menudo después de las sesiones.

– Bien.

Había ido a ver al abogado para hablar de los bienes de Ted. Todavía quedaban impuestos por pagar, y además había llegado el resto del importe del seguro. Pasaría un tiempo antes de que el patrimonio quedara desbloqueado, quizá mucho. Ted había dejado sus asuntos en orden, y Ophélie disponía de más dinero del que jamás necesitaría. Esperaba que algún día fuera a parar a manos de Pip. Ophélie nunca había sido extravagante; de hecho, en ciertos aspectos siempre se había considerado más feliz cuando eran pobres. El éxito de Ted había provocado muchos quebraderos de cabeza, un estrés sin precedentes, por no hablar del avión que había acabado con su vida y con la de Chad.

Todos los días Ophélie pasaba horas luchando contra los recuerdos, sobre todo los de aquel último día, aquella horrible llamada que había cambiado su vida para siempre, así como el hecho de que fue ella quien obligó a Ted a llevarse a Chad. Tenía unas reuniones en Los Ángeles y quería ir solo, pero Ophélie consideró que a los dos les convenía pasar un tiempo juntos. Chad estaba mejor de lo que había estado en mucho tiempo, y Ophélie creía que ambos estaban en condiciones de afrontarlo. Sin embargo, ninguno de los dos se mostró entusiasmado ante la perspectiva de viajar juntos. Además, Ophélie se sentía culpable por lo que consideraba su egoísmo. Su hijo requería tanta atención y había pasado meses en un estado tan precario que su madre quería un respiro para poder pasar una tarde a solas con Pip. Al tener que volcarse tanto en Chad, nunca tenía la impresión de dedicar suficiente tiempo a su hija. Era la primera oportunidad que se les brindaba en mucho tiempo. Y ahora era lo único que tenían, solo se tenían la una a la otra. Su vida, su familia, su felicidad habían quedado hechas añicos. La fortuna que Ted le había dejado no significaba nada para Ophélie. De buen grado habría renunciado a ella a cambio de poder pasar el resto de sus días con Ted y devolver a Chad a la vida.

Cierto era que Ted y ella habían pasado épocas malas, pero ni siquiera entonces había flaqueado su amor por él. No obstante, era innegable que habían atravesado momentos peliagudos, más de una vez por causa de Chad. Pero todo aquello había terminado. Su atribulado hijo descansaba por fin en paz. Y Ted, con su inteligencia, su torpeza, su química y su encanto, se había esfumado de su vida. Por las noches, Ophélie pasaba horas rebobinando mentalmente la película de su vida en común, intentando comprenderla, intentando comprender cómo había sido en realidad, saboreando los buenos momentos y tratando de pasar por alto los malos. En el proceso se dedicaba a introducir algunos tijeretazos, de modo que lo que quedaba al final era el recuerdo de un hombre al que había amado con toda su alma pese a sus defectos. Lo había querido con un amor incondicional, aunque eso ya no importaba.

Sortearon el dilema de la cena con sendos bocadillos, a pesar de que Pip apenas había probado bocado en todo el día. El silencio reinante en la casa resultaba ensordecedor. Nunca ponían música y apenas hablaban. Mientras comía el bocadillo de pavo que su madre le había preparado, Pip pensó en Matt. De nuevo se preguntó dónde estaría Nueva Zelanda y se compadeció de él por vivir tan lejos de sus hijos. Imaginaba lo duro que debía resultarle. Se alegraba de haberle hablado de su padre y de Chad, aunque había omitido la grave enfermedad de Chad. Pero le habría parecido desleal revelárselo. Sabía que la enfermedad de Chad era un secreto de familia y no tenía sentido hablar de eso ahora, porque Chad ya no estaba.

La enfermedad de su hermano había hecho profunda mella en ella, en todos ellos. Vivir con él era difícil, traumático y, al igual que Chad conocía el resentimiento que su padre albergaba hacia él y la enfermedad mental que se negaba a nombrar, Pip era consciente de ello. En cierta ocasión se lo mencionó a su padre cuando Chad estaba en el hospital. Ted le había gritado que no sabía lo que se decía, pero Pip lo sabía muy bien. Entendía muy bien, quizá mejor que su padre, la gravedad del estado de Chad. Y Ophélie también. Solo Ted se aferraba a la negación porque le resultaba esencial. No importaba lo que la gente le dijera, lo que le explicaran los médicos. Ted siempre insistía en que si Ophélie tratara a Chad de un modo distinto y le impusiera reglas más estrictas, todo iría como una seda. Siempre echaba la culpa a Ophélie y se aferraba a la convicción de que Chad no estaba enfermo. Por muy concluyentes que fueran las pruebas, Ted se empeñaba en cerrar los ojos a la evidencia.

El fin de semana transcurrió sin sobresaltos. Andrea había prometido volver a verlas, pero al final llamó para decir que el bebé estaba resfriado. El domingo por la tarde, Pip ardía en deseos de ver a Matt. Su madre se pasó la tarde durmiendo en la terraza y, después de observarla en silencio durante una hora, Pip bajó a la playa con Mousse. No tenía intención de llegar hasta la playa pública, pero caminó en aquella dirección, y sin darse cuenta echó a correr con la esperanza de verlo. Estaba donde lo había visto las dos veces anteriores, pintando tranquilamente, en esta ocasión una nueva acuarela. Era otra puesta de sol, pero con una niña. Tenía el cabello rojo, era muy menuda y vestía bermudas blancas y camiseta rosa. A lo lejos se veía un perro marrón oscuro.

– ¿Somos Mousse y yo? -preguntó en voz baja.

Matthew se sobresaltó. No la había oído acercarse y se volvió para mirarla con una sonrisa. No esperaba verla hasta después del fin de semana, cuando su madre volviera a la ciudad, pero a todas luces estaba contento de verla.

– Puede ser, amiga mía. Qué sorpresa tan agradable.

– Mi madre está dormida, y yo no tenía nada que hacer, así que he decidido venir a verle.

– Me alegro. ¿No se preocupará cuando se despierte?

Pip meneó la cabeza, y Matthew sabía lo suficiente de su historia para comprender.

– A veces duerme todo el día. Creo que se siente mejor así.

No cabía duda de que la madre de Pip estaba deprimida, pero a Matthew ya no le extrañaba. ¿Quién no estaría deprimido después de perder a su marido y a su hijo? El único problema más grave que veía era el hecho de que la depresión de la madre dejaba a la niña sola, sin nadie con quien hablar salvo su perro.

Pip se sentó en la arena junto a él y lo observó un rato mientras pintaba. Luego se acercó a la orilla para buscar conchas seguida de Mousse. Al poco, Matthew interrumpió su trabajo para observarla. Le gustaba mirarla. Era tan dulce y a veces ofrecía un aspecto tan sobrenatural, como un duendecillo danzando en la playa. La observaba con tal detenimiento que no se fijó en la mujer que se acercaba. Estaba a escasos metros de él, con una expresión muy seria dibujada en el rostro, cuando por fin se volvió y reparó en su presencia con un respingo. No tenía idea de quién era.

– ¿Por qué está mirando a mi hija? ¿Y por qué aparece en su cuadro?

Ophélie había asociado al instante al artista con los dibujos que Pip había llevado a casa. Había bajado a la playa pública para averiguar a qué se dedicaba Pip en sus largas excursiones. No sabía cómo ni por qué, pero estaba convencida de que aquel hombre formaba parte de ellas y, al ver a su hija y al perro en el cuadro, cualquier duda que pudiera quedarle se disipó.

– Tiene una hija encantadora, señora Mackenzie. Debe de estar muy orgullosa de ella -señaló Matthew con una calma mayor de la que sentía.

Lo cierto era que la mirada penetrante de la mujer lo incomodaba. Intuía lo que estaba pensando y sentía deseos de tranquilizarla, pero al mismo tiempo temía que ello despertara sospechas aún más tenebrosas.

– ¿Sabe usted que solo tiene once años? -espetó Ophélie.