– Tú también tienes ojos de buena persona. Algún día me gustaría dibujarte o incluso pintarte. ¿Qué te parece?
Lo pensaba desde el día en que se conocieron.
– Creo que a mi madre le gustaría mucho. Podría regalarle el cuadro por su cumpleaños.
– ¿Y cuándo es?
Todavía no era un gran admirador de su madre, pero lo haría por Pip. Además, quería pintar un retrato de ella. Era una niña notable y además su amiga.
– El diez de diciembre -repuso la pequeña con solemnidad.
– ¿Y el tuyo? -preguntó Matt, interesado.
No se cansaba de averiguar cosas sobre ella. Le recordaba mucho a su hija Vanessa, y además la admiraba porque era una niña valiente, más aún de lo que había supuesto en un principio, si había conseguido convencer a su madre de que le permitiera bajar a la playa para verlo e incluso arrastrarla hasta allí para que se disculpara. Menudo logro. La mujer que había visto el domingo parecía de las que nunca se disculpaban, salvo quizá a punta de pistola. En aquel caso, era Pip quien la había apuntado.
– Mi cumpleaños es en octubre.
Poco después del día en que murieron su padre y su hermano.
– ¿Cómo pasaste el último? -inquirió Matt.
– Mi madre y yo salimos a cenar.
No le contó que fue espantoso. Su madre había estado a punto de olvidarse, y no hubo fiesta ni pastel. Fue el primer cumpleaños tras la muerte de su hermano y su padre, un día espeluznante que se le hizo eterno.
– ¿Salís mucho tu madre y tú?
– No… Antes sí, a mi padre le gustaba llevarnos a restaurantes. Pero siempre tardan mucho y me aburro -confesó sin ambages.
– Me cuesta creerlo; no pareces la clase de persona que se aburre.
– Nunca me aburro cuando estoy con usted -lo tranquilizó Pip-. Me gusta dibujar con usted.
– Y a mí me gusta dibujar contigo.
Dicho aquello le alargó lápiz y cuaderno. Pip decidió dibujar un pájaro, una de las osadas gaviotas que se posaban junto a ellos a la primera ocasión y levantaban el vuelo a toda prisa cuando Mousse se lanzaba en su persecución. Era difícil dibujar gaviotas, como averiguó Pip, de modo que al rato pasó de nuevo a las barcas. Su técnica había mejorado mucho en las pocas ocasiones que habían dibujado juntos, y lo cierto era que se estaba convirtiendo en una dibujante avezada, siempre y cuando le gustara lo que dibujaba, pero lo mismo le sucedía a él.
Permanecieron horas sentados al sol aquel día glorioso en Safe Harbour. Pip no tenía prisa por volver y se alegraba de no tener que seguir mintiendo. Podía contar la verdad, que había estado dibujando con Matt en la playa. Eran ya las cuatro y media cuando por fin se levantó. Por una vez, Mousse se había quedado tumbado junto a ella, pero en ese momento también se puso en pie.
– ¿Vuelves a casa? -preguntó Matt con una sonrisa cálida.
Al mirarlo, Pip reparó en que se parecía aún más a su padre cuando sonreía, algo que su padre no había hecho a menudo. Había sido un hombre muy serio, probablemente porque era muy inteligente. Todo el mundo afirmaba que fue un genio, y Pip sospechaba que era cierto. Ese rasgo impulsaba a la gente a aceptar su comportamiento, lo cual le venía al pelo. A veces Pip tenía la impresión de que a su padre se le había permitido decir y hacer cuanto le viniera en gana.
– Mi madre suele llegar hacia esta hora. Por lo general está bastante cansada después del grupo y se va derecha a la cama.
– Debe de ser muy duro.
– No sé, nunca habla de ello. Puede que la gente llore mucho. -Una idea deprimente-. Volveré mañana o el jueves, si le parece bien.
Nunca se lo había preguntado, pero ahora tenían más confianza.
– Me encantaría, Pip, ven cuando quieras. Y saluda a tu madre de mi parte.
Pip asintió, le dio las gracias, se despidió agitando la mano y salió volando como una mariposa. Matt siguió con la mirada a la niña y al perro, como solía hacer. Pip era como un regalo precioso que la vida le hacía, un pajarillo que iba y venía agitando las alas, con aquellos ojos enormes llenos de misterios. Al pensar en ella, no podía evitar preguntarse cómo era su madre en realidad. Según Pip, su padre había sido un genio. Se le antojaba un hombre difícil a juzgar por las cosas que le había contado, y algo tenebroso. Y el hermano tampoco parecía el típico adolescente. Una familia inusual, en suma. Tampoco Pip era una niña cualquiera. Sus hijos también eran especiales, magníficos, al menos la última vez que los había visto. Hacía ya tanto tiempo… Matt no se permitió seguir pensando en ello.
Mientras caminaba por las dunas hacia su casita se le ocurrió que le habría gustado llevar a Pip en barca e incluso enseñarle a navegar, como había hecho con sus hijos. A Vanessa le encantaba, a Robert no. Pero por respeto a la madre de Pip, Matt sabía que no la llevaría. No lo conocía lo suficiente, y siempre cabía la remota posibilidad de que algo fuera mal; no quería correr el riesgo.
Al llegar a casa, Pip vio que su madre acababa de entrar. Como de costumbre, parecía cansada al preguntar a su hija dónde había estado.
– He ido a ver a Matt y me ha dado saludos para ti. Hoy he dibujado barcas. He intentado hacer unos pájaros, pero es demasiado difícil.
Dejó varias hojas de papel sobre la mesa, y al echarles un vistazo, Ophélie reparó en que los dibujos eran buenos. La sorprendía comprobar cuánto había mejorado Pip. Chad también tenía talento, pero Ophélie intentaba no pensar en ello.
– Esta noche preparo yo la cena, si quieres -se ofreció Pip.
Y por una vez, su madre sonrió.
– Salgamos a cenar -propuso.
– No hace falta -aseguró Pip, sabedora de lo cansada que estaba su madre, aunque ese día tenía mejor aspecto.
– Podría ser divertido, ¿qué te parece? ¿Por qué no nos vamos ahora mismo?
Representaba un gran paso para Ophélie, Pip lo sabía y estaba agradecida.
– De acuerdo -accedió, complacida y sorprendida.
Al cabo de media hora estaban sentadas a una mesa para dos en el Mermaid Café, uno de los dos restaurantes que había en el pueblo. Las dos comieron hamburguesas y charlaron amigablemente. Era la primera vez que salían, y al volver a casa las dos estaban contentas, saciadas y cansadas.
Pip se acostó temprano aquella noche y al día siguiente volvió a ver a Matt. Su madre no puso objeciones cuando la vio marcharse y parecía relajada cuando Pip regresó. Como siempre, la niña dejó los dibujos sobre la mesa. A finales de semana formaban una colección considerable, casi todos ellos bastante buenos. Estaba aprendiendo mucho de Matt.
El viernes por la mañana fue a verlo de nuevo y le llevó el almuerzo. Al cabo de un rato se alejó con Mousse a buscar conchas, como hacía a veces, y de pronto Matt la vio retroceder de un salto en la orilla. Sonrió, creyendo que habría visto una medusa o un cangrejo, y esperó a oír los ladridos de Mousse. Sin embargo, al poco escuchó que el perro gemía y vio a Pip sentada en la arena, sujetándose el pie.
– ¿Estás bien? -le preguntó sin saber si lo oiría, porque estaba bastante lejos.
Pip negó con la cabeza, de modo que Matt dejó el pincel y la observó un instante. La niña no se levantó, sino que permaneció sentada sin soltarse el pie. Matt no le veía la cara. Había inclinado la cabeza para mirarse el pie, y el perro seguía gimoteando. Matt se acercó a ella para averiguar qué había sucedido, esperando que no hubiera pisado un clavo. Había muchos clavos oxidados en la playa, sueltos en la arena o bien clavados en trozos de madera que el mar arrastraba hasta la orilla.
En cuanto llegó junto a ella descubrió que no había pisado un clavo, sino un fragmento de vidrio que le había producido un feo corte en la planta del pie.
– ¿Cómo te lo has hecho? -le preguntó al sentarse junto a ella.