– Pobrecita… Es un corte tremendo, lo supe en cuanto lo vi. Ha sido muy valiente.
– Gracias por ser tan bueno con nosotras -dijo Ophélie, agradecida.
Matt pensó que resultaba difícil creer que fuera la misma mujer que le había echado una bronca tan monumental en la playa. Esta mujer era un alma bondadosa y tenía los ojos más tristes que había visto en su vida, muy parecidos a los de Pip. Asimismo, ambas poseían la misma cualidad de animalillos abandonados. Matt sintió el impulso de abrazarla, como le sucedía con Pip. Todo lo que había pasado y sufrido se reflejaba en sus ojos, en su rostro, pero a pesar de ello, no pudo por menos de reparar en que era una mujer hermosa y no aparentaba ni de lejos su edad.
– Debo confesar… -empezó algo preocupado.
Quería decírselo de inmediato para acabar cuanto antes con su enfado, si es que se enfadaba.
– La llevé a mi casa para limpiarle la herida. Solo estuvimos dentro cinco minutos antes de que la trajera aquí. En otras circunstancias no lo habría hecho, pero quería ponerle un poco de agua, y estaba sangrando mucho, así que necesitaba algo para envolverle el pie.
– Es una suerte que estuviera usted allí. Gracias por contármelo.
– Pensé en traerla directamente aquí porque sé lo que piensa usted, pero quería echar un vistazo al corte. Era peor de lo que había imaginado en un principio.
– Es cierto.
Ophélie también se había mareado mientras la enfermera suturaba la herida. Le había sucedido lo mismo cuando Chad se abrió la cabeza. Había sido un día tan espantoso… Lo de Pip había sido mucho menos traumático, y en buena parte gracias a Matt, que los había llevado al centro médico enseguida y distraído a Pip durante el camino. Ahora comprendía lo que su hija veía en él. Era un hombre amabilísimo.
– Gracias por su amabilidad. Ha hecho que todo esto fuera más fácil para ella, y también para mí.
– Siento que haya sucedido. Es muy peligroso dejar cristales en la playa. Yo recojo todos los que encuentro. Luego pasan cosas así.
Se volvió hacia Pip y la miró con una sonrisa.
– ¿Le apetece comer algo? -ofreció Ophélie, solícita.
Matt vaciló; ya habían ocurrido bastantes cosas por un día.
– Debe de estar cansada; siempre es duro cuando un niño se lastima.
También él estaba fatigado, pues había sido una mañana cargada de emociones.
– Estoy bien. ¿Qué tal si preparo unos bocadillos? Solo será un momento.
– ¿Está segura?
– Por supuesto. ¿Le apetece una copa de vino?
Matt declinó el ofrecimiento y se decantó por una Coca-Cola. Al poco, Ophélie llevó a la mesa un plato de bocadillos. Pese al constante letargo que parecía embargarla, se mostraba serena y eficiente.
– Pip me ha dicho que es usted francesa -comentó Matt cuando se sentaron uno frente al otro a la mesa de la cocina-, pero la verdad es que no se nota. Habla usted un inglés magnífico.
– Lo aprendí de pequeña en la escuela y además llevo más de media vida aquí. Vine como estudiante de intercambio y me casé con uno de mis profesores.
– ¿Qué vino a estudiar?
– Estudié en la escuela preparatoria de medicina, pero no llegué a ir a la facultad, porque me casé nada más licenciarme. -No mencionó que había asistido a la Universidad de Radcliffe, pues le parecía presuntuoso.
– ¿Lamenta no haber estudiado medicina? -preguntó Matt con interés, pues, al igual que Pip, aquella mujer lo intrigaba.
– En absoluto. No creo que hubiera sido una buena médica. Me he mareado con solo ver a la enfermera coser el pie de Pip.
– Es distinto cuando se trata de tus propios hijos. A mí me ha pasado lo mismo, y eso que Pip no es hija mía.
El comentario le recordó una de las pocas cosas que sabía de él.
– Pip me ha dicho que sus hijos viven en Nueva Zelanda -observó, pero en cuanto las palabras brotaron de su boca, supo que se trataba de un tema delicado, pues en los ojos de Matt se pintó una expresión afligida-. ¿Qué edad tienen?
– Dieciséis y dieciocho.
– Mi hijo habría cumplido dieciséis en abril -murmuró ella con tristeza.
Por el bien de los dos, Matt cambió de tema.
– Pasé un año en la escuela de bellas artes de París cuando iba a la universidad -explicó-. Es una ciudad espectacular. Hace años que no voy, pero antes iba en cuanto tenía ocasión. El Louvre es mi lugar favorito de la tierra.
– El año pasado llevé a Pip y lo detestó. Es un poco demasiado serio para ella. Pero le encantó el café internacional que hay en el sótano, casi más que el McDonald's.
Ambos se echaron a reír al pensar en las perversidades culinarias y culturales de los niños.
– ¿Visita París a menudo? -preguntó Matt, tan intrigado por ella como ella por él.
– Cada verano, si puedo, pero este año no me apetecía. Me parecía más sencillo y tranquilo venir aquí. De pequeña veraneaba en la Bretaña, y este lugar me recuerda un poco aquello.
Mientras charlaba con ella, Matt se sorprendió al comprobar que le caía bien. Parecía una persona sencilla, cálida y sincera, en absoluto la esposa de un hombre que había amasado una inmensa fortuna, hasta el punto de pilotar su propio avión. Una mujer normal, sin pretensiones, en suma. No obstante, no pudo evitar fijarse en los diminutos pendientes de diamantes que asomaban por entre la espesa melena rubia, así como el hermoso jersey de cachemira negra que llevaba. Pero en cualquier caso, aquellos toques lujosos carecían de importancia frente a su afabilidad y belleza. Era una mujer muy guapa, y Matt reparó en que aún llevaba la sencilla alianza de oro, detalle que lo conmovió. Sally había tirado la suya el día que lo abandonó, según le dijo. En aquel momento, ese dato estuvo a punto de acabar con él. Le gustaba que Ophélie todavía la llevara, pues le parecía un gesto de amor y respeto por su difunto esposo, un gesto que despertaba su admiración.
Siguieron conversando en voz baja mientras daban cuenta del almuerzo, y cuando Pip empezó a removerse en el sofá, ambos se sorprendieron del tiempo transcurrido. Pero la niña se limitó a gemir un poco y volverse de costado, con Mousse montando guardia a sus pies.
– El perro la adora, ¿verdad? -comentó Matt.
– Sí -asintió Ophélie-. Era de mi hijo, pero ahora ha adoptado a Pip, y ella también lo adora.
Al cabo de un rato, Matt se levantó, le dio las gracias por la comida y le propuso que bajara algún día a la playa con Pip. También le había hablado de su velero y sugerido llevarla a navegar en cuanto Ophélie le dijo que le encantaba el mar.
– No creo que pueda caminar hasta dentro de una semana -suspiró Matt, casi con tristeza, pues la echaría de menos.
– Puede venir a verla aquí si quiere. Sé que a ella le encantaría.
Resultaba difícil de creer que aquella fuera la misma mujer que casi dos semanas antes había prohibido a su hija que se acercara a él. Pero las cosas habían cambiado un tanto. Gracias a la obstinada lealtad de Pip, Ophélie había acabado por confiar en él. Y, después de la mañana que habían pasado juntos, le estaba agradecida e incluso le caía bien. Ahora comprendía por qué Pip había trabado amistad con él. Todo en él indicaba que era una persona decente y, al igual que Pip, advertía la semejanza con su marido. Se debía más a la constitución, la forma de moverse, el color de la tez y el cabello que a la similitud de las facciones, pero en cualquier caso, había algo en él que hacía a Ophélie sentirse a gusto.
– Gracias por el almuerzo -repitió Matt, cortés.
Ophélie le dio su número de teléfono, y él prometió llamar antes de pasar, añadiendo que daría a Pip unos días para reponerse antes de telefonear.
Pip experimentó una profunda decepción al despertar y ver que Matt se había ido sin darle ocasión de despedirse de él. Había dormido casi cuatro horas, y el efecto de la anestesia ya se había disipado. El pie le dolía horrores, tal como había advertido la enfermera. Ophélie le dio una aspirina y la arrebujó en una manta delante del televisor. Pip volvió a dormirse antes de la cena.