Seguía durmiendo cuando Andrea llamó y Ophélie le contó lo ocurrido, sin omitir la intervención de Matt.
– No parece la clase de hombre que abusa de los niños. A lo mejor tendrías que abusar tú de él -sugirió su amiga con una risita-. Y si tú no te lanzas, igual lo hago yo.
Andrea no salía con un hombre desde el nacimiento del bebé y empezaba a ponerse nerviosa. Le gustaba tener compañía masculina y tenía el ojo puesto en un padre separado del parque infantil. Siempre había salido con hombres del trabajo, muchos de ellos casados.
– ¿Por qué no lo invitas a cenar?
– Ya veremos -repuso Ophélie sin comprometerse.
Había disfrutado del almuerzo con él, pero no sentía el menor deseo de perseguirlo ni a él ni a nadie. Por lo que a ella respectaba, aún se sentía casada. Hablaba de ello a menudo en la terapia de grupo y no alcanzaba a imaginar sentirse de otro modo. La idea de volver a estar sola la estremecía. Había pasado veinte años enamorada de Ted, y ni siquiera la muerte había cambiado ese hecho. Pese a todo lo que había sucedido, su amor por él nunca había flaqueado.
– Iré a verte esta semana -prometió Andrea-. ¿Por qué no lo invitas a cenar cuando vaya yo? Quiero conocerlo.
– Eres un caso perdido -la acusó Ophélie con una carcajada.
Charlaron unos minutos más, y después de colgar Ophélie llevó a Pip a su dormitorio y la arropó. Mientras lo hacía se dio cuenta de que hacía siglos que no la arropaba. Tenía la sensación de empezar a despertar de un larguísimo sueño. Ted y Chad habían muerto diez meses atrás. Costaba de creer que hubiera transcurrido casi un año desde que su vida quedara hecha añicos del modo más inexorable y absoluto. Todavía no había recogido los fragmentos, pero muy despacio empezaba a encontrar algunos aquí y allá, y tal vez algún día fuera capaz de volver a llevar una vida normal. Sin embargo, todavía no había llegado ese momento, y sabía que le quedaba un largo camino por recorrer. Había sido agradable tener compañía y charlar con Matt, pero pese a ello seguía sintiéndose como una mujer casada recibiendo a un invitado. La idea de salir con un hombre se le antojaba inconcebible aunque a Andrea no le sucediera lo mismo.
Pero era precisamente aquella actitud lo que había impresionado a Matt durante su visita. Le gustaba su dignidad, sus modales tranquilos y gráciles. Ophélie carecía de asperezas, de agresividad. En la primera época tras su divorcio había pensado lo mismo que ella respecto a la idea de salir con mujeres. Le había llevado muchos años superar lo de Sally y sustituir los sentimientos por el entumecimiento. Ya no la quería ni la odiaba; no sentía nada por ella. Y en el lugar que antes ocupaba su corazón no había más que un hueco. Lo único de que se sentía capaz era de trabar amistad con una niña de once años.
Capítulo 6
La semana de convalecencia exasperó a Pip. Permanecía sentada en el sofá mirando la tele, leyendo y, cuando Ophélie tenía ganas, jugando a cartas. Sin embargo, Ophélie todavía solía estar demasiado distraída para jugar con ella. De vez en cuando, Pip dibujaba en papeles que encontraba por ahí, pero lo que más la impacientaba era no poder bajar a la playa y ver a Matt, porque no podía entrarle arena en la herida. Desde el día del accidente hacía un tiempo magnífico, lo que empeoraba aún más el encierro.
Llevaba tres días bajo arresto domiciliario cuando Ophélie decidió salir a dar un paseo por la playa. Sin pensarlo, se dirigió hacia el tramo público, y al cabo de un rato, para su sorpresa, divisó a Matt sentado ante su caballete. Trabajaba muy concentrado. Por un instante, Ophélie vaciló, como Pip en su día. Al poco, Matt percibió su presencia, se volvió y la vio allí de pie, titubeante, asombrosamente parecida a su hija. Le dedicó una sonrisa, y Ophélie decidió por fin acercarse.
– Hola, ¿cómo está? No quería interrumpirlo -explicó con una sonrisa tímida.
– No pasa nada -aseguró él con una sonrisa tranquilizadora-. Las interrupciones me vienen de perlas.
Llevaba camiseta y vaqueros, y Ophélie advirtió que estaba en forma. Brazos fuertes, hombros anchos y porte grácil.
– ¿Cómo está Pip?
– Aburridísima, la pobre. No poder apoyar el pie la está volviendo loca. Echa de menos no poder venir a verlo.
– Tendré que ir a visitarla, si le parece bien -propuso Matt con cautela, pues no quería imponer su presencia ni a la hija ni a la madre.
– A Pip le encantaría.
– Podría darle deberes.
Ophélie comprobó que estaba trabajando en una panorámica del mar embravecido, con imponentes olas de tempestad en un día tenebroso, y entre ellas un velero zarandeado por el viento. Era un cuadro poderoso y conmovedor a un tiempo; transmitía una sensación de soledad y aislamiento, así como la implacabilidad del mar.
– Me gusta su trabajo -dijo Ophélie, y lo decía en serio, pues la pintura era hermosa y muy buena.
– Gracias.
– ¿Siempre pinta acuarelas?
– No, de hecho prefiero el óleo y me encanta hacer retratos.
Eso le recordó el retrato que había prometido hacer de Pip como regalo de cumpleaños para su madre. Quería empezarlo antes de que se fueran de Safe Harbour, pero desde el accidente no había tenido tiempo de realizar los bocetos preliminares, aunque tenía muy claro cómo quería pintarla.
– ¿Vive aquí todo el año? -inquirió Ophélie, interesada.
– Sí, desde hace casi diez años.
– Debe de ser muy solitario en invierno -observó ella en voz baja.
No sabía si debía sentarse en la arena o permanecer de pie. De algún modo, le parecía que debía esperar una invitación, como si aquella parte de la playa fuera su dominio particular, una especie de despacho.
– Es muy tranquilo; por eso me gusta.
Casi todos los residentes de la playa eran veraneantes. Algunas personas vivían todo el año en la sección entre la playa pública y la urbanización privada, pero no muchas. La playa y el pueblo quedaban casi desiertos en invierno. Ophélie tenía la impresión de que Matt era un hombre solitario cuando menos, pero no parecía desgraciado, sino más bien tranquilo y en paz consigo mismo.
– ¿Va mucho a la ciudad? -siguió preguntando, deseosa de averiguar más cosas sobre él.
Ahora comprendía a la perfección por qué Pip le había cobrado tanto afecto. No era muy hablador, pero tenía el don de hacer que la gente se sintiera a gusto en su compañía.
– Casi nunca, ya no tengo motivos. Vendí mi negocio hace diez años, cuando me mudé aquí. En un principio me lo tomé como un descanso antes de volver al ruedo, pero acabé quedándome.
Vender la agencia de publicidad a precio de oro le había permitido dar aquel paso, incluso después de compartir los beneficios con Sally. Y una pequeña herencia que le dejaron sus padres le permitió quedarse. Lo único que quería en un principio era tomarse un año sabático antes de iniciar otro negocio, pero entonces Sally se fue a Nueva Zelanda con los niños, y él intentó viajar allí lo más a menudo posible para verlos. Cuatro años más tarde, cuando dejó de ir, había perdido todo interés por arrancar otra empresa, y lo único que le apetecía desde entonces era pintar. A lo largo de los años había montado algunas exposiciones en solitario, pero, en los últimos tiempos, ni eso. No tenía necesidad de exhibir su obra, solo de pintarla.
– Me encanta este lugar -suspiró Ophélie, sentándose en la arena a dos o tres metros de él.