– ¡Matt! -exclamó mientras paseaba la mirada entre él y su madre, encantada de la vida y sin saber a qué se debía aquella sorpresa-. ¿Cómo…? ¿Qué…? -farfulló, jubilosa y desconcertada a un tiempo.
– Hoy me he topado con tu madre en la playa, y ha tenido la amabilidad de invitarme a cenar. ¿Qué tal el pie?
– Una pesadez. Es un pie idiota y estoy harta de él. Echo de menos dibujar contigo.
Había dibujado muchas cosas sola, pero también empezaba a cansarse de eso y tenía la sensación de que su destreza recién descubierta remitía. Aquella misma tarde le había costado horrores dibujar las patas traseras de Mousse.
– He olvidado cómo se hacen las patas traseras.
– Te lo volveré a enseñar.
Acto seguido le tendió un cuaderno de dibujo nuevo y una caja de lápices que había encontrado en un cajón. Era justo lo que había prescrito el médico, y Pip se abalanzó sobre el regalo con fruición.
Mientras charlaban, Ophélie puso la mesa para los tres y abrió la botella del excelente vino francés que Matt había llevado. Si bien apenas bebía, aquel vino le gustaba y le recordaba a Francia.
Había asado un pollo en el horno y en un santiamén preparó espárragos, arroz salvaje y salsa holandesa. Era la comida más elaborada que había cocinado en un año, y lo cierto era que había disfrutado preparándola.
Matt se mostró impresionado cuando se sentaron a la mesa, al igual que Pip, que se echó a reír.
– ¿Esta noche no comemos pizza congelada?
– Pip, por favor, no reveles todos mis secretos -bromeó Ophélie con una sonrisa.
– La pizza también es la base de mi dieta, junto con las sopas instantáneas -confesó Matt.
Ofrecía un aspecto agradable y pulcro sentado a la mesa con ellas. Despedía un leve olor a colonia masculina y, por encima de todo, producía una impresión fresca, saludable y auténtica. Ophélie se había peinado para la ocasión y lucía un jersey de cachemira negra con vaqueros. Llevaba un año sin maquillarse ni llevar ropa de color, y esa noche no fue una excepción. Hasta entonces había llevado luto riguroso por Ted y Chad, pero por primera vez se preguntó si debería haberse pintado los labios al menos. Ni siquiera tenía lápiz de labios en la casa de la playa; todos sus cosméticos se habían quedado en un cajón de casa. Hacía diez meses que no se molestaba por su aspecto, pero esta noche era distinta. No era que tuviera intención de ligar con él, pero sí tenía ganas de volver a parecer una mujer. La autómata en que se había convertido el último año empezaba a recobrar vida.
Durante la cena sostuvieron una conversación muy animada, hablando de París, de arte y de la escuela. Pip declaró que no tenía ganas de volver. En otoño cumpliría doce años y empezaría séptimo. Cuando Matt le preguntó por sus amigos, respondió que tenía muchos, pero que se sentía extraña con ellos. Los padres de muchos de ellos estaban divorciados, pero ninguno había perdido a su padre. No quería que la gente la compadeciera y sabía que era así en algunos casos. Decía que no quería que se mostraran demasiado «amables» porque la entristecía. No quería sentirse diferente. Sin embargo, Matt sabía que era inevitable.
– Ni siquiera puedo ir a la cena de padres e hijas -se quejó la pequeña-. ¿A quién podría llevar?
Su madre también había pensado en el asunto sin que se le ocurriera ninguna solución. En cierta ocasión, Chad había acompañado a Pip porque su padre no podía ir, pero ya no podía hacerlo.
– Podría acompañarte yo, si quieres -se ofreció Matt con sinceridad antes de mirar a Ophélie y añadir-: Y si tu madre no se opone, claro. No veo por qué no puedes llevar a un amigo, a menos que pueda acompañarte tu madre. También podrías hacer eso, no tienes por qué seguir las reglas. Una madre vale tanto como un padre.
– No nos dejan, ya lo intentó alguien el año pasado.
A Matt se le antojaba una norma ridículamente rígida, pero, por otro lado, Pip parecía encantada ante la perspectiva de que la acompañara Matt, y Ophélie se mostró de acuerdo.
– Sería muy amable por su parte, Matt -murmuró antes de ir en busca del postre.
Solo tenían helado, de modo que Ophélie vertió chocolate fundido sobre el helado de vainilla que tanto le gustaba a Pip y que también había sido el predilecto de Ted. En cuanto a ella y Chad, eran adictos al Rocky Road. Qué curioso que algo tan banal como los gustos en materia de helado se transmitieran genéticamente. No era la primera vez que lo observaba.
– ¿Cuándo es la cena de padres e hijas? -preguntó Matt.
– Justo antes de Acción de Gracias -repuso Pip con expresión risueña.
– Pues avísame, y te acompañaré. Incluso me pondré traje para la ocasión.
Hacía años que no se ponía un traje. Se pasaba la vida en vaqueros y jerséis viejos, además de alguna americana de tweed que conservaba de los viejos tiempos. Ya no necesitaba ningún traje. Nunca salía, hacía años que no tenía ni quería vida social alguna. De vez en cuando, algún viejo amigo de la ciudad iba a cenar a su casa, pero cada vez menos. Llevaba mucho tiempo fuera de órbita y se sentía cómodo así; le gustaba ser un recluso. Ya nadie intentaba convencerlo de lo contrario; todo el mundo había llegado a la conclusión de que él era así, de que se había convertido en un ermitaño.
Pip se quedó hablando con ellos hasta muy tarde y por fin empezó a bostezar. Estaba impaciente por que le quitaran los puntos a finales de semana, pero molesta por la perspectiva de tener que ir a la playa con zapatos durante una semana más.
– Podrías montar a Mousse -bromeó Matt.
Al poco, Pip regresó en pijama para darles las buenas noches. Ambos estaban sentados en el sofá, y Matt había encendido el fuego. Era una escena cálida y acogedora, y Pip fue a acostarse con expresión radiante, más feliz de lo que se había mostrado en mucho tiempo. Lo mismo le ocurría a Ophélie. Resultaba reconfortante tener a un hombre cerca. Su presencia masculina parecía llenar la casa entera. Incluso Mousse alzaba la cabeza de vez en cuando y meneaba el rabo desde su posición junto a la chimenea.
– Es usted muy afortunada -murmuró Matt a Ophélie en cuanto ella cerró la puerta de Pip para que pudiera dormir tranquila.
La casa constaba tan solo del espacioso salón, una cocina abierta con zona de comedor y los dos dormitorios. Todas las estancias parecían fundirse unas en otras; nadie quería intimidad ni grandeza en la playa. No obstante, la decoración era exquisita. Los dueños poseían objetos magníficos y algunas pinturas modernas excelentes que gustaron mucho a Matt.
– Es una niña estupenda.
Estaba loco por ella, y le recordaba mucho a sus hijos. Sin embargo, ni siquiera sabía a ciencia cierta si sus hijos eran tan abiertos, sabios y adultos como ella. Ya no sabía quiénes eran. Ahora pertenecían a Hamish, ya no eran suyos. Sally se había encargado de ello.
– Sí que lo es. Somos muy afortunadas de tenernos la una a la otra.
De nuevo dio gracias a Dios por que Pip no hubiera viajado en aquel avión.
– Es lo único que tengo. Mis padres murieron hace tiempo, al igual que los de Ted; los dos éramos hijos únicos. Lo único que me queda son unos primos segundos en Francia y una tía que nunca me ha caído bien y a la que llevo años sin ver. Me gusta llevar a Pip a Francia para que no pierda el contacto con sus raíces francesas, pero ya no tenemos una relación estrecha con nadie de allí; estamos solas.
– Puede que eso baste -aventuró él en voz baja.