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Matt no tenía ni eso. Al igual que ella, era hijo único y se había convertido en un hombre solitario con los años. Ni siquiera tenía ya amigos íntimos. Durante los años oscuros siguientes al divorcio, le había resultado demasiado difícil conservar las amistades y, al igual que Pip, no quería que la gente lo compadeciera. Ya había tenido suficiente con lo de Sally.

– ¿Tiene usted muchos amigos, Ophélie? Quiero decir en San Francisco.

– Algunos. La verdad es que Ted no era muy sociable. Era un solitario y vivía inmerso en su trabajo. Además, esperaba que yo siempre estuviera a su disposición. Y yo quería hacerlo, pero por otro lado hacía que fuera muy difícil conservar las amistades. Ted nunca quería ver a nadie, solo trabajar. Tengo una amiga íntima, pero aparte de eso he perdido el contacto con mucha gente a lo largo de los años por causa de Ted. Además, Chad me ocupaba todo el tiempo en los últimos años. Nunca sabía qué podía pasar, si empezaría a darse de cabezazos contra las paredes o estaría demasiado deprimido para dejarlo solo. Era un trabajo a tiempo completo.

Había estado ocupadísima entre Chad, Ted y Pip. Ahora en cambio, tenía más tiempo libre que hacía muchos años, y Pip no necesitaba gran cosa de ella. Y lo poco que necesitaba, Ophélie no había sido capaz de proporcionárselo. Ahora se encontraba un poco mejor después de haber pasado el verano en la playa, y esperaba mejorar más en los meses venideros. Durante diez meses se había sentido del todo desconectada, pero las conexiones empezaban a formarse de nuevo. El robot en que se había convertido ya era casi humanoide, aunque no del todo. No obstante, existían indicios claros de vida incipiente, y el mero hecho de que hubiera invitado a Matt a cenar y estuviera dispuesta a trabar amistad con él ya era buena señal.

– ¿Qué me dice de usted? -le preguntó con curiosidad-. ¿Tiene muchos amigos en la ciudad?

– Ninguno -reconoció él con una leve sonrisa-. En los últimos diez años se me ha dado fatal conservar amistades. Dirigía una agencia publicitaria con mi mujer en Nueva York, pero acabamos divorciándonos de forma bastante desagradable. Vendimos la empresa, y yo decidí venir aquí. Por entonces vivía en la ciudad y alquilé una casita en la playa para venir a pintar los fines de semana. Entonces, cuando ya creía que las cosas no podían empeorar, empeoraron. Mi mujer vivía en Nueva Zelanda, y yo intentaba ir a menudo para ver a mis hijos, lo cual no es fácil precisamente. No tenía casa allí, de modo que me alojaba en un hotel e incluso llegué a alquilar un piso en un momento dado. Pero la verdad es que sobraba. Sally se casó con un tipo estupendo, un amigo mío que adoraba a mis hijos, hace unos nueve años, y mis hijos también lo adoraban a él. Es un hombre muy carismático, con mucho dinero, muchos juguetes y artilugios, cuatro hijos propios, dos más con mi mujer… Mis hijos quedaron totalmente inmersos en la combinación de las dos familias y estaban encantados. No los culpo; resultaba muy atractivo. Con el tiempo, cada vez que iba a Auckland, no tenían tiempo para verme y preferían estar con sus amigos. Como dicen ustedes en su país, me sentía como un pelo en la sopa.

Ophélie sonrió al escuchar aquella expresión conocida.

De hecho, se identificaba con la sensación; también ella se había sentido a veces como un pelo en la sopa cuando se trataba de la ajetreada vida científica de Ted. Fuera de lugar, superflua, una posesión de la que era dueño pero que no necesitaba. Obsoleta.

– Debía de ser muy duro para usted -musitó en tono comprensivo, conmovida por la expresión perdida que se pintaba en su mirada.

Era un hombre que había conocido el dolor y sobrevivido a él. Se había reconciliado con su situación, pero como todo el mundo, a un precio elevado.

– Sí -reconoció-, mucho. Seguí insistiendo durante cuatro años. Las últimas veces que fui, apenas los vi, y Sally me explicó que les alteraba la vida. Consideraba que solo debía visitarlos cuando ellos quisieran verme, lo que por supuesto era casi nunca. Los llamaba cada dos por tres, pero siempre estaban ocupados. Al final me limitaba a escribirles, pero no contestaban. Solo tenían siete y nueve años cuando Sally volvió a casarse, y tuvo a los otros dos niños en los dos primeros años de su matrimonio. Mis hijos quedaron absorbidos por su nueva familia. En cierto modo, tenía la sensación de que no hacía más que complicarles la existencia. Reflexioné mucho y, aunque probablemente fue una estupidez, les escribí para preguntarles qué querían. Nunca me contestaron. No supe nada de ellos durante un año, pero seguí escribiendo. Me decía que si querían verme me pedirían que fuera. Y debo confesar que ese año bebí mucho. Les escribí durante tres años más sin obtener respuesta. Por fin, Sally me dijo a las claras que no querían verme y que les daba miedo decírmelo. Eso fue hace tres años, y desde entonces no he vuelto a escribirles. Acabé por tirar la toalla. Hace seis años que no los veo ni he hablado con ellos. Mi único contacto con ellos son los cheques de la pensión que todavía le paso a Sally y las felicitaciones navideñas que me envía cada año. Nunca he querido forzarlos a verme. Ya saben dónde estoy. Pero a veces pienso que debería haber ido a visitarlos para hablar de ello. No sé, no quería ponerlos en una situación incómoda. Solo tenían diez y doce años la última vez que los vi, más o menos la edad de Pip; es una edad difícil para hacer acopio de valor suficiente para decirle a tu padre que se vaya a la porra. Su silencio se encargó de transmitirme el mensaje. Lo comprendo, así que me mantengo al margen. Antes de desistir me pasé unos cuantos años escribiéndoles cartas patéticas, pero nunca contestaron. Aún ahora escribo de vez en cuando, pero no llego a enviar las cartas. No me parece justo presionarlos. Los echo de menos horrores, pero creo que para ellos ya no existo. Sally me asegura que son felices y que no me quieren en su vida. Desde mi punto de vista, no he hecho nada malo; tan solo es que ya no me necesitan. Su padrastro es un tipo estupendo, a mí también me cae bien… o al menos me caía bien. Fuimos amigos durante años antes de que él y Sally se liaran… En fin, esta es la historia de mis hijos y de los últimos diez años, seis de ellos sin mi familia. Sally me envía fotos con las felicitaciones para que sepa qué aspecto tienen. A veces me pregunto si no es peor. Depende, supongo. Me siento como esas pobres mujeres que tienen un hijo, por la razón que sea tienen que renunciar a él y lo único que les queda es una foto anual. Sally me envía fotos de los ocho niños, los de él, los nuestros y los de ellos dos. Suelo llorar cuando las miro -admitió sin apenas vergüenza, pues ya sabían mucho el uno del otro-. Pero me he alejado de ellos. Creo que es lo que necesitan o quieren, o al menos eso es lo que dice Sally. Robert tiene dieciocho años. Pronto irá a la universidad, probablemente allí. Llevan una vida estupenda en Auckland. Hamish es dueño de la agencia publicitaria más importante de esa parte del mundo. Sally la dirige con él, como hacía con la nuestra. Es una mujer muy competente; no tiene precisamente un gran corazón, pero es muy creativa. Y también es buena madre, creo. Sabe lo que necesitan los chicos, con toda probabilidad mejor que yo. Ya ni siquiera los conozco; ni siquiera estoy seguro de poder reconocerlos si los viera por la calle, lo cual me resulta durísimo de admitir. Eso es lo peor, aunque intento no pensar en ello. Me he apartado por su bien. Hace unos años, Sally me escribió para preguntarme qué me parecería si Hamish adoptaba a mis hijos. Fue un golpe terrible. Por mucho que no me quieran en sus vidas, siguen siendo mis hijos y siempre lo serán. Me negué. Desde entonces apenas sé nada de ella, solo por Navidad. Antes de eso, hablábamos de vez en cuando. Creo que les gustaría que desapareciera sin hacer ruido, y más o menos es lo que he hecho. Vivo al margen de ellos y de todo el mundo. Aquí llevo una vida muy tranquila y he tardado mucho tiempo en superar lo que fue mal entre Sally y yo, y, por supuesto, el hecho de ceder mis hijos a Hamish.