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– ¿Qué me dice de usted, Ophélie? ¿Cómo era su matrimonio? Tengo la impresión de que su marido no era una persona fácil. Los genios no suelen serlo, al menos eso dicen.

Ophélie le parecía una persona afable y dócil, y, a juzgar por lo que le había contado de la relación de su esposo con su hijo enfermo, Matt tenía la sensación de que su difunto marido no le había puesto las cosas fáciles. Estaba en lo cierto, aunque Ophélie no lo reconocía con frecuencia; de hecho, no lo había hecho casi nunca, ni siquiera en su fuero interno.

– Era un hombre brillante, de increíble visión. Siempre supo lo que quería hacer en la vida, desde el principio. Era un hombre tenaz y no permitía que nada lo detuviera, absolutamente nada. Ni siquiera yo ni los niños, que por cierto no teníamos ninguna intención de interponernos en su camino. Por fin consiguió lo que quería, lo que siempre había soñado. Los últimos cinco años de su vida fue un hombre de gran éxito. Fue una época maravillosa para él.

Pero no necesariamente para ella y los niños, salvo en el terreno material.

– ¿Y cómo se comportaba con usted? -insistió Matt.

Pese a lo poco que sabía de él, le resultaba evidente que Ted había sido un hombre de éxito, una eminencia en su campo. Pero la verdadera pregunta residía en qué clase de ser humano y marido era. Ophélie parecía eludir la cuestión.

– Siempre lo quise, desde el momento en que lo conocí. Ya de estudiante estaba enamoradísima de él. Admiraba su mente brillante, su tenacidad… Era un hombre que jamás perdía de vista sus sueños, una persona imposible de no admirar, vamos.

Nunca se había detenido a pensar si era un hombre difícil; se limitaba a aceptar ese rasgo de su personalidad y consideraba que tenía derecho a ser así.

– ¿Y con qué soñaba usted?

– Con estar casada con él -repuso ella con una sonrisa triste-. Era lo único que siempre había querido. Cuando se casó conmigo, creí que había muerto y subido al cielo. Desde luego, a veces las cosas fueron difíciles. Durante unos años estuvimos sin blanca. Pasamos quince años muy duros, y de repente empezó a ganar tanto dinero que no sabíamos qué hacer con él. Pero el dinero nunca nos importó, al menos a mí. Lo quería igual cuando éramos pobres. Jamás le di importancia a su dinero; solo me importaba él.

Ted y los niños lo significaban absolutamente todo para ella.

– ¿Les dedicaba tiempo a usted y los niños? -preguntó Matt en voz baja.

– A veces, cuando podía. Siempre estaba muy ocupado en cosas mucho más importantes.

Era evidente que lo adoraba, probablemente mucho más de lo que merecía.

– ¿Qué puede ser más importante que tu esposa y tus hijos? -se limitó a inquirir.

Pero Matt era muy distinto de Ted, y también era evidente que Ophélie estaba a años luz de Sally; de hecho, era todo lo que Sally no era. Afable, bondadosa, decente, honesta, compasiva… En esos momentos vivía encerrada en su propia desgracia, pero aun así, se apreciaba que no era una persona egoísta. Estaba perdida y afligida, lo cual era muy distinto. Matt conocía bien la sensación, pues también él la había experimentado. El dolor puede absorberte por completo cuando estás inmerso en él, razón por la que Ophélie prestaba menos atención que antes a Pip. Sin embargo, era lo bastante consciente de ello para recriminárselo.

– Los científicos son muy peculiares -explicó Ophélie con actitud tolerante-. Tienen necesidades distintas, percepciones distintas, capacidades emocionales distintas del resto de la gente. No era una persona corriente.

Pero pese a las justificaciones de Ophélie, a Matt no le gustaba nada lo que estaba oyendo. Sospechaba que el difunto doctor Mackenzie había sido narcisista y egocéntrico, posiblemente además un padre nefasto. Y tampoco estaba convencido de que hubiera sido un buen marido para Ophélie. Pero, en cualquier caso, Ophélie no estaba preparada para verlo o al menos reconocerlo ante Matt. También sabía que la muerte era distinta del divorcio, y que era muy fácil santificar a un cónyuge fallecido. Por lo visto, costaba recordar los defectos de un ser amado que había muerto. En caso de divorcio, lo único que uno recordaba eran los problemas y, con el tiempo, los defectos recordados no hacían más que agravarse. Cuando el cónyuge moría, lo único que recordabas eran las cosas buenas, que con el tiempo no hacían más que mejorar, lo cual acentuaba en gran medida la crueldad de la ausencia. Matt compadecía a Ophélie.

Aquella noche hablaron durante largo rato acerca de sus respectivas infancias, sus matrimonios y sus hijos. A Ophélie se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la distancia de Matt respecto a sus hijos, y al oírlo hablar de ello y ver la expresión de sus ojos comprendía a la perfección el precio que había pagado. El riesgo de perder la cordura en un momento dado y, más adelante, la fe en la raza humana, el deseo de estar con gente, sobre todo con una mujer. Era un precio muy alto por dos hijos y un matrimonio que se había roto diez años antes. Ophélie sospechaba que su ex mujer le había robado a los niños, con toda probabilidad mediante una hábil manipulación. Costaba creer que sin su insistencia y sus prejuicios, unos niños de esa edad pudieran haber decidido no ver a su padre. Tenía que haber juego sucio, aunque Matt no habló más de ello ni parecía en guerra con su ex. Por lo que a él respectaba, había perdido esa guerra y, al menos de momento, no había nada que hacer. Solo le cabía esperar volver a ver a sus hijos algún día. Era una esperanza vaga en la que a veces pensaba, pero que ya no determinaba su vida. Vivía al día y se conformaba con su espartana existencia en la playa. Safe Harbour era su refugio.

A punto ya de marcharse, Matt le hizo una pregunta que había querido formularle toda la velada.

– ¿Le gusta navegar, Ophélie? -inquirió con cautela y expresión esperanzada.

Aparte del arte, la navegación siempre había sido una de sus pasiones, y además casaba a la perfección con su naturaleza solitaria.

– Hace años que no navego, pero antes me encantaba. De niña navegaba cada verano en la Bretaña, y también en Cape Cod cuando iba a la universidad.

– En la laguna tengo anclado un pequeño velero con el que salgo de vez en cuando. Me encantaría que me acompañara algún día si le apetece. Es un barco muy sencillo de madera que yo mismo restauré cuando me trasladé aquí.

– Me gustaría verlo y también salir a navegar con usted algún día -aseguró Ophélie con entusiasmo.

– La llamaré la próxima vez que salga -prometió Matt, complacido al saber que le gustaba navegar.

Ya tenían otra cosa en común, e intuía que sería divertido salir en barco con ella. Era una mujer vivaz, inteligente y enérgica, y su mirada se había iluminado cuando mencionó el velero.

Ophélie y Ted habían salido a navegar un par de veces por la bahía con amigos, pero a su marido nunca le había hecho demasiada gracia. Siempre se quejaba del frío y de la humedad, además de que se mareaba. No era el caso de Ophélie y, aunque no se lo comentó a Matt, era una marinera avezada.

Pasaba la medianoche cuando Matt se marchó. Había sido una velada muy agradable para ambos. Los dos necesitaban con desesperación contacto humano, si bien no eran conscientes de ello. Los dos necesitaban un amigo y lo habían encontrado en el otro. Era la única clase de relación en la que aún confiaban, la amistad. Pip les había hecho un gran favor al presentarlos.

En cuanto Matt se fue, Ophélie apagó las luces, entró sin hacer ruido en la habitación de Pip y sonrió al verla en su cama. Mousse dormía al pie de la cama y ni se movió siquiera cuando Ophélie se acercó. Alisó los suaves rizos rojizos de su hija y se inclinó para besarla. Aquella noche había quedado desmantelada otra pieza del robot, y muy despacio resurgía la mujer que había sido.