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Capítulo 8

Al cabo de unos días, durante la siguiente sesión de la terapia de grupo, Ophélie mencionó a Matt y la agradable velada que había pasado con él, lo que suscitó varios comentarios sobre el hecho de salir con otras personas. El grupo se componía de doce miembros de edades comprendidas entre los veintiséis y los ochenta y tres años. La integrante más joven había perdido a su hermano en un accidente de tráfico, mientras que el de más edad había perdido a su esposa tras sesenta y un años de matrimonio. Había maridos, esposas, hermanas e hijos. Por lo que respectaba a la edad, Ophélie ocupaba más o menos el centro del espectro, y algunas de las historias rompían el corazón. Una joven había perdido a su esposo de tan solo treinta y dos años por causa de un accidente vascular cerebral a los ocho meses de casarse con él y cuando ya estaba embarazada. Acababa de tener al bebé y se pasaba casi todas las sesiones llorando a lágrima viva. Una madre había visto a su hijo morir asfixiado por culpa de un bocadillo de mantequilla de cacahuete sin poder hacer nada para evitarlo. La mantequilla de cacahuete era demasiado blanda para responder a la técnica de Heimlich y había quedado atascada demasiado abajo para poder alcanzarla con los dedos. Aparte del dolor, la mujer se debatía con el sentimiento de culpabilidad por no haber podido salvarlo. Todas las historias resultaban profundamente conmovedoras, como la de Ophélie. La suya no era la única doble tragedia. Una mujer de sesenta y tantos años había perdido a dos hijos por causa del cáncer con tres semanas de diferencia; eran sus únicos hijos. Otra había perdido a su nieto de cinco años, ahogado en la piscina de casa de sus padres. Aquel día, el niño estaba a su cargo y fue ella quien lo encontró. También se culpaba por lo sucedido, y su hija y su yerno no le dirigían la palabra desde el funeral. Tragedias para dar y vender. La materia prima que construye y destruye vidas. Aquellas situaciones eran difíciles en extremo para todos ellos. El vínculo que los unía era el dolor, la pérdida y la compasión mutua.

A lo largo del último mes, Ophélie había hablado de la muerte de Ted y Chad, pero apenas de su matrimonio, tan solo para comentar que, desde su punto de vista, había sido perfecto. También había mencionado la enfermedad mental de Chad y la tensión que había representado para toda la familia, sobre todo para Ted, tan poco dispuesto a aceptarla. Apenas reconocía los problemas que la negación de Ted le habían causado a ella, la dificultad de salvar la distancia entre padre e hijo al tiempo que intentaba garantizar la felicidad de Pip.

Cada vez que salía a colación el tema de salir con otras personas, Ophélie no demostraba interés alguno. Durante todo el mes había asegurado que no tenía intención de volver a casarse ni de salir con nadie siquiera.

En cierta ocasión, el anciano de ochenta y tres años había señalado que Ophélie era demasiado joven para renunciar a una vida sentimental, y que, pese a su propia aflicción por la muerte de su esposa, él esperaba salir con otras mujeres en cuanto conociera a alguna que le resultara atractiva. No lo avergonzaba reconocer que ya estaba buscando.

– ¿Y si vivo hasta los noventa y cinco, o incluso hasta los noventa y ocho? -exclamó con optimismo-. No quiero estar solo hasta entonces; quiero volver a casarme.

Todos los sentimientos valían. Nada resultaba escandaloso ni era tabú. La característica principal del grupo era que todos, procuraban ser sinceros, al menos tan sinceros como eran consigo mismos. Algunos de ellos admitían que estaban furiosos con sus seres queridos por haber muerto, una parte muy normal del proceso. Cada uno de ellos trabajaba el aspecto del dolor que más lo afectaba en cada momento. Hasta entonces, Ophélie había estado bloqueada por la depresión, pero aquella semana todos repararon en que parecía sentirse mejor. Reconoció que, en efecto, creía sentirse mejor, pero añadió que temía recaer. También habló de buscar trabajo después del verano, pues consideraba que podría serle de ayuda.

Al escucharlo, Blake, el conductor de la sesión, le preguntó en qué le gustaría trabajar, y Ophélie confesó que no lo sabía. Fue su médico quien la derivó a la terapia de grupo después de que Ophélie le comentara tras la muerte de Ted y Chad que no podía conciliar el sueño. Se había mostrado reacia al principio, y de hecho había tardado ocho meses en decidirse. Por entonces dormía demasiado y comía muy poco. Incluso ella era consciente de que estaba sumida en una profunda depresión y de que con toda probabilidad no mejoraría a menos que hiciera algo al respecto. Al principio le había costado superar la sensación de haber fracasado en su intento de resolver sus propios problemas, pero lo cierto era que ningún otro miembro del grupo había sido capaz, como le sucedía a casi todo el mundo. Los más inteligentes intentaban al menos buscar ayuda y, pese a su escepticismo inicial, Ophélie reconocía que la terapia la había ayudado un poco, aunque solo llevara un mes en ella. Ahora podía hablar con otras personas en su misma situación, lo cual hacía el proceso algo menos solitario. Ya no se sentía como una loca de atar por las cosas que experimentaba y pensaba. Podía confesar sin vergüenza lo desapegada que se sentía de Pip, el hecho de que entraba en la habitación de Chad con más frecuencia de la debida, tan solo para tenderse en su cama y oler su almohada. Todos los demás habían hecho cosas similares y atravesaban distintos grados de los mismos problemas con sus cónyuges, hijos o incluso padres. Una mujer había confesado al grupo que llevaba un año, desde la muerte de su hijo, sin mantener relaciones sexuales con su marido; no se sentía capaz. Ophélie siempre quedaba impresionada ante las intimidades que los integrantes del grupo estaban dispuestos y eran capaces de compartir con los demás sin vergüenza alguna. Entre ellos se sentía segura.

El objetivo de la terapia de grupo consistía en curar la herida, remendar el corazón roto y afrontar las cuestiones prácticas de la vida cotidiana. La primera pregunta que Blake formulaba a todos cada semana era: «¿Comes y duermes bien?». En el caso de Ophélie, a menudo le preguntaba si se había vestido desde la última sesión. En ocasiones, sus progresos se medían por hitos tan pequeños que ningún observador externo lo habría considerado digno de mención. Sin embargo, todos sabían cuán difícil era incluso el paso más diminuto y lo que significaba dar el primero. Celebraban las victorias de los demás y se mostraban comprensivos con sus angustias. En poco tiempo se discernía quién iba a salir airoso del proceso, quién estaba dispuesto a atravesar el mar de agonía para seguir adelante. No era en modo alguno un proceso fácil, y el mero hecho de comprometerse a asistir a las sesiones ya significaba mucho. Las heridas en las que se hurgaba eran tan profundas que a veces el dolor era aún más intenso al acabar la sesión. Pero afrontarlo formaba parte del proceso. En ocasiones, decir algo en voz alta resultaba estimulante, en otras, tan solo agotador. Ophélie había experimentado ambos extremos del espectro en el último mes, y casi siempre salía agotada, pero también agradecida. Cuando se detenía a pensar en ello, sabía que la terapia la estaba ayudando mucho más de lo que se habría atrevido a esperar.

Su médico le había recomendado aquel grupo en particular porque Ophélie se había resistido contra la idea de tomar antidepresivos y porque el grupo era menos formal que otros. Asimismo, su médico profesaba un profundo respecto al hombre que lo dirigía, Blake Thompson. Doctor en psicología clínica, llevaba casi veinte años dedicado a la superación del dolor. Era un hombre de cincuenta y tantos años, afable y práctico, abierto a cualquier alternativa que funcionara; a menudo recordaba a sus pacientes que no existía un solo camino correcto para atravesar el proceso del dolor. Siempre y cuando hicieran lo que fuera que les funcionara, él estaría encantado de apoyarlos. Y si no funcionaba, se convertía en un pozo inagotable de esfuerzo, aliento y sugerencias creativas. Con frecuencia creía que, cuando los pacientes dejaban el grupo, habían conseguido ampliar sus vidas hasta convertirlas en algo incluso mejor que antes de sus respectivas pérdidas. Para alcanzar dicho objetivo, había recomendado clases de canto a una mujer que había perdido a su esposo, clases de submarinismo a un hombre cuya esposa había muerto en un accidente de tráfico, y un retiro religioso a una mujer que se declaraba atea, pero que había empezado a experimentar profundos sentimientos religiosos por primera vez en su vida tras la muerte de su único hijo. Solo deseaba que los integrantes del grupo vivieran una vida mejor que antes de conocerlo, y, a decir verdad, en los últimos veinte años había obtenido resultados espectaculares. El grupo representaba un desafío y en ocasiones resultaba doloroso, pero, para sorpresa de todos, no deprimente. Lo único que Blake les pedía al empezar era que fueran abiertos, amables consigo mismos y respetuosos hacia los demás. Lo que se comentaba en el grupo debía ser confidencial, e insistía en que cada miembro se comprometiera a asistir como mínimo durante cuatro meses.