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La niña acababa de alcanzar la zona de playa bordeada por las casas modestas, donde vio a un hombre sentado en un taburete plegable, pintando una acuarela apoyada sobre un caballete. Se detuvo a observarlo desde una distancia considerable mientras el labrador se encaramaba a la duna en pos de un misterioso olor que por lo visto le había llevado el viento. La niña se sentó en la arena lejos del artista para verlo trabajar. Se hallaba a tanta distancia de él que el pintor no reparó en su presencia. Le gustaba contemplarlo, pues había en él algo sólido y conocido mientras el viento le alborotaba el corto cabello oscuro. Le agradaba observar a la gente y a veces hacía lo propio con los pescadores, siempre a una distancia prudente, pero sin perder detalle de sus actividades. Permaneció sentada allí durante largo rato, advirtiendo que en el cuadro había unas embarcaciones que no existían en realidad. Más tarde, el perro regresó y se sentó junto a ella en la arena. La niña lo acarició sin mirarlo, pues tenía la vista clavada en el mar, aunque de vez en cuando la desviaba para mirar al artista.

Al cabo de un rato, la niña se levantó para acercarse un poco más. Permaneció a su espalda y a un lado, de forma que el pintor seguía sin verla, pero ella podía contemplar a sus anchas la obra. Le gustaban los colores que utilizaba, y el cuadro mostraba una puesta de sol que también le agradaba. El perro estaba cansado y no se movía de su lado, como si esperara una orden. Al cabo de unos minutos, la niña se aproximó un poco más, y el artista reparó por fin en ella. Alzó la vista con un sobresalto cuando el perro pasó junto a él como una exhalación, levantando una lluvia de arena. Fue entonces cuando vio a la niña. Sin decir nada, siguió trabajando y, cuando al cabo de media hora volvió de nuevo la cabeza para mezclar sus pinturas con agua, le sorprendió comprobar que la niña no se había movido.

No se dijeron nada, pero la niña siguió observándolo y por fin se sentó otra vez en la arena. Hacía menos frío en aquella postura. Al igual que ella, el artista llevaba jersey, además de vaqueros y unos zapatos náuticos muy gastados. Poseía un rostro afable, curtido y muy bronceado, y la niña advirtió que sus manos eran hermosas. Aparentaba más o menos la misma edad que su padre, cuarenta y tantos. Al rato, el hombre se giró para ver si seguía allí, y sus miradas se encontraron, pero ninguno de los dos sonrió. Hacía mucho que el artista no hablaba con un niño.

– ¿Te gusta dibujar? -preguntó por fin.

No imaginaba por qué seguía allí si no era porque aspiraba a convertirse en artista. En caso contrario, a esas alturas ya se habría aburrido. En realidad, lo que le gustaba a la niña era estar cerca de alguien en silencio, aunque ese alguien fuera un desconocido. Le producía una sensación agradable.

– A veces -repuso con actitud cautelosa.

A fin de cuentas, era un desconocido, y la niña conocía bien las reglas al respecto. Su madre siempre le advertía que no hablara con desconocidos.

– ¿Qué te gusta dibujar? -inquirió el hombre sin mirarla mientras limpiaba un pincel.

Poseía un rostro apuesto, cincelado y de mentón hendido. Había algo sereno y poderoso en su porte de hombros anchos y piernas largas. Aun sentado en el taburete, se apreciaba que era alto.

– Me gusta pintar a mi perro. ¿Cómo puede pintar esas barcas si no están?

Esta vez, el hombre se volvió hacia ella con una sonrisa, y sus miradas volvieron a encontrarse.

– Me las imagino. ¿Te gustaría probar? -propuso al tiempo que le alargaba un cuaderno pequeño y un lápiz, consciente de que la niña no se iría.

La pequeña vaciló un instante, pero por fin se levantó de la arena, se acercó a él y cogió ambas cosas.

– ¿Puedo dibujar a mi perro? -preguntó con una expresión muy seria en su delicada carita, halagada por el hecho de que el pintor le hubiera ofrecido el cuaderno.

– Por supuesto; puedes dibujar lo que quieras.

No se presentaron, sino que se limitaron a permanecer sentados uno junto al otro durante un rato, cada uno trabajando en su obra. La niña dibujaba con gran concentración.

– ¿Cómo se llama tu perro?

– Mousse -repuso ella sin apartar la vista de su dibujo.

– Pues no tiene aspecto de alce, [1] pero es un buen nombre -declaró el artista antes de proceder a corregir un detalle en su cuadro con el ceño fruncido.

– Es un postre francés de chocolate.

– Eso está mejor -murmuró el artista, de nuevo satisfecho.

Estaba a punto de dejarlo por aquel día. Eran más de las cuatro, y llevaba en la playa desde la hora de comer.

– ¿Hablas francés? -preguntó, más por preguntar algo que por interés, y se sorprendió al ver que la niña asentía.

Hacía años que no hablaba con un niño de su edad, y no sabía qué decirle. Pero la pequeña se había mostrado muy tenaz en su silenciosa presencia. Además, el artista reparó en que, aparte del cabello rojo, se parecía un poco a su hija. Vanessa llevaba la melena rubia y lisa muy larga a su edad, pero se advertía cierta semejanza en la actitud y la pose. Con los ojos entornados casi le parecía ver a su propia hija.

– Mi madre es francesa -añadió la niña mientras contemplaba su obra.

Había topado con el problema que siempre se le presentaba cuando dibujaba a Mousse, las patas traseras.

– Echemos un vistazo -propuso el hombre mientras alargaba la mano hacia el cuaderno, consciente de su consternación.

– La parte de atrás nunca me sale -se quejó la pequeña al tiempo que se lo daba.

Eran como un maestro y su alumna, y el dibujo creó un vínculo instantáneo entre ellos. La niña parecía hallarse muy a gusto con él.

– Te enseñaré… ¿Puedo?

Le pedía permiso antes de intervenir en su trabajo, y la niña asintió. Con unos trazos cuidadosos de pincel, el artista corrigió el problema. A decir verdad, el dibujo era un retrato bastante fiel del perro, aun antes de la mejora.

– Está muy bien -alabó, devolviéndole la hoja antes de guardar el cuaderno y el lápiz.

– Gracias por arreglarlo. Esa parte nunca me sale.

– La próxima vez te saldrá -aseguró él mientras empezaba a guardar las pinturas.

Empezaba a refrescar, pero ninguno de los dos parecía darse cuenta.

– ¿Se va a casa?

Parecía decepcionada, y al contemplar aquellos ojos color coñac se le ocurrió que estaba muy sola, lo cual le conmovió. Algo en ella lo atormentaba.

– Se está haciendo tarde.

Y la niebla se tornaba cada vez más espesa.

– ¿Vives aquí o estás de visita?

Ninguno de los dos sabía el nombre del otro, pero no parecía tener importancia.

– He venido a pasar el verano.

Pronunció aquellas palabras sin emoción alguna, y era evidente que casi nunca sonreía. Aquella niña lo intrigaba; se había colado en su tarde solitaria, y ahora parecía haberse forjado un lazo extraño e inefable entre ellos.

– ¿En la urbanización? -le preguntó, suponiendo que procedía de la parte norte de la playa.

La niña asintió.

– ¿Vive usted aquí? -inquirió ella a su vez.

El pintor señaló con la cabeza una de las casitas que se alzaban a sus espaldas.

– ¿Es usted artista?

– Supongo que sí, como tú -repuso él con una sonrisa, mirando el retrato de Mousse que la niña aferraba con fuerza.

Ninguno de los dos parecía tener ganas de marcharse, pero sabían que no les quedaba otro remedio. La niña debía regresar a casa antes de que llegara su madre, ya que de lo contrario se metería en un lío. Se había escapado de la canguro, que llevaba horas hablando por el móvil con su novio. La niña sabía que a la canguro no le importaba que se escabullera. Lo cierto es que casi nunca se enteraba siquiera, hasta que la madre de la niña volvía y preguntaba por ella.

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[1] Juego de palabras intraducible entre mousse y moose («alce»), palabra que se pronuncian de forma idéntica. (N. de la T.)