– No quiero ningún novio, soy una mujer casada -sentenció con firmeza con las monedas en la mano.
– No es verdad, eres viuda.
– Es lo mismo, o casi. ¿A qué viene todo esto? Y por cierto, no… no creo que le guste «como novia». Y aunque así fuera daría igual. Es nuestro amigo; no lo estropeemos.
– ¿Por qué iba a estropearlo? -insistió Pip con obstinación.
Llevaba toda la mañana pensando en el asunto y además ya echaba de menos a Matt.
– Lo estropearía, te lo aseguro. Soy una persona mayor y lo sé. Si empezáramos una relación, alguien saldría malparado y todo se acabaría.
– ¿Siempre sale alguien malparado? -musitó Pip, decepcionada, pues no le parecía un dato alentador precisamente.
– Casi siempre, y entonces las dos personas ya ni se caen bien y no pueden seguir siendo amigas. Y en ese caso, no podrías ver a Matt. Piensa en lo triste que sería eso. -Ophélie fue muy concluyente con su punto de vista.
– ¿Y si os casáis? Entonces no pasaría nada de eso.
– No quiero volver a casarme, ni él tampoco. Quedó destrozado cuando su mujer lo dejó.
– ¿Te ha dicho él que no quiere volver a casarse? -preguntó Pip, escéptica; no le parecía demasiado creíble.
– Más o menos. Un día hablamos de su matrimonio y su divorcio. Por lo visto fue muy traumático.
– ¿Te ha pedido que te cases con él? -inquirió la niña con expresión súbitamente esperanzada.
– Claro que no, qué tontería.
Desde la perspectiva de Ophélie, aquella conversación era absurda.
– Entonces, ¿cómo sabes lo que piensa sobre el tema?
– Lo sé, y ya está. Además, yo no quiero volver a casarme; todavía me siento casada con tu padre.
A Ophélie le parecía una actitud muy noble, pero Pip se enfureció, lo cual sorprendió a su madre.
– Bueno, pues está muerto y no volverá. Creo que deberías casarte con Matt y así podríamos conservarlo.
– Puede que no quiera que «lo conservemos», sea cual sea mi opinión. ¿Por qué no te casas tú con él? Haríais muy buena pareja.
Lo decía en broma, para disipar la tensión del momento. No le gustaba que le recordaran que Ted estaba muerto y jamás regresaría. Era el único pensamiento que ocupaba su mente desde hacía once meses. Costaba creer que había transcurrido casi un año. En ciertos sentidos parecía una eternidad, pero en otros daba la sensación de que apenas habían pasado unos minutos.
– Estoy de acuerdo -declaró Pip con sensatez-; por eso creo que deberías casarte con él.
– A lo mejor le gustaría Andrea -comentó Ophélie para desviar la cuestión.
Lo cierto era que cosas más raras se habían visto. De repente se preguntó si debería presentarlos, pero Pip se apresuró a expresar una opinión negativa al respecto. No quería perder a Matt, lo quería para ellas.
– No le gustaría nada -declaró convencida-. Le parecería horrible. Andrea es demasiado fuerte para él. Le gusta decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer, incluyendo a los hombres. Por eso siempre acaban dejándola.
Era una evaluación interesante, y Ophélie sabía que su hija no andaba del todo desencaminada. Pip había escuchado muchas veces a sus padres hablar de Andrea y además se había formado su propia opinión. Andrea tendía a castrar a los hombres y era demasiado independiente, razón por la cual había acudido a un banco de semen para tener un hijo. Hasta la fecha, ningún hombre había querido comprometerse con ella. Pero en cualquier caso, Pip hacía gala de una gran perspicacia para una niña de su edad, y Ophélie no estaba en desacuerdo con ella, sino más bien impresionada por su sabiduría, aunque no se lo dijo.
– Sería mucho más feliz con nosotras -sentenció Pip con una risita-. Deberíamos proponérselo la próxima vez que lo veamos.
– Seguro que estaría encantado. Mira, se lo decimos y ya está, o también podríamos ordenarle que se case con nosotras. Mucho mejor todavía -bromeó Ophélie con una sonrisa.
– Eso, genial -exclamó Pip con los ojos entornados para protegerse del sol y una expresión complacida en el rostro.
– Eres un monstruito -la regañó cariñosamente su madre.
Al cabo de unos minutos llegaron a casa, y Ophélie abrió la puerta. Llevaba tres meses sin pisarla; en sus visitas a la ciudad había evitado ir, y toda la correspondencia estaba desviada a Safe Harbour. Era la primera vez que entraba en ella desde que se fueran a la playa, y la realidad de su situación la azotó como un vendaval en cuanto cruzó el umbral. De algún modo se había permitido creer que cuando volvieran Ted y Chad estarían allí, esperándolas, como si tan solo hubieran salido de viaje, como si la agonía del último año no hubiera sido más que un chiste macabro. Chad bajaría la escalera con una sonrisa de oreja a oreja, y Ted la aguardaría en el umbral de su dormitorio, mirándola con aquella expresión que aún le producía palpitaciones y hacía que le flaquearan las rodillas. La química había resistido durante todo el matrimonio. Pero la casa estaba vacía; resultaba imposible evadirse de la verdad. Ella y Pip siempre estarían solas.
Ambas se detuvieron junto a la puerta principal, pensando en lo mismo al mismo tiempo, con los ojos inundados de lágrimas mientras se abrazaban.
– Odio esta casa -musitó Pip sin soltar a su madre.
– Yo también -convino su madre en un susurro.
Ninguna de las dos quería subir a su dormitorio; la realidad era demasiado cruel. Por el momento, Matt quedó relegado al olvido; él tenía su propia vida, su propio mundo, y ellas también. Esa era la realidad.
Ophélie salió para descargar el coche, y Pip la ayudó a subir las maletas por la escalera. Incluso esa tarea les costó; ambas eran menudas, el equipaje pesaba mucho y no tenían quien las ayudara. Sin resuello, Ophélie dejó las dos bolsas de Pip en la habitación de la niña.
– Enseguida las deshago -jadeó Ophélie, intentando aferrarse a los progresos que había hecho durante el verano.
Sin embargo, en cuanto entró en la casa que compartiera con su marido y su hijo, se sintió de nuevo sumida en un agujero negro. Era como si los beneficiosos meses en Safe Harbour no hubieran existido.
– Puedo hacerlo yo, mamá -murmuró Pip con tristeza.
También ella lo percibía, hasta cierto punto incluso con mayor intensidad. Ophélie había vuelto a la vida y tenía sentimientos. El año del robot había sido más fácil.
Ophélie acarreó sus maletas escaleras arriba, y el corazón le dio un vuelco al abrir el armario. Todo seguía allí, cada chaqueta, cada traje, cada camisa, cada corbata, todos los zapatos de Ted, incluso los viejos y gastados mocasines que llevaba los fines de semana y que tenía desde la época de Harvard. Era como revivir una pesadilla. Ni siquiera se atrevía a entrar en la habitación de Chad, pues sabía que acabaría con ella. Estaba al límite de sus fuerzas, y mientras deshacía el equipaje, se sintió retroceder a pasos agigantados. Era una sensación aterradora.
A la hora de la cena, ambas estaban calladas, pálidas y agotadas. Las dos dieron un respingo cuando sonó el teléfono. Acababan de decidir dejar la cena para más tarde, aunque Ophélie sabía que Pip tendría que comer en un momento dado, tuviera apetito o no. Por lo que a ella respectaba, nunca vacilaba en saltarse una comida.
Ophélie no se movió, porque no quería hablar con nadie, de modo que Pip se levantó para contestar. Al escuchar su voz, el rostro se le iluminó.
– Hola, Matt. Sí, muy bien-dijo en respuesta a su pregunta.
Sin embargo, Matt advirtió por su tono de voz que no era cierto, y al poco Pip rompió a llorar mientras su madre la observaba.
– No, en realidad, fatal. Es horrible. No nos gusta nada estar aquí.
Sus palabras incluían a su madre, y Ophélie contempló la posibilidad de detenerla, pero no lo hizo. Si Matt iba a ser su amigo, más valía que estuviera al corriente de la verdadera situación.