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Pip escuchó durante largo rato sin dejar de asentir. Por lo menos había conseguido dejar de llorar. Al cabo de unos minutos se sentó en una silla de la cocina.

– Vale, lo intentaré. Se lo diré a mi madre… No puedo… Mañana empiezo la escuela.

En su rostro se dibujó una expresión complacida al escuchar las siguientes palabras de Matt.

– Vale… se lo preguntaré… -dijo antes de volverse hacia su madre y cubrir el micrófono con la mano-. ¿Quieres hablar con él?

– Dile que ahora no puedo -susurró Ophélie, meneando la cabeza.

No quería hablar con nadie; se sentía demasiado desgraciada y sabía que no podía fingir buen humor. Una cosa era que Pip llorara en el hombro de Matt, pero ella no podía hacerlo. No le parecía apropiado y no quería.

– Vale -repitió Pip a Matt-, se lo diré. Te llamaré mañana.

Ophélie empezaba a dudar de la conveniencia de estar en contacto constante con Matt, pero quizá no había nada de malo en ello, si proporcionaba consuelo a Pip. En cuanto colgó, la niña le contó la conversación.

– Dice que es normal que nos sintamos así porque vivíamos aquí con Chad y papá, y que no tardaremos en estar mejor. Dice que hagamos algo divertido esta noche, como encargar comida china o pizzas, o que salgamos. Ah, y que pongamos música alegre y muy fuerte, y que si estamos demasiado tristes, que durmamos juntas. Dice que mañana deberíamos salir a comprar algo bien estrafalario, pero le he dicho que no puedo, que tengo que ir a la escuela. Pero las otras ideas suenan bien. ¿Quieres que pidamos comida china, mamá?

No habían comido comida china en todo el verano, y a ambas les gustaba.

– La verdad es que no me apetece mucho, pero ha sido muy amable al sugerirlo.

A Pip le gustaba especialmente la idea de la música, y de repente Ophélie se dijo que a fin de cuentas no costaba nada intentarlo.

– ¿A ti te apetece comida china, Pip? -preguntó, aunque le parecía un poco absurdo, porque ninguna de las dos tenía hambre.

– Claro, ¿por qué no pedimos rollos de primavera y wonton frito?

– Yo prefiero dim sum -añadió Ophélie con aire pensativo antes de buscar el folleto del restaurante sobre el mostrador de la cocina.

– También quiero arroz frito con gambas -pidió Pip mientras su madre hacía el pedido por teléfono.

Al cabo de media hora sonó el timbre, y pocos minutos más tarde se sentaron a comer a la mesa de la cocina. Por entonces, Pip había puesto una música espantosa al máximo volumen tolerable. Ambas tuvieron que reconocer que se sentían mejor que una hora antes.

– Ha sido una idea un poco tonta -comentó Ophélie con una sonrisa tímida-, pero Matt ha sido muy amable al dárnosla.

Y lo cierto era que había funcionado mejor de lo que quería admitir. Le daba cierta vergüenza que un poco de comida china y uno de los compacts de Pip pudieran paliar parte del sobrecogedor dolor que reinaba en sus vidas, pero lo cierto es que así era.

– ¿Puedo dormir contigo esta noche? -preguntó Pip titubeante mientras subían la escalera tras limpiar la cocina y guardar los restos en el frigorífico.

Alice, la mujer de la limpieza, había dejado provisiones suficientes para el desayuno del día siguiente, y Ophélie tenía intención de salir a hacer la compra por la mañana. La petición de Pip la sobresaltó, porque la niña no le había preguntado ni una sola vez en todo el año si podía dormir con ella. Le daba miedo entrometerse en la intimidad de su madre y, paralizada por el dolor, Ophélie nunca se lo había ofrecido.

– Supongo que sí… ¿Seguro que quieres?

Había sido idea de Matt, pero a Pip le parecía estupenda.

– Me gustaría mucho.

Cada una se bañó en su propio cuarto de baño, y más tarde Pip apareció en el dormitorio de su madre ya en pijama. De repente le parecía encontrarse en una especie de fiesta, y lanzó una risita cuando se encaramó a la cama de su madre. De algún modo, por control remoto, Matt había transformado la textura de la velada. Con expresión extasiada, Pip se acurrucó junto a su madre en la enorme cama y se quedó dormida en cuestión de pocos minutos. Ophélie se sobresaltó al comprobar cuan reconfortante le resultaba abrazar aquel pequeño cuerpo pegado al suyo y se preguntó cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes esa idea. Por supuesto, no podían hacerlo cada noche, pero desde luego resultaba una perspectiva atractiva para noches como aquella. Al poco, también ella dormía a pierna suelta.

Las dos despertaron con un respingo cuando sonó el despertador. En el primer momento, no sabían dónde se encontraban ni por qué estaban durmiendo juntas, pero no tardaron en recordarlo todo. Sin embargo, no les dio tiempo a deprimirse de nuevo, porque tenían que darse prisa. Pip fue a cepillarse los dientes mientras Ophélie corría abajo para preparar el desayuno. Al ver los restos de comida china en el frigorífico, sonrió, abrió una galleta de la suerte y se la comió.

«Tendrá felicidad y buena suerte todo el año», prometía el papelito encerrado en su interior.

– Gracias, las necesito -musitó Ophélie con una sonrisa.

Vertió leche en los cereales de Pip, sirvió zumo de naranja para las dos, deslizó una rebanada de pan en la tostadora y se preparó un café. Al cabo de cinco minutos, Pip bajó ataviada con el uniforme escolar mientras Ophélie abría la puerta principal para recoger el periódico. Apenas lo había leído durante todo el verano y de hecho no lo echaba de menos. No sucedía nada emocionante, pero pese a ello lo hojeó unos instantes antes de subir a vestirse para poder llevar a Pip a la escuela. Las mañanas siempre eran un poco frenéticas, pero le gustaba, pues la actividad le impedía pensar.

Veinte minutos más tarde estaban en el coche con Mousse y se dirigían hacia la escuela de Pip. La niña miraba por la ventanilla con una sonrisa en los labios.

– ¿Sabes una cosa? -dijo por fin, volviéndose hacia su madre-. Las sugerencias de Matt funcionaron. Me ha gustado mucho dormir contigo.

– A mí también -reconoció Ophélie.

Más de lo que había esperado; resultaba mucho menos solitario que dormir sola en su enorme cama, llorando a su marido muerto.

– ¿Podremos repetirlo alguna vez? -preguntó Pip con expresión esperanzada.

– Me encantaría -repuso Ophélie con una sonrisa al tiempo que llegaban a la escuela.

– Tendré que llamarle para darle las gracias -observó Pip.

Ophélie detuvo el coche, la besó a toda prisa y le deseó buena suerte. Saludando a su madre con la mano, Pip corrió hacia sus amigos, su nuevo día, sus profesores. Ophélie aún sonreía durante el trayecto de vuelta a la casa demasiado grande de Clay Street. Había sido tan feliz el día que se mudaron a ella, y en cambio ahora era tan desgraciada. No obstante, tenía que reconocer que la primera noche había sido mucho mejor de lo que había esperado, y se sentía agradecida por las creativas ideas de Matt.

Subió despacio la escalinata de entrada con Mousse y abrió la puerta principal con un suspiro. Todavía le quedaban algunas cosas que desempaquetar y provisiones que encargar, y aquella tarde quería pasar por el albergue de indigentes. Todo ello bastaría para mantenerla ocupada hasta las tres y media, hora en que tenía que ir a buscar a Pip. Pero al pasar ante la habitación de Chad, no pudo resistir la tentación. Abrió la puerta y se asomó. Las cortinas estaban corridas y la habitación estaba a oscuras, tan vacía y triste que casi le rompió el corazón. Sus posters seguían allí, al igual que todos sus tesoros. Las fotografías de él con sus amigos, los trofeos deportivos de cuando era más pequeño. Sin embargo, la habitación ofrecía un aspecto distinto de la última vez que entrara. Ahora poseía una cualidad seca, como una hoja caída del árbol y a punto de morir, y desprendía un olor polvoriento. Como siempre hacía, se acercó a su cama y apoyó la cabeza sobre la almohada. Aún percibía su olor, aunque ahora con menor intensidad. Y también como siempre, los sollozos se apoderaron de ella. Toda la comida china y toda la música estridente del mundo no podrían cambiar eso, tan solo aplazar la agonía inevitable de saber una vez más que Chad jamás volvería.