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– Tienes los pies demasiado grandes; de lo contrario le pediría a mamá que te comprara unas.

– Qué pena. Siempre me ha gustado Elmo. Y también Gustavo.

– Y a mí, aunque Elmo me gusta más.

Luego se puso a hablar de la escuela, de sus amigos, de sus profesores, y al cabo de un rato le dijo que tenía que ir a hacer los deberes.

– Muy bien. Dale saludos a tu madre. Mañana os llamaré -prometió.

Se sentía como cuando llamaba a sus hijos, feliz y triste a la vez, emocionado y esperanzado, como si tuviera una razón para vivir. Se obligó a recordarse que Pip no era hija suya. Ambos sonreían al colgar el teléfono, y Pip asomó la cabeza al dormitorio de su madre de camino a su propia habitación.

– He llamado a Matt y le he contado lo de las zapatillas. Te manda recuerdos -anunció Pip con aire satisfecho, y Ophélie le sonrió desde el otro extremo de la estancia.

– Qué amable -repuso sin parecer emocionada, tan solo contenta y tranquila.

– ¿Puedo volver a dormir contigo esta noche? -pidió Pip casi con timidez.

Llevaba las zapatillas de Elmo, aunque se había quitado los zapatos, y Ophélie llevaba las de Grover, tal como había prometido.

– ¿Ha sido idea de Matt? -inquirió Ophélie con curiosidad.

– No, mía.

Era cierto, pues Matt no le había dado ninguna sugerencia esta vez. No hacía falta; les había echado un cable la noche anterior, pero ahora, al menos de momento, sus amigas estaban bien.

– Me parece bien -accedió Ophélie.

Pip fue a su habitación dando brincos para hacer los deberes.

Fue otra velada agradable para ambas. Ophélie no sabía cuánto tiempo seguirían durmiendo juntas, pero a las dos les gustaba. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Resolvía un montón de problemas y les resultaba reconfortante para ambas. No pudo por menos de pensar en los cambios positivos que Matt había introducido en su vida.

Capítulo 13

Ophélie tenía cita en el centro Wexler a las nueve y cuarto. Dejó a Pip en la escuela y condujo derecha hacia la zona sur de Market. Llevaba vaqueros y una gastada cazadora de cuero negro. De camino al colegio, Pip comentó que estaba muy guapa.

– ¿Vas a alguna parte, mamá?

Pip llevaba la camisa blanca y la falda plisada azul marino que constituían el uniforme escolar. Lo detestaba, pero Ophélie consideraba que eliminaba toda cuestión relacionada con la moda, punto muy importante a aquellas horas de la mañana. Además, Pip ofrecía un aspecto dulce y joven con aquel atuendo. Para las ocasiones importantes, el uniforme se complementaba con una corbata azul marino, y los rizos cobrizos de Pip marcaban el acento perfecto sobre aquel fondo.

– Sí -asintió Ophélie con una sonrisa.

Le encantaba compartir las noches con Pip. Dormir junto a ella mitigaba el dolor de la soledad y la agonía de las mañanas. No comprendía por qué no se le había ocurrido antes la idea, quizá porque no quería apoyarse en Pip, pero lo cierto era que constituía una bendición para las dos. Sentía una profunda gratitud hacia Matt por haberlo sugerido. Junto a Pip había dormido bien por primera vez en muchos meses, y despertar con Pip abrazada a ella, mirándola a los ojos y con la naricita pegada a la suya, era lo mejor que le había sucedido desde la muerte de Ted. Su marido nunca había sido tan cariñoso por las mañanas, y quedarse abrazado a ella en la cama o decirle que la quería nada más despertar no le iba mucho.

Ophélie habló a Pip del centro Wexler, de sus actividades y de que esperaba poder trabajar allí de voluntaria.

– Si es que me quieren -puntualizó.

No tenía idea de las tareas que le encomendarían ni de si podía resultar útil en el centro. Quizá podría servir para contestar al teléfono.

– Te lo contaré todo cuando nos veamos esta tarde -prometió a su hija al dejarla en la esquina de la escuela.

La siguió con la mirada mientras la niña se dirigía hacia la entrada del colegio con sus amigos; estaba tan enfrascada en la conversación con ellos que ni tan siquiera se volvió para saludarla.

Ophélie aparcó en Folsom Street y enfiló el callejón donde se encontraba el centro Wexler. Pasó junto a un grupo de borrachos sentados con la espalda apoyada contra la pared. Estaban muy cerca del centro, pero incluso moverse parecía significar un esfuerzo demasiado grande para ellos. Ophélie los observó, pero ninguno pareció reparar en ella; estaban absortos en su universo particular, más bien en su infierno particular. Pasó ante ellos con la cabeza gacha, compadeciéndolos en silencio.

Al cabo de un instante, entró en el mismo vestíbulo que el día anterior. Era una espaciosa sala abierta con las paredes tapizadas de posters y la pintura desconchada. Tras el mostrador había una recepcionista distinta de la que había visto la otra vez, una mujer afroamericana de mediana edad que atendía el mostrador y las llamadas. Con sus apretadas trenzas entrecanas, ofrecía un aspecto competente y amable. Al advertir la presencia de Ophélie alzó la mirada con expresión interrogante. Pese a su sencillo atuendo, parecía bien conservada y muy arreglada, fuera de lugar en aquella estancia tan destartalada. Los muebles eran dispares y estaban muy gastados; sin duda procedían de tiendas de segunda mano. En un rincón se veía una cafetera con vasos de poliestireno.

– ¿En qué puedo servirla? -inquirió la mujer en tono amable.

– Tengo cita con Louise Anderson -repuso Ophélie en voz baja-. Creo que es la jefa de voluntarios.

– La jefa de voluntarios, de marketing, de donaciones, de pedidos de víveres, de suministros, de relaciones públicas y de contratación de nuevos talentos -explicó la mujer con una sonrisa-. Todos hacemos de todo aquí.

A Ophélie se le antojó una estructura interesante. Mientras esperaba se dedicó a recorrer la estancia para contemplar los posters y el material informativo distribuido por todas partes. La espera fue corta; al cabo de apenas dos minutos, una joven irrumpió en el vestíbulo. Tenía el cabello pelirrojo y reluciente como Pip, peinado en dos largas trenzas, una de ellas colgada sobre la otra. A todas luces poseía una abundantísima melena. Llevaba botas militares, vaqueros y camisa de leñador, pero pese a ello saltaba a la vista que era muy guapa y femenina. Se movía con gracilidad, como una bailarina, y era menuda como Ophélie y Pip. No obstante, emanaba energía, entusiasmo, poder y también bondad, un estilo arrollador que le confería aspecto de mujer segura y a gusto consigo misma.

– ¿Señora Mackenzie? -preguntó con una sonrisa cálida cuando Ophélie se levantó para saludarla-. ¿Quiere seguirme, por favor?

Se dirigió a paso rápido y decidido hacia una oficina en la parte posterior del edificio, una de cuyas paredes aparecía completamente cubierta por un tablón de anuncios. Se veían pedazos de papel, boletines, anuncios, mensajes de organismos gubernamentales, fotografías y una interminable lista de proyectos y nombres. Resultaba abrumador presenciar la carga de trabajo que sin duda acarreaba aquella mujer. De la pared opuesta colgaban fotografías de personas del centro. El pequeño escritorio, la silla de oficina y otras dos sillas para visitas llenaban casi por completo el resto del espacio en aquel despacho reducido y soleado. Al igual que ella, la estancia era diminuta, alegre, rebosante de información y eficiente en extremo.

– ¿Qué la trae por aquí? -preguntó Louise Anderson con una sonrisa afable y la mirada clavada en Ophélie.

A todas luces, Ophélie no encajaba en el perfil habitual de los voluntarios, por regla general estudiantes universitarios o de posgrado que buscaban acumular horas de prácticas para obtener el título de trabajo social, o bien personas relacionadas de algún modo con aquel campo.

– Me gustaría trabajar de voluntaria -anunció Ophélie con cierta timidez.