– Mi padre también dibujaba.
El artista reparó en el tiempo pasado. No sabía si significaba que ya no dibujaba o que las había dejado, aunque sospechaba que se trataba de lo segundo. Con toda probabilidad, la niña vivía en un hogar roto y ansiaba algo de atención masculina, lo cual le resultaba muy familiar.
– ¿Es artista?
– No, ingeniero, y ha inventado algunas cosas. -Lanzó un suspiro y lo miró con ojos tristes-. Será mejor que me vaya.
– Puede que volvamos a vernos algún día.
Estaban a principios de julio y quedaba mucho verano por delante. Sin embargo, era la primera vez que la veía y suponía que no bajaba hasta allí demasiado a menudo; era un trayecto muy largo para ella.
– Gracias por dejarme dibujar con usted -dijo la niña en tono cortés.
En sus ojos bailaba una sonrisa, y la melancolía que detectó en ellos lo conmovió profundamente.
– Lo he pasado muy bien -repuso sinceramente antes de tenderle la mano con cierta timidez-. Por cierto, me llamo Matthew Bowles.
La niña le estrechó la mano con aire solemne, y el pintor quedó impresionado ante sus buenos modales. Era un personaje notable, y se alegraba de haberla conocido.
– Yo me llamo Pip Mackenzie.
– Qué nombre tan interesante. ¿Es abreviatura de algo?
– Sí, por desgracia -exclamó ella con una risita que le confirió un aspecto mucho más acorde con su edad-. De Phillippa. Me lo pusieron por mi abuelo. ¿No le parece espantoso?
Al decir aquello hizo una mueca desdeñosa que arrancó una sonrisa a Matthew. Era irresistible, sobre todo con aquellos rizos cobrizos y las encantadoras pecas. Ya ni siquiera sabía a ciencia cierta si le gustaban los niños; a decir verdad, por lo general los rehuía. Sin embargo, aquella niña era diferente, poseía algo mágico.
– Pues lo cierto es que me gusta. Phillippa… Puede que algún día a ti también llegue a gustarte.
– No lo creo, es un nombre estúpido. Prefiero Pip.
– Lo recordaré la próxima vez que nos veamos -aseguró él con una sonrisa.
Ambos parecían reacios a separarse.
– Vendré otra vez cuando mi madre vaya a la ciudad. Puede que el jueves.
De sus palabras dedujo que o bien se había escapado o bien se había escabullido inadvertida, pero al menos contaba con la compañía del perro. De pronto y sin razón aparente, Matthew se sentía responsable de ella.
Plegó el taburete y recogió la caja de pinturas vieja y gastada. Se puso el caballete también plegado bajo el brazo, y ambos se miraron durante un largo instante.
– Gracias otra vez, señor Bowles.
– Llámame Matt. Gracias a ti. Hasta luego, Pip -se despidió casi con tristeza.
– Adiós -repuso ella agitando la mano a modo de saludo.
Acto seguido se alejó danzando como una hoja al viento, lo saludó de nuevo y corrió playa arriba seguida de Mousse.
Matt la siguió con la mirada durante largo rato, preguntándose si volvería a verla y si importaba. A fin de cuentas, no era más que una niña. Bajó la cabeza para resguardarse del viento y subió la duna en dirección a su casita curtida por la intemperie. Nunca cerraba con llave, y cuando entró y dejó los utensilios en la cocina, se sintió embargado por una desazón que llevaba años sin sentir y que no le resultaba nada grata. Ese era el problema de los niños, se dijo antes de servirse un vaso de vino, que se te clavan en el alma como una astilla bajo la uña, de esas que duele tanto arrancar. Pero quizá mereciera la pena. Aquella chiquilla tenía algo excepcional, y mientras pensaba en ella su mirada se vio atraída por el retrato que años atrás había pintado de otra niña que se parecía mucho a su nueva amiga. Mostraba a su hija Vanessa a la misma edad. Al poco entró en el salón y se dejó caer en un viejo y raído sillón de cuero para contemplar la niebla procedente del mar. Pero mientras la miraba, lo único que veía era a la niña de rizos rojos y pecas, y aquellos inquietantes ojos color coñac.
Capítulo 2
Ophélie Mackenzie tomó la última curva cerrada de la carretera y atravesó el diminuto pueblo de Safe Harbour. La población consistía en dos restaurantes, una librería, una tienda de surf, un supermercado y una galería de arte. Ophélie había pasado una dura tarde en la ciudad. Detestaba acudir a las sesiones de grupo dos veces por semana, pero tenía que reconocer que la ayudaban. Iba desde mayo y le quedaban otros dos meses. Incluso había accedido a ir durante el verano, razón por la que había dejado a Pip al cuidado de la hija de los vecinos. Amy tenía dieciséis años, le gustaba trabajar de canguro, o al menos eso decía, y necesitaba el dinero para completar su asignación. Ophélie necesitaba ayuda, y a Pip parecía caerle bien Amy. Era un arreglo práctico para todas las partes interesadas. Pese a todo, Ophélie detestaba ir a la ciudad dos veces por semana, si bien solo tardaba media hora, cuarenta minutos a lo sumo. Aparte de los quince kilómetros de carretera sinuosa y curvas cerradísimas, era un trayecto fácil, y conducir por el acantilado, contemplando el mar, la relajaba. Sin embargo, aquella tarde estaba cansada. A veces resultaba agotador escuchar a otras personas, y sus problemas no habían mejorado gran cosa desde octubre, sino que más bien tenía la impresión contraria. Pero al menos contaba con el apoyo del grupo, con personas con quienes hablar. Y cuando lo necesitaba, podía desahogarse con ellos y reconocer lo mal que se sentía. No le gustaba cargar a Pip con sus cuitas; no le parecía justo para una niña de once años.
Ophélie atravesó el pueblo y al poco enfiló la calle sin salida que conducía a la zona privada de Safe Harbour. Casi todo el mundo se la pasaba, pero ella la encontraba por puro acto reflejo. Había tomado la decisión correcta; aquel era el lugar idóneo para pasar el verano. Necesitaba el silencio y la paz que ofrecía Safe Harbour, el silencio, la soledad, la playa larga, en apariencia interminable, de arena blanca, a veces casi invernal y a veces calurosa y soleada.
No le molestaban el frío y la niebla, pues en ocasiones casaban mejor con su estado de ánimo que el sol radiante y el cielo azul que los demás residentes de la playa tanto anhelaban. Algunos días ni siquiera salía de casa. Se quedaba en la cama o se acurrucaba en un rincón del salón, fingiendo leer, pero en realidad pensando, rememorando otros lugares, otros tiempos en que las cosas eran distintas. Antes de octubre. Habían transcurrido nueve meses, pero se le antojaba una vida entera.
Ophélie cruzó despacio la verja y correspondió con un asentimiento al saludo del guardia de seguridad. Lanzó un suspiro mientras salvaba a poca velocidad las bandas rugosas de la calle que conducía a su casa. Había niños montando en bicicleta, varios perros y unos cuantos paseantes. Era una de esas urbanizaciones donde la gente se conocía, pero pese a ello se ocupaba de sus propios asuntos. Llevaban un mes allí, y Ophélie no conocía a nadie ni sentía deseos de hacerlo. Al llegar al sendero de entrada de la casa apagó el motor y permaneció sentada en el coche unos instantes. Estaba demasiado cansada para moverse, ver a Pip o preparar la cena, pero sabía que no le quedaba otro remedio. Todo formaba parte de aquel interminable letargo que parecía hacer imposible acometer tareas más exigentes que la de peinarse o hacer algunas llamadas.
Por el momento tenía la sensación de que su vida había terminado. Le parecía tener cien años pese a que tan solo contaba cuarenta y dos y aparentaba treinta. Tenía el cabello largo, rubio, suave y rizado; los ojos, del mismo matiz brandy que su hija. Era menuda y delicada como Pip. En la escuela bailaba, y había intentado interesar a Pip por el ballet, pero su hija lo detestaba. Le parecía difícil y aburrido, odiaba los ejercicios, la barra, a las otras niñas tan empeñadas en alcanzar la perfección. Le importaban bien poco las piruetas, los saltos y los pliés. Ophélie había acabado por desistir y permitir que Pip hiciera lo que quisiera. La niña tomó clases de equitación durante un año, hizo un curso de cerámica en la escuela, y el resto del tiempo se dedicaba a dibujar. Era una niña solitaria y le gustaba que la dejaran en paz para así poder leer, dibujar, soñar o jugar con Mousse. En cierto modo se parecía a su madre, que también había sido solitaria de pequeña. Ophélie no sabía si era saludable permitir que Pip pasara tanto tiempo sola, pero la niña parecía feliz de ese modo y siempre sabía entretenerse sola, incluso en los últimos tiempos, cuando su madre le prestaba tan poca atención. Desde fuera, al menos, a Pip no parecía importarle, aunque su madre siempre se sentía culpable por la escasa relación que tenían. Lo había mencionado a menudo en las sesiones de grupo, pero se sentía incapaz de romper el letargo en que se veía sumida. Nada volvería a ser igual.