– Desde luego, nos hace falta toda la ayuda del mundo. ¿Qué sabe hacer?
Aquella pregunta desconcertó a Ophélie. No tenía ni idea de lo que sabía hacer y menos aún de lo que necesitaban de ella. Se sentía como pez fuera del agua.
– Quizá debería preguntarle qué le gustaría hacer.
– No estoy segura. Tengo dos hijos…
Al pronunciar aquellas palabras se interrumpió en seco e hizo una mueca, pero corregir el error habría sonado patético en su opinión, de modo que lo dejó correr.
– Llevo casada dieciocho años… bueno, lo estaba… -Al menos logró hacer acopio de valor suficiente para dar ese detalle-. Sé conducir, hacer la compra, limpiar, ocuparme de la colada, se me dan bien los niños y los perros.
Todo aquello le sonaba ridículo incluso a ella, pero llevaba años sin pensar en qué consistían sus auténticos talentos, y ahora le parecían penosamente limitados.
– Estudié biología y sé bastante de tecnología energética, el campo de mi marido -otro detalle inútil que no les serviría de nada-, y tengo cierta experiencia en el trato de familiares de enfermos mentales.
Pensó en Chad. Solo podía pensar en Chad mientras miraba de hito en hito a Louise Anderson.
– ¿Se está divorciando? -inquirió la joven al haber advertido la referencia en tiempo pasado a su matrimonio.
Ophélie negó con la cabeza, intentando parecer normal, no asustada, pero lo cierto era que estaba aterrada. La intimidaba estar allí y sentirse tan inútil, tan poco cualificada. Pero la mujer sentada frente a ella la miraba con franqueza y respeto; tan solo necesitaba más información.
– Mi marido murió hace un año -musitó con voz apenas audible-, junto con mi hijo. Tengo una hija de once años y mucho tiempo disponible.
– Siento lo de su marido y su hijo -dijo Louise con sinceridad antes de proseguir-. Su experiencia con enfermedades mentales podría sernos muy útil aquí. Muchas de las personas que pasan por el centro sufren algún trastorno mental; en muchos casos es una circunstancia inherente a los sin techo. Si están demasiado enfermos, intentamos derivarlos a los centros y clínicas apropiados, pero si son relativamente funcionales, los admitimos aquí. Casi todos los albergues tienen criterios que excluyen a las personas de conducta alterada, lo cual hace que muchos indigentes no tengan acceso a ellos. Es una norma bastante absurda, pero facilita la vida a los centros. Nosotros somos un poco menos estrictos, pero como consecuencia de ello, tenemos a gente bastante enferma.
– ¿Qué les ocurre? -inquirió Ophélie con aire preocupado.
Le caía bien aquella mujer y esperaba llegar a conocerla mejor. Irradiaba una energía serena pero poderosa que llenaba la estancia, y la pasión que mostraba por su trabajo resultaba contagiosa. Ophélie hallaba apasionante la idea de trabajar allí, aunque solo fuera de voluntaria.
– Casi todos nuestros clientes vuelven a la calle al cabo de una o dos noches. Las unidades familiares se quedan, pero casi todas acaban en casas de acogida permanentes, lo cual no es nuestro caso. Los dejamos quedarse tanto tiempo como podemos e intentamos derivarlos a otros centros, a albergues de más largo plazo o a hogares de acogida en el caso de los niños. Intentamos cubrir sus necesidades en la medida de lo posible. Les proporcionamos ropa, alojamiento y atención médica cuando la necesitan, y solicitamos subsidios al gobierno cuando se tercia. Somos una especie de unidad de urgencias. Les damos mucho cariño, información, una cama, comida y una mano amiga. Nos gusta porque de este modo podemos atender a más personas, pero también hay muchos problemas que no logramos resolver. A veces se te parte el corazón, pero tenemos nuestras limitaciones. Hacemos cuanto podemos, y luego se van.
– Pues parece que hacen mucho -exclamó Ophélie, admirada.
– No lo suficiente. Este trabajo te parte el corazón, como le digo. Es como intentar drenar un mar con un vaso y, cada vez que crees haber marcado la diferencia, el mar vuelve a llenarse a una velocidad de vértigo. Lo peor son los niños; están en el mismo barco con todos los demás, pero tienen muchas más probabilidades de ahogarse, y no es culpa suya. Son víctimas de la situación, aunque muchos adultos también lo son.
– ¿Pueden quedarse los niños con sus padres? -inquirió Ophélie, apenada ante las tribulaciones de aquellos pequeños.
Ni siquiera alcanzaba a imaginarse a Pip vagando por las calles a su edad, y muchos de aquellos niños eran más pequeños que ella o incluso habían nacido en aquellas circunstancias. Era una de las grandes tragedias de nuestro tiempo, pero mientras escuchaba Ophélie se alegró de haber ido al centro. Era la decisión correcta, y agradecía a Blake que se lo hubiera sugerido. La emocionaba la perspectiva de trabajar en el centro Wexler.
– Los niños solo pueden quedarse con sus progenitores o progenitor, según sea el caso, si aceptan a la familia en una casa de acogida permanente o en alguna clase de casa segura, como los albergues para madres e hijos maltratados. No pueden quedarse en la calle, porque en cuanto la policía los ve los llevan a los centros de menores y los asignan a hogares de acogida. La vida en la calle no es vida para un niño. Una cuarta parte de nuestra población muere cada año en las calles por exposición a la intemperie, distintas enfermedades, accidentes, traumatismos y actos violentos. Los niños no sobreviven ni la mitad de tiempo que un adulto; están mejor en un hogar de acogida. -Ophélie no podía estar más de acuerdo-. ¿Qué horario tiene disponible? ¿Días? ¿Noches? Probablemente le gustaría trabajar de día si es una madre sola con una niña en edad escolar.
El término «madre sola» la golpeó como un puñetazo en el plexo solar. Nunca había pensado en sí misma de aquella forma, pero ahora no le quedaba otro remedio, por mucho que lo detestara.
– Estoy disponible de nueve a tres todos los días. Bueno, no sé… ¿Qué le parecería dos o tres días por semana?
Le parecía mucho, incluso a ella, pero no tenía nada mejor que hacer y disponía de demasiado tiempo. No podía pasarse el día en el parque con Mousse. Aquella actividad conferiría sentido a sus días y quizá haría bien a otras personas, una idea que la seducía.
– Lo que normalmente hago con los voluntarios -explicó Louise con sinceridad mientras se echaba una de las trenzas a la espalda- es permitirles que echen un buen vistazo al centro antes de decidirse. A la cruda realidad, sin ambages. Si quiere puede pasar unos días con nosotros y ver qué le parece. Si considera que es lo que buscaba y lo que quiere hacer, y si yo también considero que encaja, la formaremos durante una semana, dos a lo sumo, depende del ámbito que más la atraiga, y luego la pondremos a trabajar. Es un trabajo muy duro -advirtió muy seria-. Aquí nadie se anda con chiquitas. El personal a tiempo completo trabaja casi siempre doce horas diarias, a veces incluso más si tenemos alguna crisis, lo cual pasa a menudo. Y los voluntarios también trabajan a tope -añadió con una sonrisa-. ¿Qué le parece?
– A decir verdad, fantástico -aseguró Ophélie, devolviéndole la sonrisa con expresión esperanzada-. Justo lo que necesito… Solo espero ser lo que ustedes necesitan.
– Ya lo veremos -comentó Louise al tiempo que se levantaba-. No pretendo espantarla, Ophélie, tan solo ser sincera. No quiero que se haga la idea de que es más fácil de lo que es. Aquí disfrutamos mucho, pero parte de nuestro trabajo es horrible, sucio, deprimente, agotador e incluso peligroso. Algunos días se irá a casa sintiéndose genial, mientras que otros se dormirá llorando. Y no sé si le interesaría, pero también tenemos un programa de ayuda.
– ¿En qué consiste? -preguntó Ophélie, intrigada.
– Son equipos que salen en dos furgonetas donadas para buscar a personas en las calles, personas demasiado enfermas, sea física o mentalmente, de cuerpo o espíritu, para acudir a nosotros. Por eso vamos a buscarlos. Les llevamos comida, ropa, medicamentos, y si están muy enfermos intentamos llevarlos al hospital, a un centro o a un albergue. En la calle hay mucha gente demasiado desorientada para venir hasta aquí. Por muy accesibles que seamos, algunas personas están demasiado asustadas, rotas o solas para buscar ayuda. Cada noche tenemos al menos una furgoneta en la calle para echarles una mano, y dos si conseguimos personal suficiente. Ayudan a los clientes que más nos necesitan. Los que pueden acudir a nosotros al menos piensan con cierta claridad y pueden valerse por sí mismos un mínimo. De hecho, a algunas personas que viven en la calle les van bien las cosas, pero a veces necesitan ayuda y tienen demasiado miedo para pedirla. No confían en nosotros aun cuando hayan oído hablar del centro. A veces lo único que hacemos en las calles por la noche es sentarnos a hablar con ellos. Personalmente, siempre intento sacar a los niños fugados de las calles, pero en muchos casos, la situación de la que huyen es peor que lo que se encuentran en la calle. En este mundo pasan cosas muy feas. Aquí lo vemos casi todo, o al menos las consecuencias de casi todo, sobre todo de noche. Los días son un poco más tranquilos, por eso salimos de noche, porque es cuando más nos necesitan.