– Matt te manda saludos -dijo la niña antes de seguir hablando con su amigo.
Ophélie se estaba preparando un bocadillo; su apetito había aumentado de forma considerable en las últimas semanas.
– Igualmente -dijo antes de dar un bocado.
– Dice que eres genial por hacer lo que haces -transmitió Pip.
Acto seguido pasó a hablar a Matt del proyecto de escultura que habían empezado en clase de arte y de que se había ofrecido voluntaria para colaborar en el anuario del colegio. Le encantaba hablar con él, aunque no era lo mismo que estar sentada a su lado en la playa. Pero sobre todo no quería perder el contacto, ni él tampoco. Por fin pasó el teléfono a su madre.
– Por lo visto andas ocupada en cosas muy interesantes -alabó Matt-. ¿Qué tal te va?
– Pues es aterrador, emocionante, maravilloso, maloliente, conmovedor y triste. Me encanta. La gente que trabaja allí es estupenda, y los que vienen a pedir ayuda son muy amables.
– Eres una mujer increíble; estoy impresionado -declaró Matt con sinceridad, pues lo pensaba desde el día en que la conoció.
– Pues no tienes por qué. Lo único que he hecho es archivar documentos y poner cara de tonta. No tengo ni idea de nada ni de si querrán que me quede.
Les había prometido acudir tres días de prueba, de modo que le quedaban dos. Pero de momento estaba encantada.
– Seguro que querrán que te quedes. No hagas nada peligroso ni arriesgado, ¿vale? No puedes permitírtelo, por Pip.
– Lo sé, te lo aseguro.
El hecho de que Louise Anderson se hubiera referido a ella como madre sola se lo había hecho comprender de forma dolorosa, aunque muy clara.
– ¿Qué tal la playa?
– Muerta sin vosotras -repuso Matt en tono afligido.
En los dos días posteriores a su marcha había hecho un tiempo magnífico, caluroso, soleado y con radiante cielo azul. Septiembre era uno de los meses más cálidos en la costa, y Ophélie lamentaba no estar allí, al igual que Pip.
– Estaba pensando en ir a veros el fin de semana si os va bien, a menos que prefiráis venir vosotras.
– Me parece que Pip tiene entrenamiento de fútbol el sábado por la mañana… Quizá podríamos ir el domingo…
– ¿Y si voy yo? Si te parece bien, claro. No quisiera hacerme pesado.
– No te haces pesado. Pip estará encantada, y a mí también me gustaría verte -aseguró Ophélie con entusiasmo.
Estaba de un humor excelente pese al día agotador que había pasado. Trabajar en el centro la había llenado de energía.
– Os llevaré a cenar. Pregunta a Pip adónde quiere ir. Me muero de ganas de que me cuentes todo lo de tu nuevo trabajo.
– No creo que vaya a ser nada del otro jueves. Tienen que formarme durante una semana, y a partir de entonces supongo que seré una especie de comodín para quien me necesite, sobre todo para pasar visitas y llamadas. Pero menos da una piedra.
Era mejor que quedarse sentada en la habitación de Chad, llorando a moco tendido, y Matt también lo sabía.
– Llegaré el sábado sobre las cinco. Hasta entonces.
– Gracias otra vez, Matt -dijo Ophélie antes de pasarle el teléfono a Pip para que pudiera despedirse.
Acto seguido fue arriba para leer la documentación que le habían dado en el centro. Artículos, estudios, datos sobre indigencia y el centro… Era fascinante y sobrecogedor a un tiempo. Tumbada sobre la cama en su bata de cachemira rosa, con las sábanas limpias bajo el cuerpo, no pudo por menos de decirse que eran muy afortunadas. Poseían una casa espaciosa, cómoda y bella, llena de las antigüedades que Ted había insistido en comprar. Las habitaciones eran soleadas y de colores vivos. El dormitorio principal estaba decorado con chintz amarillo y estampado de flores, mientras que las paredes y tapizados del cuarto de Pip eran de seda rosa pálido, un sueño para cualquier niña. El de Chad era el típico de un adolescente, a cuadros en diversos tonos azules. El cuero marrón predominaba en el estudio de Ted, en el que ya nunca entraba, y la salita adyacente al dormitorio aparecía empapelada en azul celeste y seda amarilla con aguas. En la planta baja se abría un amplio y acogedor salón lleno de antigüedades inglesas, con una chimenea enorme y un despachito contiguo. La cocina disponía de los últimos avances, al menos así era cuando reformaron la casa cinco años antes. En el sótano había una enorme sala de juegos con una mesa de billar y otra de ping-pong, videojuegos y una habitación de servicio que nunca habían utilizado. La parte posterior de la casa daba a un pequeño y hermoso jardín, mientras que la fachada principal era de piedra noble, la puerta principal flanqueada por sendos árboles bien podados en sus macetones, y la finca estaba rematada por un seto muy cuidado. Era la casa de los sueños de Ted, no de los de ella, pero sin lugar a dudas era preciosa y se encontraba a años luz de la penuria de las personas que acudían al centro Wexler o incluso de quienes trabajaban allí. Mientras Ophélie estaba absorta en sus pensamientos, con la mirada perdida en el vacío, Pip apareció en el umbral y se la quedó mirando.
– ¿Estás bien, mamá?
En los ojos de su madre se pintaba la misma expresión vidriosa que había mostrado durante todo el año anterior, y Pip se inquietó.
– Sí, sí. Estaba pensando en la suerte que tenemos. Muchas personas viven en la calle y nunca duermen en una cama, no tienen baño, no se pueden duchar, pasan hambre, nadie los quiere y no tienen dónde ir. Cuesta imaginarlo, Pip. Están a pocos kilómetros de aquí, pero es como si vivieran en el Tercer Mundo.
– Es realmente triste, mamá -musitó Pip con los ojos muy abiertos.
Sin embargo, experimentó un gran alivio al saber que su madre estaba bien. Vivía con el miedo constante de que volviera a sumirse en las tenebrosas profundidades de la desesperación.
– Sí lo es, cariño.
Aquella noche, Ophélie preparó la cena para las dos. Hizo chuletas de cordero, que le quedaron un poco quemadas, y cada una comió una. Nunca comían mucho, pero Ophélie se dijo que tenía que hacer un esfuerzo para mejorar su dieta. Preparó también una ensalada y calentó una lata de zanahorias, que a Pip le parecieron repugnantes; prefería el maíz.
– Lo tendré en cuenta -prometió su madre con una sonrisa.
Más tarde, sin preguntar siquiera, Pip se acostó en la cama de Ophélie. A la mañana siguiente, en cuanto sonó el despertador, las dos se levantaron a toda prisa, se ducharon, se vistieron y desayunaron. Emocionada y nerviosa, Ophélie dejó a Pip en la escuela y se dirigió hacia el centro Wexler. Era exactamente lo que quería y necesitaba. Por primera vez en muchos años, tenía una meta en la vida.
Capítulo 14
El resto de la semana pasó volando para las dos. Pip se adaptó a la vida escolar, y Ophélie siguió trabajando en el centro Wexler. El viernes por la tarde ya no cabía ninguna duda, ni para ella ni para nadie, de que estaba preparada para trabajar de voluntaria tres días por semana.
Acudiría lunes, miércoles y viernes, y durante la semana siguiente la formarían, proceso que consistiría en seguir a diversos miembros del personal durante algunas horas cada uno. Tenía que presentar un certificado médico para demostrar que gozaba de buena salud, así como otro de antecedentes penales, que le ofrecieron tramitar en su nombre. El viernes le tomaron las huellas dactilares antes de que se fuera. Asimismo, necesitaban dos cartas de referencia. Andrea se comprometió a darle una, y Ophélie llamó a su abogado para pedirle que preparara la otra. Ya estaba todo listo. Todavía no sabía a ciencia cierta en qué consistiría su trabajo. Por lo visto, sería un batiburrillo de tareas, en las que actuaría de comodín los días que acudiera al centro. También le enseñarían a hacer ingresos. A decir verdad, todavía se sentía insegura en aquel aspecto, pero estaba más que dispuesta a aprender. Además, Miriam la recomendó encarecidamente al final de la semana. Ophélie se lo agradeció antes de irse.