Ophélie se guardó las llaves del coche en el bolso, bajó y cerró la puerta sin poner el seguro; no había necesidad alguna. Al entrar en la casa, la única persona a la que vio fue a Amy cargando con mucha diligencia el lavavajillas. Siempre parecía muy ocupada cuando Ophélie llegaba a casa, lo que significaba que había pasado la tarde entera sin hacer nada y se veía obligada a recuperar el tiempo perdido en el último momento. De todos modos, había poco que hacer, pues la casa era luminosa, alegre y nueva, con mobiliario de apariencia limpia, suelos desnudos de madera clara y un ventanal que ocupaba toda la fachada y blindaba una panorámica espectacular del mar. Al otro lado se abría una terraza estrecha y alargada en la que se veían algunos muebles de exterior. Era la clase de casa que necesitaban. Tranquila, fácil de mantener y agradable.
– Hola, Amy. ¿Dónde está Pip? -preguntó Ophélie con ojos cansados.
Apenas se distinguía su procedencia francesa. Hablaba inglés con fluidez y acento casi perfectos. Solo cuando estaba agotada o trastornada en extremo se le escapaba alguna palabra delatora.
– No lo sé -repuso Amy con expresión repentinamente perpleja mientras Ophélie la observaba.
No era la primera vez que sostenían aquella conversación. Amy nunca sabía dónde paraba Pip. Como siempre, Ophélie sospechó al instante que la chica se había pasado la tarde hablando con su novio por el móvil. Era lo único de lo que se quejaba casi cada vez. Amy trabajaba de canguro para ella, y Ophélie esperaba que supiera dónde se metía Pip, máxime teniendo en cuenta que la casa estaba tan cerca del mar. Siempre la embargaba el pánico al pensar que podía ocurrirle algo.
– Creo que está leyendo en su habitación. Estaba allí la última vez que la he visto.
En realidad, Pip no había entrado en su habitación desde que se levantara por la mañana. Su madre fue a echar un vistazo, pero por supuesto la estancia estaba desierta. En aquel preciso instante, Pip corría por la playa en dirección a la casa, con Mousse haciendo cabriolas tras ella.
– ¿Ha bajado a la playa? -preguntó Ophélie con nerviosismo al volver a la cocina.
Tenía los nervios de punta desde octubre, algo impropio de ella hasta entonces. Pero todo había cambiado. Amy había puesto en marcha el lavavajillas y se disponía a irse, despreocupada por el paradero de la niña, segura y confiada como correspondía a su juventud. Pero Ophélie había aprendido la terrible lección de que la vida no era digna de confianza.
– No lo creo, o al menos no me ha dicho nada.
La chica parecía relajada y tranquila en contraste con el nerviosismo de Ophélie. Se suponía que la urbanización era segura, y en verdad tenía esa impresión, pero la enfurecía y asustaba que Amy permitiera a Pip campar a sus anchas sin vigilarla. Si resultaba herida, tropezaba con algún problema o la atropellaba un coche, nadie se enteraría. Había ordenado a Pip avisar a Amy antes de ir a ninguna parte, pero ni la niña ni la adolescente le hacían el más mínimo caso.
– ¡Hasta el jueves! -se despidió Amy antes de salir de la casa como una exhalación.
Ophélie se quitó las sandalias, salió a la terraza, paseó la mirada preocupada por la playa y por fin vio a su hija. Pip llegaba corriendo, sosteniendo en la mano algo que revoloteaba al viento; parecía una hoja de papel. Con profundo alivio, Ophélie caminó hasta la duna y luego bajó a la playa para salir a su encuentro. La habían asaltado las peores tragedias posibles en lugar de las explicaciones más sencillas. Eran casi las cinco y hacía cada vez más frío.
Ophélie saludó con la mano a su hija, que se detuvo ante ella sin resuello y con una sonrisa de oreja a oreja. Mousse corría a su alrededor en círculos sin dejar de ladrar. Pip advirtió que su madre estaba preocupada.
– ¿Dónde has estado? -preguntó Ophélie con el ceño fruncido, pues aún estaba molesta con Amy.
Aquella chica no tenía remedio, pero Ophélie no había encontrado a ninguna otra canguro, y necesitaba que alguien se quedara con Pip cuando ella iba a la ciudad.
– He salido a dar un paseo con Mousse. Hemos llegado hasta allí -explicó, señalando la playa pública-, y hemos tardado más en volver de lo que pensaba. Mousse se ha pasado el rato persiguiendo gaviotas.
Ophélie le sonrió y por fin se tranquilizó. Era una niña tan encantadora… Al mirarla, Ophélie recordaba su propia juventud en París y sus veranos en la Bretaña, donde el clima no era tan distinto de aquel. Adoraba aquellos veranos, y había llevado allí a Pip cuando era pequeña para que lo viera.
– ¿Qué es esto? -preguntó, refiriéndose al papel que su hija llevaba en la mano y que a todas luces era un dibujo.
– He dibujado a Mousse. Ya sé hacer las patas traseras.
Pero no le contó cómo había aprendido. Sabía que su madre habría desaprobado que durante su solitario paseo por la playa entablara conversación con un desconocido, aunque este le enseñara a dibujar mejor y fuera inofensivo. Su madre se mostraba muy estricta con la regla de que Pip no hablara con desconocidos. Sabía bien lo guapa que era, aun cuando Pip no fuera en absoluto consciente de ello por el momento.
– No me lo puedo imaginar posando quieto para el retrato -comentó Ophélie con una sonrisa y expresión divertida.
Cuando sonreía se apreciaba con facilidad lo hermosa que era cuando era feliz. Era bellísima, con facciones delicadamente cinceladas, dentadura perfecta, sonrisa encantadora y ojos que chispeaban cuando reía. Pero desde octubre apenas reía. Por las noches, cada una absorta en su universo particular, apenas se hablaban. Pese al amor que profesaba a su hija, Ophélie se había quedado sin temas de conversación. Representaba demasiado esfuerzo y no podía afrontarlo. Todo le resultaba excesivo últimamente, a veces incluso respirar, por no mencionar sostener una conversación. Se limitaba a retirarse a su habitación noche tras noche para tumbarse sobre la cama en la oscuridad. Pip se encerraba en su propia habitación y si quería compañía se llevaba al perro, su compañero inseparable.
– Te he traído unas conchas -anunció Pip al tiempo que sacaba dos piezas muy bonitas del bolsillo del jersey y se las entregaba a su madre-. También he encontrado un erizo, pero estaba roto.
– Casi siempre están rotos -comentó Ophélie con las conchas en la mano.
Juntas se dirigieron hacia la casa. Había olvidado besar a Pip, pero la niña estaba acostumbrada. Era como si cualquier contacto humano y físico fuera demasiado doloroso para ella. Ophélie se había parapetado tras una coraza de protección, y la madre a la que Pip conocía desde hacía once años se había esfumado. La mujer que ocupaba su lugar, aunque de aspecto idéntico, era en realidad frágil, quebradiza. Alguien había raptado a Ophélie en plena noche para sustituirla por una autómata. Hablaba igual, olía igual, tenía el mismo aspecto, nada en ella era visiblemente distinto, pero todo había cambiado. Los engranajes y mecanismos internos eran inexorablemente otros, y ambas lo sabían. A Pip no le quedaba más remedio que aceptarlo, y lo cierto era que lo aceptaba con dignidad.