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Para una niña de su edad, Pip había madurado mucho en los últimos nueve meses y era más adulta que la mayoría de sus coetáneas. Asimismo, había desarrollado una notable intuición respecto a las personas, sobre todo su madre.

– ¿Tienes hambre?-preguntó Ophélie con aire preocupado.

Preparar la cena se había convertido en una ordalía odiosa, un ritual que detestaba, y comer constituía un suplicio aún mayor. Nunca tenía hambre, hacía meses que había perdido el apetito. Las dos habían adelgazado tras pasar nueve meses viéndose incapaces de ingerir los platos que preparaba Ophélie.

– Todavía no. ¿Quieres que prepare una pizza? -se ofreció Pip.

Era uno de los platos que ambas se dedicaban a no comer, aunque Ophélie no parecía ser consciente de que Pip ya apenas probaba bocado.

– Quizá -repuso en tono vago-. Si quieres preparo algo yo.

Llevaban cuatro noches cenando pizza. Tenían montones de ellas en el congelador, pero, a decir verdad, cualquier otro plato representaba demasiado esfuerzo para tan escasos resultados. Si de todos modos no comían, al menos la pizza era fácil de preparar.

– La verdad es que no tengo hambre -musitó Pip en tono igual de vago.

Sostenían la misma conversación cada noche. A veces, a pesar de ello, Ophélie asaba un pollo y preparaba una ensalada, pero tampoco entonces comían porque representaba demasiado esfuerzo. Pip sobrevivía a base de mantequilla de cacahuete y pizza. Por su parte, Ophélie apenas comía y se le notaba.

Ophélie fue a echarse a su habitación. Pip fue a su cuarto y apoyó el retrato de Mousse contra el pie de la lámpara de la mesilla de noche. El papel era lo bastante rígido para sostenerse erguido, y mientras contemplaba el dibujo, Pip pensó en Matthew. Tenía muchas ganas de volver a verlo el jueves. Le caía bien, y el dibujo había mejorado mucho con los cambios que había hecho en las patas traseras. Mousse parecía un perro de verdad, no un cruce entre perro y conejo, como los retratos que Pip había dibujado de él hasta entonces. A todas luces, Matthew tenía talento.

Había anochecido cuando Pip entró por fin en la habitación de su madre. Tenía intención de ofrecerse para preparar la cena, pero Ophélie se había dormido. Estaba tan quieta que por un instante Pip se inquietó, pero al acercarse comprobó que respiraba. La cubrió con la manta doblada al pie de la cama. Su madre siempre tenía frío, ya fuera por el peso que había perdido o por la tristeza. En los últimos tiempos dormía mucho.

Pip volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Aquella noche no le apetecía pizza, y de todos modos casi nunca comía más de una porción. Así pues, se preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y se lo comió mientras encendía el televisor. Miró la tele en silencio un rato con Mousse dormido a sus pies. El perro estaba exhausto por la carrera en la playa y roncaba suavemente. No despertó hasta que Pip apagó el televisor y las luces del salón. Fue a su habitación, se cepilló los dientes, se puso el pijama, se acostó y apagó la luz. Permaneció un rato tumbada en la oscuridad, pensando de nuevo en Matthew Bowles e intentando no pensar en cómo había cambiado su vida desde octubre. Al cabo de unos minutos se durmió. Ophélie nunca despertaba hasta la mañana siguiente.

Capítulo 3

El miércoles amaneció caluroso y soleado, uno de esos días que apenas se dan en Safe Harbour y que impulsan a todo el mundo a buscar el sol y tumbarse agradecidos bajo él durante horas. El aire ya era cálido y quieto cuando Pip se levantó y fue a la cocina aún en pijama. Ophélie estaba sentada a la mesa de la cocina, ante una humeante taza de té, con aspecto fatigado. Ni siquiera cuando conseguía dormir bien se despertaba descansada. Al instante de abrir los ojos, la cruda realidad le asestaba de nuevo un terrible puñetazo en el pecho. En aquel brevísimo y misericordioso segundo previo, la memoria le fallaba, pero el sobrecogedor momento posterior del recuerdo siempre aparecía, inexorable. Y entre ambos puntos, el angustioso pasillo mental en el que percibía de forma instintiva que algo horrible había ocurrido. Cuando se levantaba, el golpe de tantas emociones extremas acumuladas ya la había dejado exhausta, vacía. Las mañanas nunca eran fáciles.

– ¿Has dormido bien? -preguntó Pip educadamente mientras se servía un vaso de zumo de naranja y deslizaba una rebanada de pan en la tostadora. No preparó ninguna para su madre porque sabía que no se la comería. Pip casi nunca la veía comer, y menos en el desayuno.

Ophélie no se molestó en contestar; ambas sabían que carecía de sentido.

– Siento haberme quedado dormida anoche. Tenía intención de levantarme… ¿Cenaste?

Parecía preocupada. Sabía que apenas se ocupaba de su hija, pero se sentía incapaz de cambiar la situación, demasiado paralizada para hacer algo por ella salvo sentirse culpable. Pip asintió. No le importaba prepararse la comida. Era algo que le tocaba hacer a menudo, de hecho casi siempre. Comer sola delante del televisor era mejor que estar sentada a la mesa con su madre y en silencio. Hacía meses que no les quedaba nada que decirse. En invierno había resultado más fácil, cuando tenía deberes que le proporcionaban la excusa perfecta para levantarse de la mesa en cuanto acababa.

La tostada salió despedida con un fuerte chasquido. Pip la cogió, la untó de mantequilla y se la comió sin molestarse en ponerla sobre un plato. No necesitaba plato y sabía que Mousse se encargaría de las migas que pudieran caer al suelo. Era una auténtica aspiradora canina. Al cabo de unos instantes, Pip salió a la terraza y se acomodó en una tumbona al sol. Ophélie la siguió al poco.

– Andrea dijo que vendría hoy con el bebé -comentó Pip.

Parecía encantada ante la perspectiva, pues adoraba al pequeño. William, el hijo de Andrea, tenía tres meses y constituía el símbolo de la independencia y el valor de su madre. A los cuarenta y cuatro años había decidido que no tenía demasiadas probabilidades de encontrar a su príncipe azul y casarse, de modo que concibió al bebé por inseminación artificial y con ayuda del semen de un donante, y en abril dio a luz a un rechoncho y vivaracho bebé de cabello oscuro, risueños ojos azules y una risa deliciosa. Ophélie era la madrina, al igual que Andrea era la madrina de Pip.

Las dos mujeres eran amigas desde que Ophélie se trasladara a California dieciocho años antes con su esposo. Antes habían vivido dos años en Cambridge, Massachusetts, donde Ted daba clases de física en Harvard. Nadie había albergado jamás ninguna duda de que Ted era un genio, un hombre brillante, callado, tímido, casi taciturno en ocasiones, pero también atable y al principio cariñoso. El tiempo y los avalares de la vida habían acabado por endurecerlo y convertirlo en una persona amargada. Hubo años muy duros cuando nada le salía como deseaba y apenas ingresaban dinero. De repente, en los últimos cinco años, la suerte le había sonreído. Dos de sus inventos le granjearon una auténtica fortuna, y la vida se había tornado mucho más fácil. Pero Ted ya no era un hombre de corazón ni espíritu abiertos.

Quería a Ophélie y a su familia, ellos lo sabían, o al menos afirmaban saberlo, pero ya no lo demostraba. Se había perdido en su incesante lucha por inventar nuevos diseños, artilugios y soluciones a diversos problemas. Por fin consiguió ganar millones vendiendo las licencias de sus patentes en el campo de la tecnología energética. No solo se había hecho famoso en el mundo entero, sino que además se había convertido en una persona altamente respetada, venerada incluso. Había acabado por encontrar la gallina de los huevos de oro, pero ya no sabía disfrutar. Su vida entera se centraba en el trabajo, mientras que su mujer y sus hijos quedaron relegados al olvido. Poseía todos los sellos distintivos del genio. Pese a todo, Ophélie jamás dudó de que lo amaba. Pese a todas sus dificultades y manías, no había otro hombre como él, y siempre había existido un vínculo muy poderoso entre ellos. Y tal como Ophélie había comentado un día a Andrea con infinita paciencia, «apuesto algo a que la señora Beethoven lo pasaba igual de mal que yo». Su mal genio y sus prontos formaban parte de su naturaleza. Ophélie jamás le había reprochado sus manías ni su carácter solitario, pero a menudo echaba de menos aquellos primeros años de afecto y cariño entre ambos. Y en cierto sentido, los dos sabían que Chad lo había cambiado todo. Los problemas del hijo habían cambiado al padre de forma irreversible. Y al apartarse del niño, también se apartó de la madre, como si le achacara la culpa a ella. Su hijo había sido difícil desde pequeño, y después de una agonía interminable, de un largo y tortuoso camino, a los catorce años le diagnosticaron un trastorno bipolar. Pero por entonces, para preservar su propia cordura, su tranquilidad de espíritu, Ted ya se había alejado de él por completo, y el muchacho se convirtió en problema exclusivo de su madre. Ted había buscado y encontrado refugio en la negación.