– ¿A qué hora vendrá Andrea? -preguntó Pip al terminarse la tostada.
– En cuanto se organice con el bebé, en algún momento de la mañana.
Ophélie se alegraba de que su amiga fuera a visitarlas. El pequeño constituía una distracción agradable, sobre todo para Pip, que lo quería con locura. Y pese a su edad e inexperiencia, Andrea era una madre bastante relajada, y nunca le importaba que Pip lo paseara por todas partes, lo cogiera en brazos, lo besara o le hiciera cosquillas en los dedos de los pies mientras su madre le daba de comer. El bebé también adoraba a Pip. Su carácter alegre era un rayo de sol en sus vidas que incluso daba calor a Ophélie cuando lo veía.
Para sorpresa de todo el mundo, Andrea se había tomado un año sabático de su concurrido bufete de abogados para cuidar del bebé. Le encantaba estar con él. Afirmaba que tener a William era lo mejor que había hecho en su vida y que no se arrepentía nunca de su decisión. Todos le habían advertido que tener un hijo le impediría encontrar pareja, pero a ella no parecía importarle en lo más mínimo. Era completamente feliz con su hijo desde el primer día. Ophélie había asistido al parto, durante el que ambas habían llorado de emoción. Había sido un parto rápido y fácil, el primero al que Ophélie asistía aparte de los propios. El médico le había entregado el bebé a ella para que se lo diera a Andrea a los pocos minutos de nacer, y las dos mujeres se sintieron unidas para siempre tras compartir el nacimiento de William. Había sido un acontecimiento extraordinario, profundamente conmovedor, un recuerdo que ambas guardaban como un tesoro, un momento decisivo en su amistad.
Madre e hija permanecieron un rato sentadas al sol sin sentir la obligación de hablarse. Al rato, Ophélie entró en casa para contestar al teléfono. Era Andrea, que llamaba para anunciar que ya había terminado de amamantar al bebé y que se dirigía a la playa. Ophélie fue a ducharse, Pip fue a ponerse el bañador y dijo a su madre que bajaba a la playa con Mousse. Seguía allí, chapoteando en la orilla, cuando Andrea llegó al cabo de tres cuartos de hora. Como siempre, irrumpió en la casa como un vendaval. Pocos minutos después de su llegada, el salón estaba abarrotado de bolsas de pañales, mantas, juguetes e incluso un columpio. Ophélie salió a la duna para llamar a Pip. La niña y el perro subieron enseguida, y al poco Pip jugaba con el pequeño mientras Mousse ladraba emocionado. Era una visita típica de Andrea. Al cabo de dos horas, amamantó de nuevo a William y por fin las cosas se calmaron un poco. Por entonces, Pip ya había dado cuenta de un bocadillo y regresado a la playa. Andrea estaba sentada cómodamente en el sofá, tomando un zumo de naranja, y Ophélie le sonreía.
– Es tan precioso… Eres muy afortunada al tenerlo -afirmó Ophélie con un suspiro de envidia.
La presencia del bebé proporcionaba paz y alegría, señalaba un comienzo, no un final, esperanza en lugar de decepción, pérdida y dolor. De la noche a la mañana, la vida de Andrea se había convertido en la antítesis de la suya. Ophélie se pasaba casi todo el tiempo convencida de que su vida había acabado.
– ¿Cómo estás? ¿Qué tal te sienta estar aquí? -preguntó su amiga.
Andrea siempre estaba preocupada por Ophélie, lo estaba desde hacía nueve meses. Estiró las largas piernas mientras se reclinaba en el sofá con el bebé al pecho, sin intentar siquiera cubrirse. Se sentía orgullosa de su nuevo papel en la vida. Era una mujer atractiva, de penetrantes ojos oscuros y cabello largo y también oscuro que llevaba recogido en una trenza. Atrás habían quedado los trajes chaqueta y los modales profesionales. Ese día llevaba un top color rosa, bermudas blancas y los pies descalzos, pese a lo cual le sacaba una cabeza entera a Ophélie. Con zapatos de tacón sobrepasaba el metro ochenta; era una mujer espectacular, circunstancia que su estatura no mitigaba en absoluto.
– Mejor -repuso Ophélie.
Era una verdad a medias, si bien en algunos aspectos sí se sentía mejor. Al menos vivía en una casa sin recuerdos tangibles, salvo los que albergaba en la cabeza.
– A veces creo que la terapia de grupo me deprime y a veces que me ayuda. En realidad, lo que me pasa casi siempre es que no estoy segura.
– Seguro que hay un poco de las dos cosas, como casi todo en la vida. Al menos estás con otras personas que están pasando por lo mismo. Con toda probabilidad, los demás no entendemos del todo lo que sientes.
Resultaba reconfortante que Andrea lo reconociera. Ophélie detestaba oír a la gente asegurar que comprendían a la perfección lo que sentía, cuando no era cierto. ¿Cómo iban a comprenderlo? Al menos Andrea era consciente de ello.
– Puede que no, y espero que nunca tengas que entenderlo -deseó Ophélie con una sonrisa triste.
Andrea cambió al bebé de pecho. Seguía mamando con avidez, pero sabía que al cabo de unos minutos quedaría saciado y se dormiría.
– Lo siento tanto por Pip. No me veo capaz de conectar con ella. Me siento como si flotara en el espacio exterior.
Y por mucho que intentara volver a la tierra o lo deseara, no lo conseguía.
– Parece estar bien a pesar de todo. Debe de ser porque consigues acercarte a ella de vez en cuando. Es una niña fuerte. Lo ha pasado muy mal, las dos lo habéis pasado muy mal.
Chad había causado mucha tensión en la familia los últimos años, y, desde luego, Ted tenía sus manías. Pip era una niña muy equilibrada pese a todo, y hasta el mes de octubre anterior también Ophélie lo había sido, la cola que mantenía unida a la familia a despecho de los múltiples traumas y conatos de tragedia. Pero en octubre se había desmoronado. Andrea estaba convencida de que acabaría por superarlo y quería hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla hasta entonces.
Las dos mujeres eran amigas desde hacía casi dos décadas. Se habían conocido a través de unos amigos comunes y trabado amistad casi de inmediato, aunque más distintas no podrían haber sido. Sin embargo, las diferencias eran en parte lo que las había atraído. Mientras que Ophélie era callada y de modales suaves, Andrea era extrovertida y directa, en ocasiones casi masculina en sus puntos de vista. Era absolutamente heterosexual, rayana a veces en la promiscuidad, y nunca había permitido que un hombre le dijera lo que tenía que hacer. Ophélie, por su parte, era femenina hasta la médula, muy europea en sus valores y opiniones, sumisa a su esposo a lo largo de todo el matrimonio, circunstancia que jamás la había hecho sentir denigrada. Andrea siempre la había animado a ser más independiente, a adoptar un comportamiento más americano. Compartían la pasión por el arte, la música y el buen teatro, y una o dos veces habían volado juntas a Nueva York para asistir al estreno de alguna obra. Andrea incluso la acompañó a Francia en una ocasión. Asimismo, Ted y ella se llevaban de maravilla; formaban uno de esos infrecuentes tríos en los que todos los integrantes se profesan el mismo afecto. Andrea había estudiado física en el MIT antes de ingresar en la facultad de derecho de Stanford, motivo que la había llevado hasta California y retenido allí. No soportaba la idea de volver a las nieves invernales de Boston, su ciudad natal y el lugar donde había estudiado. Había llegado a California solo tres años antes que Ophélie y Ted, y estaba tan resuelta como ellos a establecerse allí de forma permanente. A Ted le entusiasmaba su formación en física y hablaba con ella durante horas de sus últimos proyectos. Andrea entendía su trabajo mucho mejor que Ophélie, que estaba encantada de los conocimientos de su amiga. Incluso Ted, pese a ser un hombre tan difícil, tenía que reconocer que le impresionaban los conocimientos de Andrea en su campo.