El viento sopló a través del campo llevando consigo olores de una tierra moribunda. Musgo, moho, putrefacción.
El musgo estaba vivo. El moho era algo vivo. Para que un árbol se pudriera, tenía que haber una proliferación de la vida.
Un hombre con una sola mano seguía siendo un hombre, y si esa mano sostenía una espada, ese hombre seguía siendo peligroso.
Tam inició El halcón localiza la liebre, una pose muy agresiva. Cargó contra Rand blandiendo la espada en un golpe lateral. Rand vio los siguientes instantes antes de que ocurrieran. Se vio a sí mismo levantando la espada en la postura adecuada para parar, una pose que requería que expusiera la espada a un mal equilibrio, ahora que no tenía la otra mano. Vio a Tam descargar un tajo en la espada para torcerla en el agarre de Rand. Vio llegar el siguiente ataque para darle en el cuello.
Tam se detendría antes de golpear. Rand perdería el combate de entrenamiento.
Liberarse.
Rand cambió el agarre de su espada. No pensó por qué lo hacía: hizo lo que parecía correcto. Cuando Tam se acercó, Rand alzó el brazo izquierdo para estabilizar la mano mientras giraba la espada hacia un lado. Tam golpeó, el arma se deslizó sobre la espada de Rand, pero no lo desarmó.
El golpe de revés llegó, como se veía venir, pero dio a Rand en el codo, el del brazo inútil. Aunque no tan inútil, después de todo. Paró de forma efectiva la espada, aunque la vibración del golpe le produjo a Rand un espasmo de dolor en el brazo.
Tam se paró en seco, con los ojos muy abiertos, primero por la sorpresa de que le hubiera parado el ataque, y después con evidente preocupación por haber descargado un fuerte golpe en el brazo de su hijo. Probablemente le había fracturado el hueso.
—Rand, yo... —dijo.
Rand dio un paso atrás, dobló el brazo herido hacia la espalda, y levantó la espada. Inhaló los olores intensos de un mundo herido, pero no muerto.
Atacó. El martín pescador se zambulle entre las ortigas. Rand no eligió la pose: ésta surgió. Tal vez se debía a su postura, con la espada en alto y el otro brazo doblado hacia atrás. Eso lo condujo con facilidad a la pose ofensiva.
Tam paró, cauteloso, y se desplazó un paso de lado, a la hierba marchita. Rand lanzó el golpe lateral y, siguiendo el movimiento con agilidad, adoptó la siguiente pose. Dejó de intentar contener sus reacciones instintivas y su cuerpo se adaptó al desafío. A salvo en el vacío, no necesitó preguntarse cómo.
El combate prosiguió en serio ahora. Las espadas resonaban con golpes secos y Rand mantenía el brazo a la espalda y «percibía» cómo sería su siguiente golpe. No luchaba tan bien como solía hacer antes. Eso era imposible; había algunas poses que ya no era capaz de realizar, y no podía golpear con mucha fuerza, como hacía antaño.
Estuvo a la altura de Tam. Hasta cierto punto. Cualquier espadachín vería cuál de ellos era mejor mientras combatían. O, al menos, se daría cuenta de quién tenía ventaja. Tam la tenía allí. Él era más joven y más fuerte, pero Tam eran tan... sólido. Había practicado la esgrima con una sola mano. A Rand no le cabía la menor duda.
No le importaba. Esa concentración... La había echado de menos. Con tantas cosas de las que ocuparse, tanto por lo que preocuparse, no había encontrado el momento de dedicarse a hacer algo para sí mismo, algo tan sencillo como un combate de prácticas. Ahora lo había encontrado y se volcó en ello.
Durante un rato dejó de ser el Dragón Renacido. Ni siquiera era un hijo con su padre. Era un alumno con su maestro.
En cuanto a eso, recordó que por muy bueno que uno hubiera llegado a ser, por mucho que hubiera evocado cosas de antaño, todavía le quedaba mucho por aprender.
Siguieron practicando. Rand no contaba quién ganaba qué intercambio; sólo luchaba y disfrutaba la paz que le proporcionaba. Por fin, se sintió exhausto, pero de la forma buena, no de esa forma de cansancio que había empezado a experimentar últimamente. Era el agotamiento de un buen trabajo hecho.
Sudoroso, Rand alzó la espada de prácticas hacia Tam para indicar que él había terminado. Tam dio un paso atrás y levantó su espada. El hombre mayor exhibía una sonrisa.
Cerca, al lado de las linternas, un puñado de Guardianes aplaudió. No era un público numeroso —sólo seis hombres—, pero Rand no había reparado en ellos. Las Doncellas levantaron las lanzas en un saludo.
—Ha sido un gran peso, ¿verdad? —preguntó Tam.
—¿El qué? —inquirió Rand.
—Esa mano perdida con la que has estado cargando.
Rand bajó la vista al muñón.
—Sí. Creo que es eso lo que ha sido.
El pasaje secreto de Tylin conducía a los jardines y se abría en un agujero muy estrecho, no muy lejos de donde Mat había empezado la escalada. Salió a gatas, se sacudió el polvo de hombros y rodillas, y después echó la cabeza hacia atrás para mirar el balcón, allá arriba. Había escalado a las alturas del palacio y después había descendido gateando a través de sus entrañas. Quizás había en ello alguna lección. Tal vez era que Matrim Cauthon debería buscar pasajes secretos antes de decidirse a escalar un jodido edificio de cuatro plantas.
Salió con pasos quedos al jardín. Las plantas no estaban muy sanas. Los helechos habrían tenido que ser más frondosos y verdes, y los árboles se hallaban tan desnudos como una Doncella en la tienda de vapor. No era de extrañar. Toda la tierra se amustiaba más deprisa que un muchacho en Bel Tine sin pareja para el baile. Mat tenía casi la certeza de que la culpa de que pasara eso era de Rand. De Rand o del Oscuro. Mat podría seguirle la pista a cualquier puñetero problema que hubiera tenido en su vida y lo llevaría al uno o al otro. Esos malditos colores...
El musgo seguía vivo. Mat nunca había oído que el musgo se utilizara en un jardín, pero habría jurado que allí lo habían hecho crecer en piedras, creando dibujos. Quizá, cuando todo lo demás se murió, los jardineros echaron mano de lo que pudieron encontrar.
Tuvo que buscar un rato, asomándose entre arbustos secos y parterres más que muertos, hasta que dio con Tuon. Había esperado encontrarla sentada tranquilamente, absorta en sus pensamientos, pero tendría que haber sabido que eso era mucho imaginar.
Mat se acuclilló al lado de un helecho, sin que lo viera la docena, más o menos, de Guardias de la Muerte que formaba un círculo alrededor de Tuon mientras ella realizaba una serie de posturas de lucha. La alumbraba un par de linternas que irradiaban un extraño y constante brillo azul. Algo ardía dentro, pero no era una llama normal.
La luz se reflejaba en la piel suave y tersa que tenía el matiz de una buena tierra de cultivo. Llevaba un a’solma claro, un ropaje con la falda abierta en los costados, de forma que dejaba ver unas mallas azules debajo. Tuon tenía una constitución menuda; en cierta ocasión, él había cometido el error de dar por sentado que eso significaba que era frágil. En absoluto.
Llevaba la cabeza afeitada como era indicado, ahora que ya no se veía obligada a esconderse. Le sentaba bien, por extraño que pudiera parecer. Se movió en el fulgor azul, pasando por toda una secuencia de posturas de lucha cuerpo a cuerpo, con los ojos cerrados. Parecía estar combatiendo con su propia sombra.
Mat prefería un buen cuchillo —o, mejor aún, su ashandarei— a luchar con las manos desnudas. Cuanta más distancia hubiera entre él y el tipo que intentara matarlo, mejor. Tampoco parecía que Tuon necesitara eso. Observándola, se dio cuenta de lo afortunado que había sido la noche que la capturó. Desarmada era mortífera.
¿La amaba?
La pregunta, que despertó en Mat una sensación incómoda, llevaba semanas rascando al filo de su mente como una rata que intentara llegar al grano. Se suponía que no era la clase de pregunta que Matrim Cauthon debería hacerse. A Matrim Cauthon sólo le importaba la chica que tuviera en sus rodillas y la siguiente tirada de dados. Cuestiones sobre temas como el amor era mejor dejárselas a los Ogier, que tenían tiempo para sentarse y ver crecer los árboles.