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—En marcha —ordenó Lan al tiempo que taconeaba las costillas de Mandarb.

Andere alzó el estandarte bien alto, la bandera de Malkier, y galopó a su lado. Se le unieron sus tropas de Malkier. Muchos de ellos sólo llevaban un pequeño porcentaje de sangre malkieri y eran fronterizos de otras naciones. Con todo, habían elegido cabalgar bajo su bandera y habían adoptado el uso del hadori.

Miles y miles de jinetes cabalgaban con él, mientras los cascos resonaban y levantaban la suave tierra. Había sido una larga y dura retirada para su ejército. Los trollocs los superaban en número y representaban una seria amenaza si rodeaban a sus hombres. La caballería de Lan tenía mucha movilidad, pero había un tope en la velocidad que podía imponerse a los soldados de a pie, mientras que los trollocs avanzaban deprisa. Más deprisa de lo que la gente era capaz de marchar, sobre todo con esos Fados azuzándolos. Por fortuna, los incendios de los campos estaban obstaculizando el avance del ejército de la Sombra. Sin ese entorpecimiento, probablemente los hombres de Lan no habrían conseguido escapar.

Lan se agachó sobre la silla cuando empezaron las explosiones de los Señores del Espanto. A su izquierda cabalgaba el Asha’man Deepe, atado a la silla debido a que le faltaba una pierna. Una bola de fuego crepitó en el aire y trazó una curva que descendía hacia Lan; Deepe adoptó una expresión concentrada y lanzó las manos hacia adelante. La bola de fuego estalló en el aire, por encima de ellos.

Ascuas encendidas cayeron como lluvia carmesí, dejando un rastro de humo. Una le cayó a Mandarb en el cuello, y Lan la apartó de un manotazo con la mano enguantada. El caballo no pareció haber notado nada.

Allí el suelo era de arcilla oscura. El terreno comprendía onduladas colinas cubiertas de hierba seca, afloramientos rocosos y sotos de árboles deshojados. La retirada se realizaba a lo largo de la orilla del Mora; el río impediría que los trollocs los rodearan por el flanco occidental.

En el aire se alzaba humo en dos puntos distintos del horizonte: Fal Dara y Fal Moran. Las dos urbes más grandes de Shienar incendiadas por sus propios habitantes, así como las tierras de sus granjas, sus huertos y sus árboles frutales, todo lo que podría proporcionar sustento a los trollocs invasores.

Defender las ciudades no había sido una opción. Lo cual significaba que había que destruirlas.

Era hora de devolver el golpe. Lan dirigió una carga al centro de la horda, y los trollocs aprestaron las picas para hacer frente a la carga de las caballerías malkieri y shienariana. Lan bajó su lanza y la colocó en posición a lo largo del cuello de Mandarb. Se echó hacia adelante, levantado sobre los estribos; sujetándose con las rodillas, confió en que los encauzadores —ahora tenía catorce, tras recibir los refuerzos enviados por Egwene— hicieran su parte.

El suelo estalló delante de los trollocs. La primera línea de las criaturas se rompió.

Lan eligió a su blanco, un enorme trolloc con cabeza de jabalí que gritaba a sus compañeros que huían de las explosiones. Lan lo ensartó por el cuello con la lanza; el arma se quebró y Mandarb tiró al trolloc a un lado mientras pisoteaba a una de las bestias acobardadas que había cerca. El clamor de la caballería dio paso a un choque estruendoso cuando los jinetes arremetieron con fuerza, dejando que el impulso y el peso de las monturas los llevaran al interior del grueso de los trollocs.

Una vez que frenaron, Lan le echó la lanza a Andere, que la atrapó con destreza en el aire. La guardia de Lan avanzó y él desenvainó la espada. El leñador desmocha el árbol joven. Flores de manzano al viento. Los trollocs eran blancos fáciles cuando se iba a caballo; la altura de las bestias les ponía el cuello, los hombros y el rostro justo al nivel adecuado.

Era un trabajo rápido, brutal. Deepe estaba atento a posibles ataques de los Señores del Espanto, para contrarrestarlos. Andere se acercó al lado de Lan.

El estandarte de Lan era un imán para los Engendros de la Sombra. Empezaron a rugir y a bramar, y Lan oyó dos palabras trollocs repetidas una y otra y otra vez en su lenguaje. Murdru Kar. Murdru Kar. Murdru Kar. Atacó con la espada y derramó la sangre de las bestias fríamente, sumido en el vacío.

Le habían arrebatado Malkier dos veces ya. Jamás notarían su sensación de derrota, de pérdida, al abandonar su patria de nuevo, esta vez por propia elección. Pero, por la Luz, que los acercaría mucho a sentirlo. Su espada atravesándoles el torso sabría hacerlo mejor.

La batalla se sumió en el caos, como ocurría en tantas otras. Los trollocs entraron en un estado de frenesí; el ejército de Lan había pasado los últimos cuatro días sin combatir con las bestias. Sólo se había retirado, y por fin había conseguido tener cierto control de su repliegue, lo suficiente para evitar combates, al menos, gracias a los incendios provocados.

Cuatro días sin entrar en conflicto, y ahora aquel ataque sin cuartel. Era la primera pieza del plan.

—¡Dai Shan! —llamó alguien.

El príncipe Kaisel. Señaló hacia donde los trollocs habían conseguido dividir la guardia de Lan. Su estandarte se estaba yendo al suelo.

Andere. El caballo del hombre cayó, derribado, mientras Lan espoleaba a Mandarb entre dos trollocs. El príncipe Kaisel y un puñado de soldados se unieron a él.

Lan no podía seguir a caballo, o corría el riesgo de pisotear a su amigo. Desmontó de un salto, llegó al suelo y se agachó para esquivar la arremetida lateral de un trolloc. Kaisel cortó una pierna de la bestia por la rodilla.

Lan pasó corriendo junto al trolloc que caía. Vio su estandarte y un cuerpo al lado. Vivo o muerto, no lo sabía, pero había un Myrddraal con una oscura espada enarbolada para descargarla contra el hombre.

Llegó en medio de una ráfaga de aire y remolinos de acero. Paró la hoja de Thakan’dar con un golpe propio; en el ardor de la lucha pisoteó su estandarte. Dentro del vacío, no había tiempo para pensar. Sólo había instinto y acción. Había...

Había un segundo Myrddraal que surgió detrás del caballo caído de Andere. Así pues, era una trampa. Echar abajo el estandarte y atraer su atención.

Los dos Fados atacaron, uno por cada lado. El vacío no se tambaleó. Una espada no podía sentir miedo y, en ese momento, Lan era la espada. La garza extiende las alas. Asestó tajos todo en derredor, parando las armas enemigas con la suya, atrás y adelante. Los Myrddraal eran como agua fluyendo, pero Lan era el propio viento. Giró entre las cuchillas enemigas, rechazando el ataque a la derecha y a continuación a la izquierda.

Los Fados empezaron a maldecir con rabia. El que estaba a su izquierda se precipitó sobre él con una mueca de desprecio en los pálidos labios. Lan se apartó a un lado y después detuvo la estocada de la criatura y le cortó el brazo por el codo. Continuó el golpe grácil, que se desplazó en un arco lateral hacia donde Lan sabía que el otro Fado lo atacaría, y le cercenó la mano por la muñeca.

Las dos armas de Thakan’dar tintinearon al caer al suelo. Los Fados se quedaron petrificados, estupefactos, durante un segundo. Lan descabezó a uno de un tajo que segó el cuello, luego se retorció y hundió la espada a través de la garganta del otro. Guijarros negros en la nieve. Retrocedió un paso y sacudió la espada a un lado para limpiar la hoja de la mortífera sangre. Ambos Fados se desplomaron; sacudidos por convulsiones, se golpearon uno al otro de forma automática, y la sangre oscura manchó la tierra.

Al menos ciento cincuenta trollocs que había cerca se desplomaron al suelo, retorciéndose. Eran los que habían estado vinculados a los dos Fados. Lan pasó por encima de Andere para no pisarlo y lo sacó del barro. El hombre parpadeó, aturdido; un brazo le colgaba en un ángulo raro. Lan se lo cargó al hombro, levantó el estandarte empujando el astil hacia arriba con el pie, y lo asió con la otra mano.